Artículos recomendados. De Irene Vallejo y W. Gallardo

I)

Seres errantes

  • IRENE VALLEJO 
  • Filóloga y escritora, premio Nacional de Ensayo de 2020 por El infinito en un junco (Siruela).


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En la escuela fui la rara oficial. Dentro de mi cabeza hervían ideas que yo creía fabulosas, pero aburrían a los demás. Era torpe en las conversaciones relajadas, nadie entendía mis chistes, tenía gustos estrafalarios y parecía condenada a no encajar. Por ser extraña, pagué el peaje del acoso escolar. Nacida en la misma ciudad de mis compañeros, compartíamos idioma, costumbres, inmadurez y series de televisión. No había choque de civilizaciones, la rareza era vocacional: de mayor quería ser ciudadana excéntrica. Aquellos años vienen a mi cabeza cuando oigo decir, quizá a las mismas voces de mi infancia, que los extranjeros ponen en peligro nuestro ser y tradiciones. Por lo visto, alguien olvidó entregarme el manual de coros y usanzas de nuestra asediada aldea gala. Nunca me sentí parte de una uniformidad, sino de una comunidad. Sin duda los distintos necesitan voluntad de entenderse, pero, como aprendí en la niñez, la igualdad obligatoria asfixia. Para los raros locales, esas personas que nunca cumplimos los requisitos, lo diferente es aquello que nos hace sentir en casa. La extrañeza puede ser un hogar.


Dicen que la inmigración nos hunde en la mezcla y el desorden. A la vez, abrazamos una homogeneidad sin precedentes y con marchamo occidental. Aquí y allá las mismas marcas venden idénticos productos y fabrican en serie nuestra ropa. Los escaparates son iguales en las millas de oro de las capitales, escuchamos canciones con millones de descargas, imitamos a celebridades mundiales estereotipadas y un cóctel explosivo de propaganda y algoritmos nos configura según sus moldes. Se diría que el caos de la pluralidad no es nuestro problema más alarmante. Alimentamos una falsa imagen de la pureza del pasado. Desde que partimos de nuestro primer hogar en África, somos seres errantes, criaturas que vagabundean y se equivocan. En la Roma imperial, tres cuartos de la población eran descendientes de esa inmigración forzosa llamada esclavitud. El historiador Suetonio menciona que ya Julio César encargaba espectáculos en distintas lenguas para la Urbe. 


Según las fuentes, los senadores se burlaban del latín con tonalidad bética del emperador Adriano —ya habían inventado el estigma del acento—. El campeón de los nostálgicos de la identidad perdida, Juvenal, hervía de indignación viendo Italia ocupada por esas gentes insufribles cuya patria habían invadido las legiones romanas: “No soporto una ciudad llena de griegos; Siria desembocó en el Tíber y trajo consigo su lengua y sus costumbres”. Menciona a moros, sármatas y tracios, se enfurece por la prosperidad de ciertos extranjeros.


En la que fue, posiblemente, la mayor oleada de emigración ilegal en la historia, los colonos europeos de época moderna abandonaron su terruño para instalarse en otros continentes sin la cortesía de pedir permiso a los habitantes autóctonos. Por otro lado, cuando italianos, irlandeses, polacos y alemanes llegaron a la tierra de las oportunidades, los estadounidenses catalogaron a aquellos judíos y católicos como amenazas para la nación, imposibles de asimilar. En 1914 el conocido sociólogo Edward Ross opinó que admitir a europeos “atrasados” supondría “un deterioro de inteligencia, un suicidio racial”. Su colega Edwin Grant reclamaba “deportaciones sistemáticas que limpien eugenésicamente América de la escoria del melting pot”. Hoy, sus descendientes —según decían, imposibles de integrar— ocupan cargos en parlamentos, tribunales, universidades y grandes empresas, incluso la presidencia del país. En realidad, cualquier tiempo pasado fue impuro y desordenado.


El investigador Hein de Haas documenta en su ensayo Los mitos de la inmigración nuestra tendencia a idealizar sociedades anteriores como si hubieran sido homogéneas y sin conflicto. Tras estudiar durante décadas los patrones mundiales de migración, De Haas concluye que son muy predecibles a largo plazo y que las políticas estrictas o permisivas, a las cuales dedicamos debates tan acalorados, apenas influyen. Si una economía florece y la demanda de mano de obra no se cubre, vendrán extranjeros, ya sea legal o ilegalmente. Contra el tópico, no son los más pobres quienes emigran: desplazarse a lugares lejanos es caro y exige planificación, endeudarse, vender tierras. En su inmensa mayoría emprenden la odisea porque familiares y paisanos que les precedieron encuentran para ellos un posible empleo, declarado o sumergido. Para las tareas más exigentes no hay bastantes trabajadores locales capaces y dispuestos: todos los intentos de enrolar a desempleados autóctonos han fracasado sin excepción. 


