"Desmontando a la ciencia". F. Soriguer
DESMONTANDO A LA CIENCIA
Federico J. C-Soriguer Escofet. Médico. Miembro de la Academia
Malagueña de Ciencias
NOTA PRELIMINAR
Publicamos hoy en SINAPSIS los seis capítulos que han ido saliendo mensualmente en el blog de la AMC (https://academiamalaguenaciencias.wordpress.com/), bajo el epígrafe general de DESMONTANDO A LA CIENCIA.
El verbo desmontar tiene varias acepciones, pero en el DRAE una de las primeras es la de “desarmar, desunir, separar las piezas de una cosa”. En los últimos tiempos el verbo desmontar ha comenzado a usarse, también, referido a conceptos, personas o instituciones. Por ejemplo, “desmontando a Andalucía”. En este caso, con la utilización del verbo “desmontar” se nos está avisando de que con el análisis (crítico) del sujeto referido, seguramente, no va a llegar la sangre al río. Esto no implica que el análisis de ese algo no sea formal pero sí que no será severo. Que el “desmontar” a alguien o algo, implica un cierto grado de humor benevolente ante el sujeto analizado. Y esa ha sido nuestra intención al avisar de que intentaremos “DESMONTAR A LA CIENCIA”. Yo espero que el lector capte desde la primera entrega la ironía que encierra el fáustico empeño de desmontar a la ciencia y más aún hacerlo en seis artículos de menos de 1000 palabras. Nuestra intención ha sido mucho más modesta.
Quizás solo la de hacer una reflexión sobre la ciencia en el siglo XXI, desde la experiencia de haber sido durante más 40 años médico de día y científico de noche y la de haber tenido en algún momento algunas responsabilidades en lo que hoy se llama (y el nombre es ya todo un síntoma), “gestor de ciencia”.
En todo caso quede aquí constancia de mi agradecimiento a la Academia Malagueña de Ciencias (AMC) y su presidente el Dr. Fernando Orellana por autorizar que estos artículos aparecidos mensualmente en el blog de la AMC puedan ahora ser publicados conjuntamente y muy especialmente al académico Víctor Díaz del Rio Español, editor del blog que ha hecho posible que todos los sábados los miembros de la Academia, entre sí y con la sociedad, tengamos esta conversación virtual sobre los asuntos que nos preocupan y nos ocupan a los unos y a los otros.
Y, desde luego, mi agradecimiento a mi amigo el Dr. José Herrera Peral por publicarlos, ahora todos juntos, en el blog Sinapsis, del que es editor.
INDICE:
1. Danzad, Danzad, Malditos (1 de 6).
2. Definiendo a la ciencia (2 de 6)
3. La leyenda del método científico (3 de 6)
4. Desmontando a los científicos (4 de 6)
5. La tecnología nos salva la tecnología nos mata (5 de 6)
6. Elogio de la lentitud (6 de 6)(1 de 6)
Danzad, Danzad, Malditos
“Danzad, danzad, malditos” es el título de una película de 1969 en la que su director Sydney Pollack cuenta como en plena época de la Gran Depresión, en medio de un ambiente de terrible miseria, gentes desesperadas, de toda edad y condición, se apuntan a una maratón de baile donde fuerzan los límites de su resistencia física y psíquica con la esperanza de ganar el premio final de 1500 dólares y encontrar, al menos, un sitio donde dormir y comer, mientras una multitud morbosa se divierte contemplando su sufrimiento durante días. Me he acordado de esta película en el momento en que comienzo a escribir esta serie de artículos “Desmontando a la ciencia”. Son las cosas del subconsciente, pues aunque ambientada en USA representa muy bien la parte oscura de la historia que nos ha traído hasta aquí y que tiene que ver, en mi opinión bastante, con la velocidad de crucero que ha tomado el mundo moderno, sobre todo a partir de la “Ilustración”, ese momento luminoso en el que anunciada y certificada “la muerte de Dios”, la humanidad se desprende de la heteronomía que le acompaña desde el comienzo, dando lugar al “renacimiento” de un hombre nuevo y autónomo, medida de todas las cosas, dueño y señor, ahora, de su propio destino.
Un triunfo por el que se proclama “rey del mundo”, propietario de todas las cosas animadas o inanimadas a las que puede usar como los viejos señores feudales, en su propio y único beneficio. A partir de ese momento aumenta la velocidad de crucero, comenzando una carrera alocada en la que compiten dos o tres grandes ideologías, que, aunque diferentes entre sí, tienen como común denominador el sueño del crecimiento perpetuo. Crecer se convirtió en la única consigna y a ello se han supeditado todas las demás aspiraciones, desde la paz, hasta la felicidad y, ahora comenzamos a saber, también, que la propia supervivencia del planeta y con él, como arrastrados por un impulso tanático irresistible, también, la propia supervivencia del hombre.
