Afganistán: ¿se veía venir?. Dos artículos recomendados

La situación actual de Afganistán, la de sus mujeres y el papel de la "comunidad internacional" hace necesario una reflexión y debate sobre el asunto.

I) En The Conversation se publicó hace unos días un artículo que puede servir de punto de partida para el análisis y el debate.  Lo transcribo a continuación.

https://theconversation.com/la-victoria-talibana-en-afganistan-cronica-de-un-terror-anunciado-166436

La victoria talibana en Afganistán: crónica de un terror anunciado

Investigador de I-Communitas, Institute for Advanced Social Research, Universidad Pública de Navarra



La sorpresa que supone la toma de Kabul por parte de los talibanes no lo es tanto por el hecho de haber ocurrido como, quizá, por la velocidad con la que estos se han hecho con el poder. No obstante, los talibanes son viejos conocidos de Occidente y Oriente, de la antigua URSS y de EE. UU.

 

También lo eran Osama Bin Laden, Sadam Huseín en Irak, Al-Assad en Siria y Gadafi en Libia. Esas personas y lugares, aunque diferentes, guardan una semejanza: la paradójica relación que han tenido con potencias extranjeras, en función de los intereses de aquellas y de la ambición de estos.

 

Los talibanes, estudiantes islámicos en su día, salafistas y guerrilleros, se levantaron contra la ocupación soviética de Afganistán en los 90. En aquel entonces eran aliados de Occidente para luchar contra el comunismo soviético; Osama Bin Laden también. Tras la derrota soviética, impusieron su régimen con cierta condescendencia internacional –aunque hubo un rechazo posterior– y se convirtieron en el centro de operaciones de la recién creada Al-Qaeda. 

 

Cuando se demostró que el atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York había sido gestado y coordinado desde Afganistán, la guerra contra el terror que declaró EE. UU., aludiendo legítima defensa, tomó como objetivo la derrota de los talibanes. Se decía que en cuestión de meses habría una victoria y se cambiaría el régimen.

 

Los ejemplos de Irak, Libia y Siria

 

Dos años después, EE. UU., Reino Unido y España, entre otros, apelaron al principio de seguridad colectiva para derrocar a Sadam Huseín en Irak, usando como pretexto un informe de miles de páginas que se demostró falso años después y que indicaba, fundamentalmente, dos supuestos hechos: vínculos de Al-Qaeda con Sadam Huseín y la existencia de un programa de enriquecimiento de uranio en Irak con fines bélicos. 

 

La enemistad ideológica y personal entre ambos y la constancia de que, tras invadir Kuwait en 1990, Irak fue bombardeado profusamente por tropas internacionales lideradas por EE. UU. y su planta de enriquecimiento totalmente destruida, no fueron suficientes para desacreditar el informe. 

 

Gadafi en Libia es un caso complejo. Aunque instauró una república socialista, también aspiró a formar un gobierno islámico y auspició hasta finales del siglo XX el terrorismo internacional. Tras el atentado de las Torres Gemelas, sin embargo, se alejó del mismo y se volvió hacia Occidente, normalizando así las relaciones. 

Tras las revueltas asociadas con la primavera árabe y el uso de la fuerza contra civiles, el Consejo de Seguridad de la ONU legitimó una operación internacional, liderada por la OTAN, para intervenir en Libia y crear una zona de exclusión aérea que protegiera a civiles de los bombardeos de Gadafi. 

Gadafi fue depuesto –y masacrado públicamente por parte de una turba– y el vacío de poder que rige el país desde entonces ha abierto la puerta a múltiples grupos que compiten por el monopolio de la violencia en un mismo territorio y que ha desestabilizado la región hasta hoy. 

 

Al Assad, en Siria, llevaba décadas prometiendo reformas que no llegaban. Las revueltas y la guerra civil que está vigente desde 2011 no han logrado unificar la perspectiva de la comunidad internacional sobre dicho país. Intervenir, en los casos presentados, no ha tenido los efectos deseados: mejorar la vida de la población civil y protegerla. Por ello, la no intervención es comprensible. 

No obstante, el apoyo a grupos diversos por parte de múltiples países dejó el territorio, de nuevo, con un vacío de poder que fue aprovechado por una sección disidente de Al-Qaeda que vino a conocerse como el ISIS, el Daesh, el Estado Islámico. 

