Artículos Recomendados (S. Di Marco; W. Gallardo; F. Soriguer)

 Recomiendo la lectura de estos diferentes pero interesantes artículos que desde distintas miradas repasan nuestra realidad.


MIRADAS QUE NOS UNEN


Salvador Di Marco *



Salvando lógicas brechas generacionales entre Baby Boomers, Generación X e Y,  y Generación Z,  Lightyear, la película de animación de Disney, año 2022, vino a mi memoria, casi espontáneamente, cuando durante un viaje me llegó esta imagen fotográfica donde se ve como algo innegable aquella confrontación entre la interioridad del homo sapiens y la inmensidad del espacio-tiempo. Aquí podríamos ver de manera interpretativa la interioridad genuina de la mente de un niño, aún pura e insobornable, maravillada ante la inmensidad del espectáculo de todo un futuro. Lo que tendrá que aprender por medio de sus ojos. 


En la narrativa de Lightyear (Año Luz), el legendario Guardián Espacial Buzz queda abandonado en un planeta plagado de crueldades a millones de años luz. La película sigue por el camino de un riesgoso viaje de Buzz de regreso a la Tierra a través del espacio y del tiempo junto a su tripulación y a su encantador gato robot (Sox), ese de los fascinantes ojos azules. No me pregunten por qué me surgió a la mente relacionar esta película con la fotografía de este niño de apenas 15 meses, quizás, tal vez, los ojos de Sox y ese viaje que le espera recorrer y cruzar el espacio y el tiempo hasta llegar a su destino.  La mirada de un bebé no importa el color de su piel o su raza, algo aparentemente tan simple para algunos, tiene mucho para concedernos, y casi siempre algo nuevo también. Veamos.

 

Hay mucho que admirar en la mirada de un niño. Esa mirada ¿acaso es emocional? ¿o mera curiosidad? ¿O nos está reflejando un cúmulo de sentimientos de la persona? Parece como que de esa mirada brotara una copiosa información en trillones de bits sobre y desde su remoto antepasado genealógico como diciéndonos “al fin este soy yo”. Único. Irrepetible. Futuro motor de actuales generaciones, a la espera de mensajes nobles e importantes de quienes preceden mi salto a la existencia. Esta clase de contacto visual también nos dice en clave que el contacto lanzado es potente. Contacto visceral y enérgico al fin, con una sonrisa empequeñecida por necesidad. Contacto como acción. Esta clase de contacto visual implica todo un proceso de obtención de información en curso y sin derivas, sin desviación al nominal. Función incipiente también de una elevada racionalidad en gestación permanente. Esa mirada es solo un pequeño instante de su presente como individuo. Un ensamble perfecto entre un adecuado desarrollo cerebral, emocional y social del niño pequeño y a través de sus pupilas, como si fueran avenidas de doble mano, en retroalimentación constante. Un mírame que te estoy mirando.

 

Mirada de niño pequeño.  Mirada disparada al infinito. Cargada de mensajes en clave viajando dentro de ese cilindro oscuro y en navegación también hacia nosotros, meros observadores circunstanciales. Mensajes sobre su existencia y la nuestra, quizás en comparación, dentro de lo imaginable, a los de la sonda Voyager 1 con su disco de oro en curso permanente y actualmente en la oscuridad del espacio interestelar enviando señales.

 

El espacio-tiempo. La interioridad cerebral. Pupilas de ojos azules o del color que sea. La mirada que llama a nuestra puerta y nos conecta sin soltarnos…

 

¿Y nuestras miradas? Animémonos a intentar mirar al infinito, y por qué no al más allá.

 

                                                    Dedicado a Jeremías

 

* Médico. Tucumán. Argentina


                                          ***


La vida en un obituario




Por Walter Gallardo

(Publicado en La Gaceta. Tucumán)

Una buena parte del trabajo periodístico consiste, sin duda, en estar atento a los hechos imprevisibles. Y aunque la muerte también es uno de ellos, a la sección de obituarios no la debe tomar del todo desprevenida. Un escritor de necrológicas es, ante todo y aunque parezca un sarcasmo, alguien con una aguda perspectiva de futuro y un disciplinado sentido de la anticipación.

Así, los obituarios de personas renombradas -no confundir con personas buenas- o con una historia relevante en algún ámbito se escriben mucho antes de su muerte. Incluso puede suceder que quien escriba el texto se marche antes de este mundo, como ocurrió con Mel Gussow, firmante del obituario de Elizabeth Taylor en The New York Times: fallecería seis años antes que la actriz. Cuando tocó publicarlo, el diario se encargaría de explicar los detalles. Lo mismo pasaría con el actor Bob Hope: murió a los cien años y tuvo ocasión de acudir, muchos meses antes, al funeral del redactor de su necrológica, el crítico de cine Vincent Canby.

