Clásicos para el verano: Marcel Proust
El artículo que ha continuación transcribo para compartir con vosotros ha sido publicado en la revista digital Leedor por Adriana Santa Cruz. Es solo una pincelada para invitarnos a leer En busca del tiempo perdido, la obra más importante de Marcel Proust. Quizás para los que viváis en el hemisferio norte y tengáis ahora unos días de vacaciones es una excelente oportunidad para introducirte en ese mundo inolvidable que nos regala Proust.
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Marcel Proust: el poder evocador
de los sentidos
Por Adriana Santa
Cruz – Revista digital Leedor
10 julio, 2018
Marcel Proust (1871-1922)
fue un novelista, ensayista y crítico, autor de la novela En busca del
tiempo perdido, compuesta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927. El
libro constituye una de las obras más importantes de la literatura del siglo
XX, y ejerció una gran influencia no solo en otros escritores, sino también en
filósofos –por ejemplo, en Henri Bergson– o en disciplinas como la historia del
arte.
Tiempo, memoria,
apariencia y realidad, creación, literatura y lenguaje, relaciones sociales,
amor, celos, imaginación, arte, felicidad, música, homosexualidad, todo está
dentro de En busca del tiempo
perdido.
Desde la primera
parte, Por el camino de Swann, ya se perfilan los motivos que se
reiterarán en los siguientes: la recuperación poética de lugares y anécdotas de
la infancia y la juventud de Marcel, el protagonista; las reflexiones metaliterarias
y la enunciación de verdades sobre la naturaleza humana a partir de las
anécdotas de los personajes.
El estilo de Proust se
caracteriza por una prosa poética donde las imágenes sensoriales están
plasmadas de manera única. La novela trabaja, además, con el poder evocador de
los sentidos, esa posibilidad de traer a la memoria recuerdos solo a partir de
una experiencia sensorial.
Fragmento de Por el camino de Swann (Primera parte de En busca del tiempo perdido)
Hacía ya muchos años que
no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de
acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo
tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero
dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre
por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman madalenas, que parece
que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado
por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico
por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un
trozo de madalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me
aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la
vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria,
todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa;
pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme
aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y
del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza.
¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo
trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un
poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en
mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es
repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que
no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y
encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo
la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad.
¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí
misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de
buscar, sin que la sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.
Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar
realidad y entrarla en el campo de su visión.
Y otra vez me pregunto:
¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba
lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se
desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerle aparecer de nuevo. Vuelvo
con el pensamiento al instante en que tomé la primera cucharada de té. Y me
encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un
esfuerzo más, que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la
estorbe en ese arranque con que va a probar a captarla, aparto de mí todo
obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los
ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin
lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le
negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y
luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a
cara con el sabor aún reciente del primer trago de té y siento estremecerse en
mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder anda a una
gran profundidad, no sé el qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la
resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que
así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado
al sabor aquel, intenta seguirle hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy
confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el
inaprehensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir
la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el
testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me
enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la
superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la
atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y
alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá
desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche.
Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y
cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra
importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente
en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin
esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo
surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de madalena que mi tía Leoncia me
ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la
mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa)
cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la madalena no me había
recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas
sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días
de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos
recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada y
todo se va disgregando! ¡Las formas externas también aquélla tan grasamente
sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos, adormecidas o
anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia.
Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres
y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más
inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor
perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de
todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del
recuerdo.
En cuanto reconocí el
sabor del pedazo de madalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía
no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el porqué ese recuerdo me
daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su
cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del
jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres,
y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta
entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la
vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y
las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando
hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un
cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto
se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse,
convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles,
así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y
las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas
chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y
jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
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