Artículos recomendados. A. Muñoz Molina y C. Marin

I)

Un sueño de regreso

  • ANTONIO MUÑOZ MOLINA 


https://lectura.kioskoymas.com/article/281651081081805




                                                           Pintura. Pareja de ancianos de Inés Sabbatini


Sueño con mucha frecuencia que estoy perdido. He vuelto a una ciudad en la que viví, en la que estuvo duraderamente mi casa, pero no encuentro el camino hacia ella, y según avanzo me voy perdiendo más, acosado por callejones y obstáculos, escalinatas de vértigo sobre espacios vacíos, túneles de metro cegados por derrumbes. Puede que llegue por fin a la casa, pero entonces caigo en la cuenta de que he perdido las llaves, o descubro, asomándome a una ventana, o a la puerta de un jardín, que la casa está habitada o ha sido usurpada por desconocidos, y que en ella no queda rastro alguno de mí ni de mi familia. El extravío espacial se corresponde con la distorsión del tiempo. En un cuento de brevedad y maestría suprema, El nadador, John Cheever cuenta la historia de un hombre de constitución vigorosa que una mañana de domingo en verano decide medio en broma volver a su casa cruzando a nado las piscinas de los vecinos de su urbanización. En lo que él piensa que han sido apenas unas horas, su vida entera se consume: de la mañana calurosa al frío del atardecer, del verano al otoño, de la plenitud física al escalofrío de la decadencia. En la casa que abandonó por la mañana no queda nadie.


Hay patrones narrativos en los sueños de cada uno, igual que los hay en las historias que algunos de nosotros inventamos, menos dependientes de nuestro albedrío personal o nuestra voluntad explícita que de corrientes muy profundas en las regiones más inaccesibles de la psique. Un cuento, una novela, tiene algo de ensoñación con los ojos abiertos, como una luz de eclipse, de esa penumbra fría de anochecer adelantado que nos sobrecoge en cada lectura de ese cuento de Cheever. Alguien sin nombre que ha andado perdido o perdida se acerca de noche a una casa en un poema de Emily Dickinson, no se atreve a llamar a la puerta o a empujarla, y cuando lo hace no sabemos qué pasa a continuación, porque el poema ha terminado con una brusquedad telegráfica, y porque esa puerta que se empuja es la de la muerte. La angustia tecnológica también se filtra a los sueños: llevo toda la vida soñando que estoy solo y perdido, pero en los últimos tiempos el teléfono móvil ha empezado a agravar mi extravío, y cuando quiero llamar el dedo índice no acierta a pulsar los números, y el mapa de la pantalla, si llego a encontrarlo, se me vuelve aún más confuso que cuando lo quiero consultar en estado de vigilia.


En Nueva York conocí a un anciano que había logrado huir de Alemania en 1938, a los doce años, dejando atrás a sus padres, a los que nunca volvió a ver. Este hombre me contó que muchas noches lo despertaba la pesadilla de que estaban a punto de apresarlo los esbirros de gabardinas de cuero de la Gestapo. En pleno siglo XXI, imágenes que para todo el mundo pertenecen a los libros y a los documentales de historia conservaban toda su potencia maléfica en los sueños de este hombre, como si sus perseguidores hubieran conseguido saltar la barrera del tiempo y de la muerte para seguir acosándolo.


“Vivimos como soñamos —solos”, dice Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas. Pero quizás haya personas a las que después de una vida entera compartida se les conceda el don de seguir haciéndose compañía en los sueños, incluso en el gradual desvarío de esas enfermedades que deterioran las facultades cognitivas y dejan a quienes las padecen a merced de una cruenta confusión del espacio y del tiempo. El que se va perdiendo en ella deja solo o sola en su triste lucidez al que ha conservado la razón. La casa compartida y modelada durante tantos años por la vida en común es ahora dos casas ajenas entre sí, una de ellas habitada en temible soledad por el que se ha internado en el trastorno, que cuando ve al otro lo rechaza como a un extraño, como a un enemigo.


Un hombre y una mujer de Leganés, los dos afectados de Alzheimer, parece que se han salvado de ese destino. Lo cuentan en el periódico Patricia Peiró y David Expósito, en una crónica que se lee como la promesa o el borrador de un cuento, aunque no necesite ningún añadido de ficción. Por respeto a su privacidad, los protagonistas no tienen nombre, y eso les da una calidad entre de fantasma y arquetipos. Sabemos que él tiene 83 años, y ella 76, que los dos se dedicaron a la enseñanza, que van siempre juntos a todas partes, incluida la iglesia los domingos, que son muy apreciados por sus vecinos, que sus familiares están muy atentos a ellos. Gracias a eso detectaron enseguida que se habían perdido, y emprendieron una búsqueda que se volvió más angustiada según pasaban las horas y la pareja no aparecía, en uno de estos días de mucho calor en el que los descampados de las periferias de Madrid terminan en un horizonte de calima plomiza, más allá de desmontes en los que no crece ni un árbol, entre polígonos y cruces de autopista. En un paisaje tan devastado por la anarquía de un capitalismo que no da tregua al deterioro del medio natural, ni se somete a ningún principio de ordenación racional del territorio, no es difícil que las personas sensibles sueñen que se pierden, y que se pierdan de verdad.