Porque hoy ya lo sabemos.
El crecimiento perpetuo es imposible, entre otras cosas, porque lo prohíbe la segunda ley, que, por cierto, es una ley humana, bien conocida ya desde que Sadi Carnot la describiera en 1824 y después revisitada en numerosas ocasiones entre otros por Clapeyron, Clausius, Lord Kelvin, Ludwig Boltzmann o Max Planck, todos en el siglo XIX. Una ley que advierte de la irreversibilidad de los fenómenos físicos y del aumento de la entropía (desorden) de los sistemas y de la pérdida de la calidad de la energía. No deja de ser una ironía que, al mismo tiempo que la ciencia proporcionaba una explicación de cómo habían desaparecido las estrellas, también estaba sentando las bases (las leyes físicas son las mismas) que explican la
desaparición del hábitat natural de la especie humana por su empeño fáustico de crecer, crecer, crecer. Cuando Ortega en el primer cuarto del siglo XX definió al hombre como un “centauro ontológico” nadie fue capaz de preconizar los riesgos de este final entrópico que hoy ya pocos niegan.
Y es, precisamente, esa incapacidad de la ciencia para predecir el futuro que ella misma ha contribuido a crear, lo que hoy está sometida a escrutinio.
Porque de todos los “hijos de la ilustración y del humanismo”, la ciencia moderna es, seguramente, el más preciado y el que más ha contribuido a este crecimiento desmesurado (y hoy lo sabemos) en demasiados momentos, irresponsable. Aun hasta el siglo XIX los científicos eran “amateurs” (Cajal comenzó sus estudios en la cocina de su casa), pero bien pronto los Estados vieron la necesidad de institucionalizar la ciencia. Hoy hay millones de científicos por el mundo la mayoría de ellos empleados por los Estados o
asalariados por empresas privadas. En este contexto la “libertad de investigación” consagrada como un derecho, en la mayoría de las ocasiones no es más que pura retórica. El caso de la investigación con fines militares (para los Estados) o industriales (para las empresas) no necesita demasiada argumentación, pero incluso la “libertad de investigación” de la ciencia de las instituciones públicas de los estados democráticos está supeditada por la funcionarización y asalarización de los científicos y por la política de las prioridades institucionales. Y en este contexto no es sorprendente que la ciencia y los científicos hayan estado más atentos a producir conocimiento, a veces solo por puro onanismo intelectual o curricular, que a asimilarlo o a reflexionar sobre las consecuencias del mismo.
Porque la ciencia se ha dedicado en estos dos últimos siglos a generar conocimiento sobre las cosas del mundo, sin dedicar esfuerzo a pensar en la consecuencia y en la utilización que otros harían de ese conocimiento. En el mejor de los casos, a través de su brazo armado la tecnología, el conocimiento científico se convertía bien pronto en productor de cacharros de consumo que han conseguido aumentar el confort de una parte de los ciudadanos del mundo (es decir de las condiciones materiales que proporcionan comodidad) (lo que no es poco), pero no siempre del bienestar de todos (entendido el bienestar como ese estado de satisfacción y sosiego). En otros casos, estos conocimientos científicos han sido empleados para aumentar la capacidad mortífera de las armas, o, más recientemente a satisfacer los objetivos de super-ricos adolescentizados que sueñan con ir a Marte o con la inmortalidad.
Pero siempre a costa de esquilmar los recursos naturales. Y es esta relación no siempre lineal ente confort y bienestar, hoy ya en muchas ocasiones claramente antagónica, la que desconcierta a buena parte de los científicos y se podría decir que a toda la clase política. Es posible que en la época de Ortega la pregunta ¿para qué sirve la ciencia?, solo pudiera ser respondida en una sola dirección. Pero la ciencia tiene ya la suficiente historia como para poder responderla Y es de esto de lo que seguiremos hablando en los artículos siguientes. La ciencia ya no es lo que era porque la ciencia tiene ya historia. La suficiente como para que los científicos actuales no sigan presumiendo de la neutralidad de la ciencia. La ciencia no está, no puede estar exenta de valores ni puede ser una forma de conocimiento irresponsable pues hoy, mal que le pese a algunos científicos que viven todavía encerrados en su torre de marfil, todas las ciencias son ciencias del hombre y todas las ciencias son ciencias aplicadas.
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Definiendo a la ciencia
Hace unos años publiqué un libro (“Si don Santiago levantara la cabeza.