En la película “Closer”, Jude Law interpreta a un escritor frustrado que trabaja como redactor de obituarios. Describe su espacio como “la Siberia del periodismo”, el lugar donde sólo se va a parar por un castigo o por la falta de talento. Pero quizás no es más que una hipérbole cinematográfica. En particular, los periódicos de habla inglesa hace mucho, tanto como 400 años, que consideran las necrológicas casi un género literario, una forma elevada del oficio, que requiere de profesionales especializados en retratar a los muertos o futuros muertos (si es posible pensar que esa condición es más propia de unos que de otros) con un lenguaje exquisito y un estilo alejado del elogio fácil o la indulgencia. Aun más: en ocasiones se redacta la pieza en colaboración con el protagonista y se consulta a sus allegados para corroborar datos. Una suerte de última conversación en el andén.

“Cuando la muerte y la vida se juntan en la forma de un elaborado obituario, demuestran la potencia y la fascinación de un antiguo arte periodístico”, escribe Nigel Starck en su libro Life after death. Y tiene razón. En definitiva, son piezas que no tratan de la muerte sino de la vida que se ha tenido.

De esto sabe mucho Damian Arnold, el editor de obituarios desde hace quince años en The Times. Su dedicación es exclusiva. “Lo primero que hago al despertar es averiguar quién ha muerto”. Esto implica revisar las noticias de las distintas agencias, de otros periódicos y de WikiDeaths que cuenta con la ayuda de un preciso localizador por ciudad, provincia o, si se prefiere, por país. Lo siguiente es hacer una selección. Escribe alrededor de tres obituarios a la semana: el más extenso se lleva el privilegio de unas 2.000 palabras. Con humor, algún medio aseguró: “Si te mueres, Arnold lo sabrá”. Mientras tanto, su equipo nunca descansa: almacena y edita con regularidad alrededor de 7.000 necrológicas, todas ellas listas para ser activadas con un simple golpe de tecla.

A pesar de la esmerada entrega que demanda, la tarea tiene también sus contratiempos. Uno de ellos es que coincidan dos circunstancias: que la muerte se produzca a horas inconvenientes para los tiempos de un periódico y que, además, no haya un borrador en archivo. Si esto sucede a punto del cierre de la edición, la necrológica puede sufrir en calidad. Lo ideal, dice Arnold, como si se pudiera elegir, es que el protagonista del obituario vaya dando señales de su inminente partida o si ésta llega repentinamente, que sea durante la mañana. Como ejemplo de un día en apuros, menciona al legendario jugador de cricket Shane Warne. Murió de un infarto a los 52 años, avanzada la tarde de un día de marzo. No había nada preparado. ¿Qué hizo? “En realidad, tuve suerte -confiesa Arnold-. Mi gran afición a este deporte me permitió terminar un texto decente antes de las 6”.

Del otro lado del Atlántico, fue altamente valorada la colección de obituarios de Alden Whitman, jefe de esa sección en The New York Times entre 1964 y 1976. Era conocido como “El ángel de la muerte”. Pese a ello, una llamada suya significaba un buen sitio en la posteridad. Viajó alrededor del mundo para entrevistar a prominentes y potenciales candidatos. Su colección, casi biografías en miniatura, incluían figuras notables: Pablo Picasso, Vladimir Nabokov, Charles Chaplin o Graham Greene. En conversación con Gay Talese, Whitman dijo seguir una sola regla: “Somos nosotros quienes llamamos; no aceptamos llamadas ni sugerencias”. Tal vez por ese motivo, algún día el ex presidente Harry Truman le abriría la puerta de su casa con resignación: “Ya sé por qué estás aquí y quiero ayudarte en todo lo que pueda”.

No obstante, muchos insisten por su cuenta en ser objeto de una necrológica. Anthony Howard, otro destacado escritor de obituarios, confesó que siempre lo había sorprendido el número de personas que se acercan a los periódicos para entregar una laudatoria autobiografía. En un ataque de candidez o de tardía soberbia, incluyen en ellas frases como “era un hombre de inusual encanto” o “sus talentos nunca recibieron el reconocimiento que merecían”.

En cualquier caso, y como se comprenderá, todo debe acabar de una sola manera para esperar un lugar en esas páginas. Con algo de fortuna, si es que cabe aquí la palabra, seremos uno de los pocos elegidos entre las 150.000 personas que se despiden cada día de este planeta. Y aun cuando esto pudiera ocurrir, nada nos garantiza que hablen bien de uno. Pero ese es otro tema, quizás para una segunda parte de esta nota.

© LA GACETA

Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.