Tomados de la mano, con ese gesto perdurado de su juventud, el hombre y la mujer salieron esa mañana de su casa, queriendo guiarse el uno al otro, con la costumbre de toda una vida. Pero no fueron a la iglesia, ni al supermercado, ni a algún otro de los lugares donde los vecinos los reconocían y los saludaban. Tomaron un rumbo que los llevó a esos parajes agrestes de tierra de nadie de los arcenes de las autopistas, los espacios baldíos entre las cicatrices de antiguos paisajes. Con esa determinación inmemorial de las especies migratorias, que llevan inscrito en el ADN el curso de sus viajes, el hombre y la mujer tomaron ese día el camino de una laguna rodeada de vegetación y frescor a la que solían acudir cuando eran muy jóvenes. La laguna fue desecada hace sesenta años. Los árboles que la rodeaban fueron talados, y con ellos desaparecieron la hierba, la sombra fresca, los insectos y los pájaros. El hombre y la mujer se extraviaron buscando un lugar que ya solo existe en su memoria compartida, y que de algún modo regresó a ella, o se mantuvo intacto a pesar de la corrosión de los circuitos neuronales en los que había pervivido.


Pero hacía demasiado calor, en ese desierto de asfalto y secano sin misericordia, en el que las autoridades parecen haberse conjurado con empresarios y especuladores para extirpar toda sombra que no sea la de una gasolinera. El sol cegaba y quemaba. El hombre y la mujer, unidos ahora en su creciente confusión, en la sed, en el cansancio, andaban y andaban sin llegar a la laguna, mareados por la insolación, incapaces también de encontrar el camino de vuelta, niños seniles perdidos no en el bosque de los cuentos, sino en el desierto de los espejismos.


La crónica de Peiró y Expósito es más apasionante porque tiene intriga y porque termina bien. En la foto de un dron de la policía se ve a la mujer caída de costado, descalza, como si se hubiera echado a descansar o a dormir o a morir en paz en la tierra, la tierra seca y estéril de esas afueras del este y el sur de Madrid en las que no crece nada. Se habían alejado el uno del otro, lo cual les haría sentirse todavía más perdidos, en las burbujas sucesivas de una irrealidad en la que ya no les quedaba ni el consuelo de la mano del otro, el refugio común de un ensueño o de una alucinación, el agua quieta de la laguna, los dos tan jóvenes como en una foto de novios en blanco y negro, la brisa fresca entre la arboleda y la orilla, el perfil blanco de Madrid a lo lejos.


                                                                 ***

II)


¿Pertenencia a un lugar?


“Nunca estamos del todo en nuestro lugar” (Claire Marin)


Artículo de Mariana Toro Nader/ Entrevista a C. Marin


https://ethic.es/entrevista-claire-marin



                                                                    Claire Marin


«Podría parecer que hay dos clases de seres, los de la tierra y los del viento». Así comienza Claire Marin (París, 1974) el ensayo ‘Estar en su lugar’ (Anagrama). De la mano de filósofos como Gilles Deleuze, Jacques Derrida y Michel Foucault y de autores como Annie Ernaux, Anne Dufourmantelle y Georges Perec, esta doctora en Filosofía se pregunta qué significa tener un lugar propio, ya sea para quedarse en él o para tomar la decisión de abandonarlo.


Sylvain Prudhomme divide al mundo entre los que se van y los que se quedan. Usted dice que se divide entre los nómadas y los que echan raíces. ¿Y cuando no se entra en ninguna de esas categorías, o mejor dicho, cuando se entra en ambas?


De hecho, se trata menos de dos categorías que de dos polos. Y menos de una división que de una oscilación que yo creo que todos experimentamos en nuestra existencia. Hay momentos en los que necesitamos anclarnos en un lugar, tener la posibilidad de refugiarnos allí o recargar las pilas. Y hay otros momentos en la vida en los que, por el contrario, necesitamos un cambio, un descentramiento. Cambiar de espacio, de configuración, permite que surjan nuevas dinámicas y que haya interacciones diferentes. Pero también creo que hay «tipos» de personas: algunas personas se construyen en una forma de estabilidad y otras necesitan el estímulo de lo nuevo y de lo inédito para sentir que existen.



Afirma que los lugares no son inocentes, que no son neutros. ¿Cómo nos marcan y delimitan los espacios que ocupamos?


Los lugares no son neutros en primer lugar porque ya han sido ocupados antes de que estuviéramos nosotros. Por lo tanto, llevan las marcas de los que nos precedieron, huellas que pueden ser alegres o más oscuras. Los lugares que han sido habitados antes que nosotros a veces están «embrujados» con historias dolorosas. Los espacios también nos delimitan porque son sociales y políticos: no son accesibles del mismo modo para niños y adultos, jóvenes y viejos, mujeres y hombres, blancos y negros, según el período histórico. Entonces, obviamente, los espacios pueden limitarnos, podemos sentirnos indecisos al entrar en ciertos lugares, tener la impresión de no tener un lugar allí. Pero también hay lugares hostiles que están diseñados como tal: pretenden hacer desaparecer del espacio público a las personas sin hogar, a los migrantes y a las personas mayores. Podríamos decir, desde la perspectiva de Foucault, que el espacio es a la vez cuadriculado y connotado; y esa sensación del lugar en el que me encuentro produce en mí un determinado efecto, engendra un determinado comportamiento, una determinada postura según me acoja o me resulte hostil.