La lógica científica contada en 101 historia nada científicas”), en el que además de rendir un homenaje a Cajal me permitía, con humor, hablar de cosa tan seria como la ciencia. En uno de los capítulos intenté definirla y, tras minuciosa búsqueda, me encontré con un número enorme de explicaciones. Reseño aquí algunas: “La ciencia no ha sido otra cosa que el tiempo que le llevó al ser parlante hacer coincidir la estructura significante con las exigencias de la pulsión”. “El conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales (RAE)”. “Lo que los científicos dicen que es. Eso es la ciencia”. “La madre de la técnica”. Y así, hasta varias decenas de definiciones, algunas peregrinas, otras muy formales, algunas descacharrantes e incluso psicoanalíticamente incomprensibles.
Desbordado por la abundancia de referencias, llegué a la conclusión de que dedicar un capítulo a las definiciones no parece una buena idea a no ser que se tenga un especial desafecto a las buenas ideas. Parecía preferible renunciar a tan fáustico empeño a no ser que uno se conforme con definiciones como que un sepulturero, es “aquella persona que se gana la vida cuando los demás la pierden”. Mejor dejarlo. Definir no es nada fácil. Además, con la ciencia pasa como cuando los profesores intentan explicar a los alumnos que
es eso de lo normal. “Profesor todo el mundo sabe lo que es lo normal hasta que usted se empeña en explicarlo”, anécdota que me ocurrió personalmente y que, parecidas, me han contado para otras disciplinas. En todo caso la mayor parte de las definiciones serias de la ciencia, remiten al método científico.
Así epistemólogos como Fayareband y todos los de la CTS (estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad), pero también la propia Wikipedia, a la
pregunta de ¿quién es un científico? contesta: “Un científico, en sentido amplio, es aquella persona que practica la investigación científica. En un sentido más restringido, un científico es “un individuo que utiliza el método científico”. Un científico es aquel individuo que utiliza el método científico y el método científico es aquel que utilizan los científicos. Mi profesor de lengua y literatura en bachillerato me enseñó que a esto se le llama tautología. Definitivamente, definir no es fácil.
En aquella taxonomía de definiciones, arriba reseñada, sobre qué cosa es la ciencia y quienes son los científicos, encontré de todo tipo como esta de que “la ciencia es la única pasión fría”, o. “la forma de conocimiento que se elabora con la menor cantidad de ideología” que habíamos leído en algunos de los interminables aforismos de Jorge Wagemberg sobre la ciencia. Definiciones que no son más que variantes de ese miedo que la lógica ha tenido del sujeto en su búsqueda sin término (Popper) de la verdad y de la objetividad. Un sujeto al que se le supone frívolo, inconstante e incapaz de decir o hacer nada serio.
Como decía Bergamín: “si fuera un objeto sería objetivo, pero como soy un sujeto soy subjetivo”. Otras, son definiciones tan formales que no se puede ni bromear con ellas, pues ¿qué añadir a alguien que define la ciencia como: “un conocimiento sistemático, logrado mediante un método basado en la observación, la experimentación y la formulación de teorías, siendo esencial para su avance el logro de una evidencia intersubjetiva comunicable en un
lenguaje apropiado según la disciplina de que se trate”. Nada se puede añadir, quitar ni poner a esta definición. ¡Es tan formal¡ Ante ella los sujetos, los intrusos, solo podemos cambiar de conversación. Es lo que debieron hacer quienes escribieron la llamada guía de Handy para la ciencia moderna en la que definen a las diferentes ciencias así: “Si es verde o repta, es Biología. Si huele mal, es Química. Si no funciona, es Física. Si no se entiende es Matemáticas. Si no tiene sentido, es Economía o Psicología”.
Pero, disculpen la frivolidad, especialmente aquellos que se toman en serio las definiciones. Porque probablemente no sea tan importante el poder definir la ciencia, como el saber qué podemos hacer con ella, cómo gestionarla, cómo domeñarla y sobre todo cómo podemos distinguirla de otras formas de conocimiento cuyos practicantes llaman también ciencia. Un asunto, este de la demarcación, cada vez más difícil, especialmente ahora cuando la idea de un
método científico, inequívoco, sobre el que se levanta toda la gran construcción de la ciencia moderna, se está desmoronando como un azucarillo o por utilizar una metáfora más visual como una Venecia que se hunde bajo su propio peso.
Pero de la leyenda del método científico hablaremos en los siguientes apartados.
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La leyenda del método científico
A lo largo de mi vida activa (laboral) como “médico de día y científico de noche” he pasado por numerosos “sarampiones” y uno de ellos fue el epistemológico.
Aún era joven o quizás podríamos decir que aún era demasiado joven, cuando al final de la conferencia de un reputado científico ya entrado en años, levanté la mano y pregunté si en sus trabajos había seguido el método inductivo, el deductivo, el abductivo o el hipotético-deductivo. Me miró con displicencia, me agradeció cortésmente la pregunta y me dijo que la próxima vez que nos viéramos me contestaría pues él no se había parado a pensar en tales cosas.