Las sociólogas Helma Lutz y Ewa Palenga, que estudian el incremento de cuidadoras extranjeras para niños y ancianos, definen la situación como “el secreto a voces”. Tenemos deseos ambivalentes: buscamos personas con la determinación y la motivación para dedicarse a esas labores, y que fuera de sus jornadas extenuantes tengan la delicadeza de desvanecerse. El endurecimiento de las leyes y deportaciones es un vacío ritual cíclico para fingir firmeza al timón. Acosar al inmigrante provoca inmensos sufrimientos sin cambiar nada, y solo aspira a poner en escena un espejismo de mano dura.


Pero nuestros antepasados fueron trashumantes y en cada hogar anida la memoria de quien partió a lo desconocido, incluso sin papeles ni permisos: abuelos, tías, hijos. Aún palpitan la piel y la angustia de nuestros familiares empujados a otros horizontes: la lucha por subsistir, la lejanía de los seres más queridos, las barreras del idioma, las leyes hostiles, el rechazo racista, la solitaria indefensión y el fantasma del fracaso. Los psiquiatras llaman “síndrome de Ulises” a los trastornos debidos a esa ansiedad prolongada. Debe su nombre al héroe griego que zarpó en su juventud y tardó 20 años en regresar. Lejos de Ítaca, afrontó todos los peligros imaginables, perdió el rumbo, se hundió, sufrió humillaciones, y a menudo pareció que su destino era perderlo todo una y otra vez. Homero cuenta que Atenea, diosa de la inteligencia, estuvo siempre de su parte y acudía a infundirle esperanza en los momentos de desconsuelo. 


En nuestra memoria cultural, también la Biblia es rotunda. Dice el Éxodo: “No explotarás ni oprimirás al extranjero, porque también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto”. Insiste el Levítico: “Si un extranjero se establece entre vosotros, será como un compatriota más y lo amarás como a ti mismo”. Jesús evoca en el Evangelio de Mateo: “Tuve hambre y me disteis de comer, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Son los discursos xenófobos los que socavan esas tradiciones que decimos proteger.


Nos habitan identidades múltiples. La diversidad nunca fue una amenaza real para mantenernos unidos; lo son la desigualdad, el empleo precario y el empobrecimiento de las redes de colaboración. Hoy demasiada gente sufre ansiedad económica y dificultades para encontrar trabajo estable y vivienda asequible debido a políticas que desamparan, y ciertos líderes necesitan un culpable sobre el que volcar los miedos. Cierto, la convivencia es difícil, tensa, conflictiva. No solo por diferencias culturales, la fricción brota también entre compatriotas en competición. Siempre ocurrirán más explosiones donde hay más intemperie. 


La inmigración ha sido, desde siempre, un asunto emocional: alivia pensar que nuestros problemas más graves provienen de fuera, que podemos deportar las complejidades. Como suele decir una persona muy querida, el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio. Por eso importa tanto qué historia nos contamos sobre nosotros mismos. Las naciones son, también, narraciones.


                                                         ***

II)


Cuando María escribió un diccionario

Por Walter Gallardo


https://www.lagaceta.com.ar/nota/1100347/la-gaceta-literaria/cuando-maria-escribio-diccionario.html

                                                                                   María Moliner

De  acuerdo con el testimonio de su hijo Pedro, María Moliner se levantó a las 5 de la mañana un día de 1951 y comenzó a escribir innumerables fichas con metódica paciencia. No era inusual que madrugara, pero nadie, ni siquiera sus más íntimos, imaginaba que esa sería la primera jornada de las muchas que caben en quince años, los que tardó en terminar su prodigioso Diccionario de uso del español. Se trata de un diccionario “para escritores”, según su definición, en el que los significados y los ejemplos de uso propios exhiben sencillez, precisión y franqueza con la lengua, incluso un punto de arrojo para la época. Aunque fuera ajena a los alardes, es innegable que esa titánica tarea de improbable recompensa sólo podía entenderse por una simple razón: el amor incondicional por las palabras.

Su valor va aún más allá si consideramos el momento personal y el contexto político en el que inició y luego llevó a cabo su proeza: nacida en 1900 -“en el año cero”, lo subrayaba ella misma- entraba entonces en el último tercio de su vida, y debía repartir su tiempo entre las obligaciones domésticas como esposa y madre de cuatro hijos con la de su trabajo como bibliotecaria. España, su país, estaba en manos de una de las más sanguinarias dictaduras, la de Francisco Franco, y en ella la mujer apenas tenía acceso a la educación superior y al protagonismo público. Eran años de espanto, represión, muerte, censura y destierro. Entre los cientos de miles de exiliados, un número importante de intelectuales y artistas tuvo que marcharse a México o a Argentina. También lo hizo su padre, aunque como emigrante voluntario: se fue a Buenos Aires y no volvió nunca más. Ella tenía 12 años cuando lo vio por última vez.