«Desplazarse es destrabarse». ¿Por qué a veces es necesario reivindicar una nueva identidad, traicionar a esa persona que ya no somos y liberarnos de nosotros mismos, así sea momentáneamente?


La identidad en realidad se redefine constantemente, pero este trabajo constante de autocreación, o de redefinición de uno mismo, quizá la mayor parte del tiempo es invisible, discreto, insensible… Ocurre en una especie de continuidad, lenta o suave, a menudo desapercibida. Pero en ciertos momentos de la vida este trabajo produce fracturas, exige reconfiguraciones importantes y visibles. Esto puede llevarnos a sentir que estamos traicionando a la persona que una vez fuimos, pero solo para convertirnos en la persona que queremos ser. En última instancia, el riesgo es permanecer en una identidad fija de la que acabamos siendo prisioneros, encerrados en una camisa de fuerza que ya no nos corresponde.


«El riesgo es permanecer en una identidad fija de la que acabamos siendo prisioneros»


Hablemos de la violencia de las taxonomías. Se clasifica y encasilla para controlar. ¿Por qué es mejor ser «inalistable», no caber en ninguna lista?


La violencia de las taxonomías es la violencia de las etiquetas que nos pegan otros o de las cajas en las que nos metemos nosotros mismos. Lo sorprendente es hasta qué punto estas listas no hacen más que multiplicarse hoy en día. Sobre todo en torno a las clasificaciones patologizantes. Entendemos que existe una economía de estas taxonomías que cosifica a los individuos, los categoriza: nos convertimos en un cierto tipo de comprador, un cierto perfil en una app de citas, etcétera. A la postre nos convertimos en un conjunto de datos que alimenta a la bestia algorítmica. En otras palabras, ser «inalistable» significa preservar algo de la propia personalidad, de la propia singularidad y del propio carácter irremplazable.


Pensando en la Ítaca de Kavafis, ¿por qué siempre al volver a casa añoramos la ciudad soñada? ¿Esa búsqueda constante demuestra que siempre hay algo que nos falta, un vacío que no se llena? «Ítaca no te ha engañado», dice Kavafis…


Del mismo modo que siempre soñamos con algo mejor, siempre fantaseamos con otros espacios, proyectamos sobre otras ciudades una vida que aún no es nuestra y que quizá nunca será. La ciudad soñada, las representaciones utópicas, participan de esta necesidad psíquica de proyectarse hacia otras vidas, hacia otros lugares, de prolongar la vida real a través de la multiplicidad de vidas imaginarias.



Si es verdad que «tal vez seamos más migratorios que enraizados», ¿a qué se debe la rabia —a veces el odio— al que se desplaza, al migrante que busca otro lugar?


Podemos ver claramente la diferencia entre la figura a veces repelente del migrante y la imagen poética del ave migratoria que vuela hacia cielos más suaves donde podrá pasar el invierno. Nos gusta pensar que somos pájaros que parten hacia horizontes más clementes, pero somos muy intolerantes con aquellos que se ven obligados a huir de la guerra, del hambre, de la persecución política o de los efectos devastadores del cambio climático. Nos gusta pensar en el viaje como una fuente de placer del dépaysement o del cambio de aires, al tiempo que rechazamos todo lo que nos recuerde la violencia de las contingencias de la existencia y el hecho de que ningún lugar es definitivamente un refugio.


Porque, según Günter Anders, una cosa es ser emigrante y otra es ser emigrado. ¿Hay quienes están destinados a ser extranjeros en todas partes?


Desgraciadamente, tanto la historia como la situación geopolítica actual nos recuerdan a cada instante hasta qué punto algunos pueblos parecen condenados a ser rechazados constantemente de una tierra a otra. Pero esto no es un caso del destino, es un fracaso político y moral. Un fracaso frente al que no debemos resignarnos. Todo el mundo debería tener el derecho básico a un lugar propio. ¿Qué son los seres humanos, entonces si olvidan su deber de hospitalidad?


¿Cuál sería entonces la importancia de habitar los márgenes, los intersticios? Si todos los lugares son provisionales, entonces nadie está del todo «en su lugar» porque los espacios son múltiples y polimorfos…


Sí, los lugares son temporales. Nunca estamos del todo en nuestro lugar. Los lugares cambian, aunque parezcan seguir siendo los mismos: la forma en que los habitamos, las personas y las energías que los atraviesan al final los modifican. Tal vez haya algo infantil en hurgar en los márgenes y en los intersticios, todos esos lugares donde a nadie se le ocurre venir a buscarnos. Desde ahí podemos mirar lo familiar desde una perspectiva inusual y descubrir que todavía puede desplazarnos, cambiarnos de sitio.

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