Lo vi poco después, me echó el brazo por el hombro y me dijo: Querido Federico, “esto del método científico es una cosa de los jubilados y yo aún no lo estoy”. ¿Llevaba razón mi viejo amigo? Desde luego era aquella la época en donde, al menos en el sistema sanitario público, estaba emergiendo la investigación científica y no había hospital o centro de salud, en el que no hubiera contratado un “metodólogo” que intentaba enseñarnos cómo se investiga y qué cosa es el método científico. No tardaron mucho aquellos metodólogos en convertirse en “castradores” profesionales de ideas no convencionales y en maestrillos de cómo se consiguen recursos públicos o privados, aplicando el llamado protocolo de Feisntein (Alvan R. Feinstein,) un metodólogo americano que introdujo el término clinimetría en la década de 1980, convertido en el estándar para la redacción de proyectos que difícilmente eran financiados si no se presentaban con el modelo oficial de la investigación biomédica.
Unos años después, quizás yo ya tenía entonces la edad de aquel científico al que tan fatuamente interpelé y en una reunión de “gestores del conocimiento” pregunté si ahora se hacía más y mejor investigación que antes de aquel desembarco de metodólogos. No, no lo habían evaluado, entre otras cosas porque la respuesta era, no. Pero, ¿es que acaso se podía esperar otra cosa?
Ya lo dejó dicho Cajal en el siglo XIX, cuando publicó sus “Reglas y Consejos…”. “No se enseña bien sino lo que se hace y quien no investiga no enseña a investigar” y que “(…) los tratadistas de métodos lógicos me causan la misma impresión que me produciría un orador que pretendiera acrecentar su elocuencia mediante el estudio de los centros del lenguaje”. Los hortelanos de la Cuenca del Mediterráneo suelen decir que “para regar no hace falta agua lo
que hace falta es animus regandis”. Así también para la investigación científica, pues no deberíamos olvidar que la ciencia, cualquiera cosa que sea eso, se hace, como se suele decir, con algo que hay debajo del sombrero a lo que habría que añadir la constancia, esa inteligencia de los pobres que la llamaba Cajal.
Porque lo mejor que se puede decir es que el método, ese “Petrus” sobre el que se ha sostenido todo el gigantesco edificio de la ciencia moderna, no es
más que una “leyenda”, que como todas las leyendas han sido muy útiles, hasta que dejan de serlo. El abajo firmante no es competente para disquisiciones de mayor altura ni esta serie de artículos tienen más pretensión que la de ser una conversación con los amigos, así que remito al lector a los textos de Antonio Diéguez, por ejemplo, el publicado en El Confidencial: “¿Existe 'El Método Científico'? Filosofía y ciencia en el siglo XXI”, que se puede bajar de internet, y en el que ya en el primer párrafo enuncia: “Entre los filósofos de la ciencia es ya cosa bien establecida que El Método Científico, así con mayúsculas y en singular, no existe”, citando en su apoyo a filósofos de la ciencia como Paul Feyerabend y, sobre todo a Philip Kitcher. El método que ha obsesionado a los grandes epistemólogos del siglo XIX y buena parte del XX ha dejado de interesar a los filósofos, pero no parece que el edificio de la ciencia se haya derrumbado por ello.
Hoy no hay un método sino tantos como disciplinas y casi me atrevería a decir que tantos como buenos científicos, esos que son capaces de cambiar el paradigma. De alguna manera, el método estándar, el viejo método científico, “la leyenda” si acaso, habría quedado reservado solo (y no es poco) para los investigadores que se conforman (o solo son capaces) de hacer ciencia normal (utilizando la terminología de Thomas Kuhn). De hecho, la imagen popular de
la ciencia, principalmente de las ciencias naturales y biomédicas todavía se basa en gran medida en esa leyenda. Un método unívoco practicado por unos científicos "nobles y vocacionales" que descubren la naturaleza y la verdad mediante la aplicación rigurosa de este "método científico” que ha conducido a los abrumadores éxitos técnicos, teóricos y prácticos de las ciencias naturales.
Un método que contribuye a mantener la fantasía de una neutralidad de la ciencia y de una investigación libre de valores e independiente de la interferencia de cualquier poder dentro y fuera de la academia. Un método que, por su rigorismo, excluía a las ciencias sociales y humanidades que, no por casualidad, hasta 1958 no se consideraron científicas y ni siquiera disciplinas por la Fundación Nacional de Ciencias (“National Science Foundation”) en los EE.UU. Definitivamente el mundo ha cambiado, la ciencia ha cambiado y el método científico tal como se había contado hasta muy recientemente ha desaparecido o está desapareciendo, aplastado por el enorme peso de ese gigantesco edificio en el que se ha convertido las ciencias modernas. Y es este plural (las ciencias), precisamente, su mejor epitafio.