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Elogio de la conversación

 

Desde luego una buena conversación es siempre un acto de amistad. O en todo caso un acto amistoso


https://www.diariosur.es/opinion/elogio-conversacion-20240420000603-nt.html


Federico Soriguer

 

Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias



                                               Tertulia de F. Pessoa y otros escritores y amigos

Si bien se mira, la historia de la humanidad no es más que el resultado de una larga conversación que mil veces interrumpida, mil veces ha sido retomada hasta llegar aquí. Pero hoy me conformo con lo que se llamaría una tertulia entre amigos, si no estuviese tan desprestigiado el término por el abuso que se hace de él en los medios. En España la tertulia tiene una larga tradición. Cajal, por ejemplo, era adicto a las tertulias. Conversar es una necesidad humana, una forma de comunión espiritual, de religiosidad laica, de concelebración civil. Etimológicamente procede del latín 'conversāre', ('dar vueltas en compañía'). Dar vueltas a las ideas, mediante las palabras, dialogando. No es casual que en griego dialogar signifique conversación racional (logos). De hecho, el diálogo fue cultivado por Sócrates como instrumento para averiguar la verdad por medio del debate, sin más armas que la ironía y la conversación (que otros llaman, mayéutica). 


Para una buena conversación el diálogo es imprescindible pues implica un intercambio de papeles entre los interlocutores. Una tertulia no es más que un grupo de personas reunidas para conversar sobre algún tema. Una buena conversación necesita tiempo y es, por definición, imprevisible. Si no, es otra cosa. A una tertulia se viene ya 'leído' de casa. A una buena conversación se viene a disfrutar. No es, no puede ser, un campo de Marte donde se dirime quién es el más listo de la clase, sino un lugar abierto donde los contertulios disfrutan del calor de las palabras. Los interlocutores en una tertulia son importantes, pero no demasiado, pues uno puede y debe conversar hasta con el diablo. Desde luego una buena conversación es siempre un acto de amistad. O en todo caso un acto amistoso. Se puede y se debe hablar con cualquiera..., siempre y cuando ese cualquiera acepte las reglas mínimas de una buena conversación. La cordialidad es una de ellas. La cordialidad implica cierta franqueza y amabilidad que nos permite entablar y mantener una relación de respeto con los demás. No en vano cordialidad es una cualidad relativa al corazón (cordis). No hay cordialidad sin buena educación.


 Se dice y con razón, que a veces te encuentras con personas con las que es imposible hablar y no puedo sino dar la razón a quienes así opinan, aunque ahora me contradiga con lo sugerido arriba. Adela Cortina en varios de sus libros desarrolla la tesis del interlocutor válido. Un monologuista, incapaz de escuchar, que interrumpe continuamente, que se ofende ante opiniones divergentes, reiterativo, empeñado en llevar la razón a toda costa, no suele ser un buen conversador.

En una ocasión Borges estando en la feria del libro de Guadalajara, visitó a un conocido escritor tapatío, famoso por su prosodia. A la salida cuando los periodistas le preguntaron por la visita, contestó «muy bien, he conseguido introducir uno de mis famosos silencios». Una buena conversación suele ser el comienzo de una buena amistad, pues la comunicación crea lazos de afectos y deja asuntos pendientes que obligan a nuevos encuentros. Ya hemos comentado que el tema no es lo más importante de una buena conversación. Puede ser más o menos trivial, más o menos trascedente, pero siempre debe ser amable y, desde luego, un buen contertulio ha de ser respetuoso con la posible ignorancia de la otra parte. Siempre se puede aprender algo, aunque solo sea a tener paciencia. 


Hablar por hablar es un arte a veces, pero en una buena conversación es más importante pensar lo que se dice que decir lo que se piensa. Aun así, las obviedades, las repeticiones, las vulgaridades no son buenas consejeras en una buena conversación. Tampoco la vanidad, la intransigencia y el orgullo. Retirar la palabra a alguien es el mayor gesto de hostilidad, el comienzo de un camino tortuoso que solo se puede enmendar reiniciando la conversación.

Hoy la gente habla entre sí más que nunca a través de las redes, una conectividad que nos permite vivir la ilusión de estar inmersos en una suerte de charla infinita. «Hemos sacrificado la conversación por la mera conexión», dice Sherry Turkle en 'En defensa de la conversación'. Mejor que nada, desde luego y nada que objetar a las redes salvo el dudar que a ese tipo de comunicación se le deba llamar conversación, que necesita del contacto, de la proximidad y del sonido de las palabras. Podría pensarse que conversar es un arte en peligro de extinción. 

Me recuerdo ahora a finales de los cincuenta, hablando interminablemente con otros niños, tumbados en los frescos zaguanes de aquellas casas blancas de un pueblo de la subbética, como veo que hace hoy mi nieto con sus amigos charlando sin parar, de esto y de aquello, a la salida del colegio. Entre ellos y yo ha pasado toda una vida y ahora, de viejo, recobro el placer de estas conversaciones sin orden ni concierto con las que mi nieto y sus amigos, como aquel niño de la sub bética, intentan reconocerse los unos en los otros. Porque quiero creer que mi nieto y sus amigos lo que están haciendo es recuperar aquella conversación que dejé interrumpida cuando me hice mayor y me fui a salvar el mundo de sus demonios familiares. Menudo fiasco. Y mientras los veo hablar incesantemente, con su alegría, con su entusiasmo, con su vitalidad, renace en mi la esperanza de que esa cosa que llamamos futuro es posible. Lo que no deja de ser un buen tema de conversación.

 

 

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