Relato corto

Cicatriz

 

Daniela Ciencasas. hoyesarte.com





Sacha Kudelko estaba herido, o al menos, la mitad de él.

 

La herida comenzó a abrirse en Kudelko el día que vio a nuestra madre muerta en el sillón de la casa. Kudelko no la fue a abrazar ni a arrodillarse junto a ella como una plañidera; se conformaría con apretar los labios y emprenderla a patadas con el otro sillón vacío. Por supuesto, tampoco hubo gritos; solo que de repente el piso se convirtió en un muro inmenso que impedía acceder a él. Nadie lograba entrar en la casa. Verlo, imposible. Ni siquiera escuchar su voz más allá de un «bien» seco e irritado. A veces, tras el muro, se oían porrazos, tropiezos, puñetazos, el continuo correr de un grifo abierto y al final un «vete, márchate». Eso era todo.

Sin embargo, yo que lo conocía, pues no dejaba de ser parte del fotoperiodista inventado al estilo Robert Capa, esperé de la otra mitad la acción que cauterizara la herida. Y esta tardó poco en llegar.


El 1 de julio, tras unas cuantas horas de vuelo y alguna que otra en autobuses y camiones, puso sus zapatos polvorientos en la región de Idlib, en una de las ciudades de aspecto casi yermo que la conforman. La región siria lo recibió con un sol urticante y el ruido de las bombas en la distancia.

Días después, llegaría a hospedarse en una casa de barro llena de ancianos armados y de allí, acompañado por uno de ellos, tomaría rumbo hacía alguno de los pocos edificios levantados que quedaban en la ciudad.


El 13 de julio, ocurrió todo:

En la parte alta de un edificio, agazapado, con el dedo ligeramente presionando el gatillo, un joven de rostro cetrino y barba tan cerrada que le oculta casi cualquier otro rasgo, dirige su rifle hacía un objetivo en la calle: una mujer enlutada y su hijo caminan pesadamente. Frente, en el otro edificio, Kudelko, junto a la ventana, conversa con el anciano y termina una taza de café. No se da cuenta de lo que en pocos minutos va a suceder. La madre y el niño que caminan solitarios por la calle de tierra, sorteando los cascotes de ladrillo que la inundan, también permanecen ajenos al rifle que los señala. Solo el anciano al volver la vista un momento hacia la ventana repara en la luz que espejea al otro lado y dice: «un francotirador». La cámara, que descansa en el suelo, vuelve a las manos del fotógrafo. De su garganta caliente escapa un grito terrible. La madre corre. El pequeño también. Kudelko cae hacia atrás, muerto. La herida queda cicatrizada; de la cabeza, en cambio, brota mucha sangre.


Cuando su cuerpo regresó a Madrid lo enterré. Y en la última corona de flores que se depositó: la mía; se podía leer: De tu hermana, Sacha.

 

 

Cuento presentado en II Concurso de Cuentos Breves González Ruíz.

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