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Desmontando a los científicos
De manera continuada a lo largo de las últimas décadas los científicos, los médicos y los militares han copado los primeros puestos del ranking de profesiones mejor valoradas, pero cuando el mismo CIS pregunta sobre elnombre de alguno de los más importantes científicos españoles se suele escuchar un sospechoso “cri, cri, cri”. Da la impresión que sobre este tema los españoles hablan de oídas. Y ya vamos tarde.
Hoy, cuando hablamos de “los científicos”, ¿de quienes hablamos en realidad?
Sí, los científicos siguen teniendo nombre y apellidos, pero es imposible identificarlos adecuadamente si no son enmarcados en el hábitat en el que desarrollan su trabajo. Porque la ciencia moderna ha dejado de ser un asunto personal, de unos robinsones aislados en sus laboratorios gritando eureka, para convertirse en un proyecto colectivo que hace que los (grandes) proyectos científicos salgan adelante. Hoy, en cualquier proyecto científico que se precie intervienen planificadores, gestores o administradores de conocimiento (que no deberían nunca de olvidar la ley de Haddow: “la labor del administrador es recabar dinero y la del científico gastarlo”), gestores de proyectos, matemáticos, metodólogos, técnicos, tecnólogos, investigadores, científicos, además, de una nube que flota alrededor de bioeticistas, epistemólogos, divulgadores de ciencia, mecenas, mercaderes, y de vez en cuando algún sabio.
Y en este totum revolotum al menos hay que distinguir entre investigadores y científicos, pues de los primeros hay cientos de miles que trabajan en los departamentos de ciencia que aplican el método científico estándar, el mismo por cierto que aplica un mecánico cuando llevas un coche a reparar, pero que podrían trabajar en una fábrica de “cocaloca”. Pero de los segundos (los científicos) hay menos.
Un científico o científica es un señor o una señora que dice hacer ciencia y que dice de sí mismo que es un científico, porque por lo general los científicos tienen de sí mismos una alta estima, que es la estima que se ha transmitido a la sociedad. En su librito “Consejos a un joven científico”, Medawar, dice que hay dos tipos (estereotipos) de científicos igualmente increíbles. Uno sería el “científico de vida edificante”, ese hombre de expresión concentrada y resuelta, que desatendiendo todo bienestar personal o recompensas materiales encuentra en la búsqueda de la verdad un completo alimento espiritual e intelectual. El otro “el científico canalla o los científicos perversos”, personajes muy bien representados en las historias “góticas” de la ciencia ficción, personajes de gran éxito literario y, por tanto, muy creíbles.
Pero no hay que ir tan lejos. Las grandes preguntas de la existencia humana no tienen respuesta científica, aunque la ilimitada soberbia de algunos científicos crea que sí, especialmente aquellos que navegan en la frontera entre la ciencia y la tecnología. El hábitat preferido por esta especie es Silicon Valley y el entorno de la NASA. Allí habitan los “solucionistas” y “los singularistas”. Los que creen que tienen una solución para todas las desagradables pegas de la humanidad, que pueden acabar con la incoherencia humana que es, dicho sea de paso, la que hace al hombre imprevisible y contradictorio, capaz de impedir que el ser humano se convierta en un ideólogo doctrinario, según dejó escrito ya en 1964 Leszek Kolakowski en su indispensable “Elogio de la Incoherencia”.
La historia de la ciencia está llena de personas ejemplares, pero también de cainitas y abelinitas capaces de realizar los mayores desatinos por conseguir la primacía o el reconocimiento. Ocurrió en los albores de la ciencia moderna entre Leibniz y Newton por el descubrimiento del cálculo infinitesimal, entre
Pasteur y Koch reclamando el descubrimiento del “bacillus anthracis”, o la llamada “guerra de los huesos” propia de una película del far west en Colorado, Nebraska y Wyoming, entre Drinker Cope y Charles Marsh, padres de la paleontología moderna, o ya en siglo XX a un Watson y Crick utilizando en beneficio propio los datos cristalográficos de Rosalin Franklin, silenciando sus aportaciones y excluyéndola del Nobel, o a Robert Gallo y Luc Montgnier con
su disputa sobre el descubrimiento del VIH como causa del SIDA.