María Moliner pudo estudiar gracias a su ilimitado tesón. No sería fácil. Con la partida de su padre, llegaron las dificultades económicas para permanecer en Madrid. Su madre decidiría entonces llevar a toda la familia de vuelta a Aragón, su lugar de origen. Sería allí, en Zaragoza, donde a los 21 años se licenciaría con honores en Historia, haciendo el doble sacrificio de estudiar y trabajar impartiendo clases particulares para colaborar en el sostén de los suyos. Al año siguiente obtendría algo poco habitual en una mujer de aquel tiempo: aprobaría los exámenes para ingresar en el cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España. Así daba un paso más en su carrera conectada a las palabras. Luego, junto a su marido, un profesor universitario, tendría un activo papel en las misiones pedagógicas de la Segunda República, extendiendo la presencia de los libros en todo el país con la creación de una red de bibliotecas.

Este protagonismo les costaría a ambos un alto precio al acabar la Guerra Civil: en represalia, él tuvo que enseñar siempre lejos de casa y ella sería degradada 18 niveles en el escalafón de empleados del Estado. El diccionario, en alguna medida, se convertiría en su exilio interior, en un modo digno de resistencia.

Sin dudas, cuesta hacerse a la idea de que una persona sola, en su casa, quitándole horas al sueño o atención a su familia, y sin abandonar su trabajo, llegara a escribir un diccionario de unas 80 mil palabras. Sobre todo, resulta admirable comprobar la simplicidad y los elementos con los que desarrollaba su tarea. El espacio elegido era el salón y, en él, una mesa enorme siempre llena de papeles. Es allí, y a medida que sus hijos crecían, que iba dedicándole más esfuerzo a lo que pintaba como una quimera. “Se aislaba para trabajar con una intensidad asombrosa. Una labor diaria e individual antes de acudir a su puesto en la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. Madrugaba, trabajaba y luego siempre había que quitar las cosas de la mesa para poder desayunar”, recordaba Pedro, el menor. Escribía sus fichas a mano y luego las pasaba en limpio usando una máquina portátil que su familia conservó como testigo de aquel colosal y solitario esfuerzo. “Ella tenía una capacidad de concentración notable. Los niños correteábamos y ella no se inmutaba, levantaba la cabeza de sus fichas, sonreía y seguía trabajando”, contó su nieta Genoveva Pitarch.


En definitiva, lo que importaban eran las palabras. De hecho, al pasar por sus manos irradiaban otra luz, hasta un grado de esplendor y empatía. Valiéndose de un criterio reflexivo y sensato, logró que los significados supieran abarcar la idea de cada término. El escritor argentino Andrés Neuman, estudioso de la vida de María Moliner y autor de una novela sobre ella, destaca algunos ejemplos: durante más de dos siglos y medio, la palabra “madre” se definía como “una hembra que ha parido”, mientras que “parir” era “expeler a tus crías”. Uniendo ambos conceptos, sostiene Neuman, podía decirse que una madre era “una hembra que expelía a sus crías”. Con María Moliner, en cambio, madre es aquella “persona que tiene o ha tenido hijos” y no necesariamente que parió, podría haberlos adoptado. Así de obvio y natural; tanto como con la palabra “amor”. Según la edición del DRAE de 1956, se trata de algo tan abstracto como “la obtención del bien verdadero”, una idea casi con pretensiones morales. Para María Moliner se trata de “un sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se manifiesta en desear su compañía, alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo”. A todo ello, le agregaría numerosos ejemplos de uso de su propia cosecha, sin acudir como se hacía habitualmente a grandes plumas literarias.

Final sin palabras

El diccionario acabó publicándose en dos tomos en 1966 y 1967. Su éxito inmediato, sin embargo, no cayó bien a todos. En 1972, ya con méritos públicamente indiscutibles, los miembros de la Real Academia de la Lengua impedirían que fuera la primera mujer en ocupar un lugar en la institución. Se señaló a Camilo José Cela como autor de la zancadilla durante las votaciones. María Moliner les devolvería el golpe un año después: en busca de un resarcimiento de consuelo, los mismos académicos le otorgarían un premio a la trayectoria que ella rechazó sin argumentos.

La vida, está claro, no sabe de justicia; es más, a veces se inclina cruelmente hacia el sarcasmo. En sus últimos años, María Moliner sufriría de arteriosclerosis cerebral, enfermedad que la iría dejando sin memoria y, paradójicamente, sin palabras. Es decir, sin su maravilloso universo. Moriría el 22 de enero de 1981.


Publicado en La Gaceta de Tucumán. Argentina

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