A pesar de todos estos hechos el mundo de la ciencia ha tenido y tiene de sí mismo un alto aprecio. Según cuenta Javier Echeverría, y lo cuenta muy bien, la ciencia constituida como institución a lo largo del siglo XVII se fue impregnando ya desde el principio del ethos puritano de la época, siguiendo las sugerencias de Max Weber en el surgimiento del capitalismo. Una idea ya recogida por Merton a la hora de resumir los valores de la ciencia en los famosos CUDEOS: “Comunitarismo; Universalismo; Desinterés; Escepticismo
organizado”, a lo que más tarde añadiría la Humildad.
Me acuerdo en este momento de una historia ejemplar atribuida a Paulow, el científico ruso: en octubre de 1917, un ayudante llegó tarde al laboratorio.
Interrogado por Paulow por los motivos de la tardanza, el joven ayudante, muy excitado, le explica, que ¡ha estallado la revolución! A lo que Paulow, impertérrito le contesta: “¡Que importa la revolución si hay trabajo en el laboratorio!” Una ciencia ideal y un científico ideal que, si bien probablemente nunca existió, obligaba a la ciencia y a los científicos a guardar las formas. Dejo al lector la tarea de decidir si es hoy posible encontrar a algún científico mertoniano o mejor si tiene sentido seguir exigiendo a los científicos una ética mertoniana.
¿Son los científicos responsables del conocimiento que producen? ¿Hasta dónde llega la responsabilidad de los científicos? ¿Podemos seguir afirmado que la ciencia es (solo) esa cosa que hacen los científicos? Cuando hablamos de la ética de la investigación ¿deberíamos separar la ética de los científicos de la ética de la ciencia? Porque, en última instancia lo que estamos planteando en esta serie de breves artículos es, precisamente, si es posible seguir
concibiendo una ciencia neutral, libre de valores, axiológicamente angelical o, si, por el contrario, no se puede separar la generación de conocimiento por los científicos (o por los establecimientos científicos), de la manera en que este conocimiento pueda ser utilizado por la tecno-ciencia. Cuestiones que abordaremos en los próximos capítulos.
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La tecnología nos salva la tecnología nos mata
“Yo bebo poco, pero cuando bebo me convierto en otra persona que bebe mucho”. Este chiste habla con un cierto humor negro del desdoblamiento de personalidad en el que muchos, ahora aquí hablo de muchos científicos, viven.
Como ciudadanos saben que parte de los problemas de nuestro tiempo son debidos al crecimiento extraordinario del conocimiento y de la tecnología, pero cuando se ponen la bata de científicos son incapaces de parar. Y esto es así por muchas razones, pero no es la menor el hecho de que hoy la mayoría de los científicos no lo sean propiamente, no al menos tal como los científicos aparecían hasta hace no demasiado, sino investigadores, (en ciencia) tal como
un mecánico lo es en la reparación de averías de un coche.
En cierto modo ya lo advertía Ortega hace muchos años. Para Ortega la vida es un caos, una selva, una confusión en la que el hombre se pierde. Un naufragio del que la única manera de salir es mediante la construcción de un sistema de ideas claras y firmes sobre el Universo, sobre lo que son las cosas y el mundo. “Nuestros actos siguen a los pensamientos como la rueda del carro sigue a la pezuña del buey” (dice Ortega citando un proverbio indio). Es en este sentido que “somos nuestras ideas”. Y es a este conjunto de ideas más o menos sistematizadas a lo que se puede llamar propiamente cultura. Y para Ortega este cuaderno de bitácora no lo proporciona solo la ciencia. “La ciencia no es cultura”, llega a decir. En realidad, lo que quiere decir Ortega es que, siendo la ciencia imprescindible, la ciencia sola no proporciona los instrumentos para gestionar bien la vida propia y la de los otros. Un buen científico puede ser “un sabio” en su disciplina, pero no será un hombre culto si carece del sistema vital de ideas que corresponde a su tiempo. Ortega cita de nuevo una conversación de Chuang Tse un pensador chino del siglo IV antes de Cristo, con personajes simbólicos: ¿Cómo podré hablar del mar con la rana si no ha salido nunca de la charca? ¿Cómo podré hablar del hielo con el pájaro de estío si está retenido en su estación? ¿Cómo podré hablar con el sabio de la Vida si está prisionero de su doctrina? En la primera entrega de esta serie, llegábamos a la conclusión de que si queremos tener algún futuro hay que “desacelerar” el futuro”. Hay que parar para pensar a dónde queremos ir. Hoy hay tal cantidad de conocimiento desaprovechado o mal aprovechado que seguir acumulando información carece de sentido. Lo dijo mejor T.S. Elliot en su poema: “El primer coro de la roca”: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?/¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?/¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?”... Parecería como si la ciencia y los científicos estuviesen aquejados del síndrome de Diógenes, aunque en vez de acumular basura se acumula información perfectamente prescindible.Cuando en los foros pertinentes se habla de cómo se podría detener el calentamiento global y el deterioro del medio ambiente hay una cierta unanimidad en que lo que está ocurriendo es consecuencia de la velocidad con la que se está interviniendo en la naturaleza, consumiendo los recursos gracias a las crecientes capacidades tecnológicas. De hecho, ya consumimos más recursos naturales de los que la naturaleza puede reciclar y devolver. Frente a este reto gigantesco hay también una cierta unanimidad de que la solución pasa por más ciencia y más y mejor conocimiento de manera que se desarrollen tecnologías que permitan mitigar o hacer retroceder el calentamiento global y la degradación del medio ambiente. Es esta una solución sorprendente y sobre todo ingenua. Supone la creencia de que los mismos agentes (la ciencia y la tecnología) que nos han traído hasta aquí son también los que nos salvarán.
Hoy hay suficiente evidencia histórica como para saber que por cada problema que la ciencia y la tecnología resuelven, crean otros nuevos, en un círculo nada virtuoso que nos hace correr como el galgo tras la falsa liebre. Otros, los más optimistas, siguen creyendo que es posible separar la ciencia que generaría el conocimiento de la técnica o tecnología y que será posible generar un conocimiento capaz de transformarse en una tecnología obediente a las buenas intenciones de los científicos. Ojalá fuese así, pero no todos los científicos tienen buenas intenciones (¡son humanos ¡) y, además, se ha demostrado imposible evitar que una vez el genio (tecnológico) es liberado de la lámpara sea utilizado por fuerzas (el mercado y los estados) mucho más poderosas que las de los científicos por muy bienintencionados que estén. Pero quizás se entienda mejor con esta historia de Russel y Polayni. En enero de 1945, la BBC entrevistó a Bertrand Russel (filósofo, matemático, Premio Nobel de Literatura en 1950) y a Michel Polany (Físico, economista, filósofo y fundador de la “sociedad para la libertad de las ciencias”. En el curso de la entrevista un oyente preguntó sobre qué tipo de uso cabría esperar de la física cuántica. Las respuestas de ambos debieron ser vagas, porque en 1962, Polany al revisitar esta entrevista hizo el siguiente reconocimiento: Russell y yo deberíamos haberlo hecho mejor al prever estas aplicaciones de la relatividad en enero de 1945 (la explosión de Hiroshima tuvo lugar el 6 de agosto de 1945, siete meses después de la entrevista de la BBC). Sí. Russel y Polany debieron ser más contundentes a la hora de prever las consecuencias del uso de la energía nuclear.
La otra conclusión en la que también coinciden todos los expertos es que hay que conseguir cambiar los hábitos de la población. Naturalmente los hábitos de la población no cambian fácilmente o no cambian espontáneamente al menos a corto plazo. Porque en este caso los cambios suponen privarse de muchos espacios de confort a los que la tecnología nos ha acostumbrado y comenzar a descubrir el bienestar en objetos menos tangibles. Y esto no es fácil de conseguir porque implica que hay que desacelerar la velocidad de crucero. En cierto modo recuperar el valor de la lentitud y es sobre este objetivo, que ahora se adivina imposible, de lo que hablaremos en la próxima y última entrega.
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Elogio de la lentitud.
En las entregas anteriores hemos hablado de cómo la aceleración de la vida humana, -sobre todo a partir de la Ilustración y de la revolución científica e industrial-, que tanto ha contribuido al confort de una parte de los humanos (no de todos), es la que está generando los grandes problemas actuales, algunos de los cuales, como los derivados del uso impropio de la energía atómica, de la biología molecular y biosintética, de la IA, o el cambio climático, están poniendo en riesgo la propia supervivencia de la especie.
Comentábamos también que la ciencia y los científicos son bien conscientes de ello, pero las soluciones que se proponen están dirigidas a la búsqueda de nuevos conocimientos y más y mejor tecnología. Y es aquí donde se nos plantean algunas dudas. Porque, si son la aceleración del conocimiento y de la técnica los causantes de estos riesgos, difícilmente será el aumento de esta aceleración, aunque sea “bien intencionada”, la solución. Parece más razonable pensar que las soluciones vendrán por la desaceleración del conocimiento mismo y, desde luego, de la tecnología. Por la desaceleración, en fin, del futuro.
Frente a la atolondrada velocidad a la que navegamos, solo la lentitud como proyecto vital puede ser la alternativa. Aunque algunos los confundan, progreso no es igual a rapidez. Marañón decía que la velocidad puede ser una cosa buena pero que tiene en la prisa su principal enemigo. Es la prisa la que nos mata. Los que así piensan, lo que proponen no es el “regreso” sino la desaceleración en nombre del valor estético (y probablemente ético) de la lentitud. La lentitud como virtud no como un defecto, tal como demasiados la ven hoy.
La lentitud no es inmovilismo es dar tiempo al tiempo, como decían los antiguos.
Es pensar lo que se va a hacer. Pensar las cosas dos veces, antes de actuar, como también nos decían nuestros abuelos. No es nada nuevo. Richard Sennet el gran pragmatista norteamericano en “El Artesano” deja una consigna que da que pensar: “Hacer es pensar”. Es algo parecido a lo que había dejado escrito en la pizarra en 1988, el físico Richard Feynman, poco antes de morir de cáncer.
“Lo que no puedo crear, no lo entiendo”. No hay conocimiento sin acción. No hay ciencia que no sea aplicada, decimos ahora, sin cambiar de tema. El pensamiento no delinque, pero no todo lo que el hombre puede imaginar lo tienen por qué llevar a cabo. No es nada nuevo. Lo dijeron los romanos y antes los griegos (festina lente: apresúrate despacio). Lo recuerda el refranero español: “vístete despacio que llevo prisa”. Lo contó Milan Kundera en “la Lentitud” una crítica descarnada del descontrol ético de un mundo que corre a toda velocidad sin saber hacia dónde. Lo practicó Cajal cuando dio en su vida y en su obra más importancia a la constancia que a la inteligencia o a la prisa. Lo precisó Italo Calvino cuando en sus “Seis propuestas para el próximo milenio”, incluyó la velocidad como una de ellas, pero acompañada de la levedad, la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad y la consistencia.
Lo reclama ese movimiento que como una mancha de aceite se va extendiendo por el mundo y que de forma muy expresiva se llama “slow life” (literalmente “vida lenta”) una corriente o movimiento cultural internacional que promueve un estilo de vida desacelerado donde se priorizan aspectos fundamentales cotidianos, como el descanso, la comunicación, la alimentación, el aquí y el ahora y las relaciones personales. Un movimiento que se originó a finales de los 80 en Italia, cuando el sociólogo Carlo Petrini se rebeló ante la apertura de un MacDonald’s en Roma y fundó el movimiento “slow food” (comida lenta), que propone una vuelta a los valores tradicionales de la gastronomía, pero que luego se ha extendido a otros muchos ordenes de la vida, como el trabajo, el turismo, la educación, el sexo y la moda, aunque desgraciadamente no parece haber llegado al mundo de la ciencia ni de la tecnología.
Lo proponía Walter Benjamin al recuperar la figura del “flaneur”. Lo predicaba el desaparecido y añorado, Nuccio Ordine, cuando magistralmente nos hablaba de la “Utilidad de lo Inútil” y, también, el filósofo de moda Byung-Chul Han, quien en un libro reciente de elocuente título “Vida contemplativa”, denuncia cómo el capitalismo transforma incluso la fiesta en mercancía, en donde la obligación de actuar y, aún más, la aceleración de la vida, se está revelando como un eficaz medio de dominación. Y aquí estamos, dice Byung-Chul Han, en este momento que algunos llaman ya el Antropoceno, ese momento histórico en el que la naturaleza comienza a ser absorbida y explotada por la acción humana. Porque la lentitud es la que ha garantizado la supervivencia de la vida en la tierra. Una vida que ha necesitado millones de años para llegar hasta ese momento en el que con la aparición del hombre la vida toma conciencia del tiempo. Unos hombres que todavía, siendo ya Sapiens, a lo largo de centenares de miles de años no modificaron ni utilizaron la tierra más que lo que hoy lo pueden hacer los primates superiores, nuestros ancestros de los que nos separamos hace 7 u 8 millones de años.
Pero pocos creen en esta alternativa. Más y mejor ciencia, más y mejor tecnología, más y mejor gestión de la ciencia y de la tecnología, esperando que lo que no ha ocurrido hasta ahora, ahora ocurra, sin más razones que las de la creencia de que esto puede ser posible y la esperanza de que tiene que ser posible. No parecen apoyos suficientes. Puestos a creer y a esperar, quizás las soluciones aparezcan cuando consigamos cambiar el modelo de producción y el modelo de sociedad. Pero no lo hará una sociedad basada en la violencia y en la creencia de que la Tierra nos pertenece. No sé cuál es ni cuál puede ser esa sociedad, pero tal vez, solo tal vez, pueda ser en una futura sociedad en la que los viejos y las mujeres tomen el relevo, pues para los primeros la lentitud no es un defecto sino una propiedad asociada a la experiencia y para las mujeres, la lentitud es consustancial a esa vivencia única como es la de la encarnación de la vida en su propio cuerpo. Ese momento sagrado en que del interior del vientre de una mujer renace la esperanza.
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