Su irrupción no fue repentina, al igual que la victoria de los talibanes no ha sido milagrosa. Su derrota tampoco ha sido definitiva y solo hace falta colocar la mirada en Yemen para saber que el Daesh no ha desaparecido, sino que está buscando otro territorio donde instaurar el califato y desde donde retomar su proceso de expansión territorial.

 

Las lecciones

 

La moraleja de todo esto quizá sea una triple.

  • Primero, los acontecimientos político-económicos relevantes rara vez son cuestión de un día. Normalmente son el resultado de largos procesos sociales que vienen forjándose como resultado de múltiples factores: la aparición de Al-Qaeda, la llegada al poder de los talibanes, la emergencia del Estado Islámico o el caos en Yemen, Siria e Irak.
  • Segundo, las intervenciones armadas internacionales pueden ser legales e ilegales. Sin embargo, más allá de su legalidad, siempre son complicadas. Sus objetivos, además, deben ser moderados y con esto empalmamos con la tercera lección.
  • Tercero, un régimen político, económico y social no se transforma desde afuera con una intervención, como tampoco se puede propiciar el desarrollo social y económico de un territorio simplemente a través de un agente externo. La política, la cultura, la economía, la historia, la religión, las tradiciones de un país definen una dirección que se asemeja a una gran piedra que va adquiriendo cierta inercia. Cualquier país que piense que puede crear una sociedad distinta a golpe de escopeta o de ayuda humanitaria roza el pensamiento mágico.

 

Un corolario para concluir. Cuando Obama decidió reducir el número de tropas americanas en Afganistán, no lo hizo porque pensara que ya habían ganado la guerra, sino todo lo contrario: lo hizo porque se cercioró de que la vía armada nunca conduciría a la victoria. 

En ese momento, los talibanes –así lo interpreté yo– habían tomado la sartén por el mango. Se permitieron el lujo, incluso, de no querer negociar, porque veían que era cuestión de tiempo y que la vía armada para ellos sí podía tener un final con victoria. El Gobierno de Trump, posteriormente, aceptó una de las condiciones que los talibanes impusieron para la mesa de negociación: que no estuviera el Gobierno afgano. 

He ahí la crónica de una (posible) muerte anunciada.



 II) Publicado en El País 23 de agosto 2021

https://lectura.kioskoymas.com/article/281586653681127

¿Por qué los talibanes otra vez?

/ RAHMAT GUL (AP)
Los talibanes, fuertemente armados, patrullaban las calles de Kabul el pasado jueves.

Lo que acaba de ocurrir en Afganistán es emblema del fracaso político y cultural de la visión del mundo de Occidente, encabezado por Estados Unidos, frente a un país que no pertenece a la misma esfera de pensamiento. Los talibanes afganos encarnaban, a fines de los noventa, un poder sanguinario y medieval, predecesor del ISIS iraquí y sirio. Como respuesta inmediata a los atentados del 11-S de 2001, EE UU los expulsó del poder, interviniendo con su vieja estrategia de destrucción total de un país que se concebía cuna de los terroristas. Desde aquel entonces y hasta 2021, los demócratas afganos prooccidentales han vivido entre la espada fundamentalista que seguía luchando en el país y la pared del ejército occidental de ocupación.


Nadie, entre la coalición internacional invasora, se planteó la cuestión de la efectiva fuerza identitaria de la nación afgana; las huellas de la frustrada andadura soviética habían desaparecido totalmente. El violento catecismo estadounidense del bien frente al mal, predicado por George W. Bush en Afganistán, y que reproduciría en Irak dos años después, dejó como legado una región hundida en la semántica de la guerra, sin contar con los terribles rencores por las torturas en Guantánamo. No se pensó que los talibanes, refugiados en sus inaccesibles montañas, transformarían paulatinamente su lucha fundamentalista, paralizante para la propia sociedad afgana, en una lucha de liberación nacional frente a la coalición occidental.


A lo largo de estos 20 años de ocupación militar, EE UU y sus aliados gastaron más de 2.000 millones de dólares (1.700 millones de euros), el precio de la muerte de 50.000 civiles —entre ellos, víctimas “colaterales” de bombardeos sobre hospitales, escuelas, reuniones familiares—, de 70.000 soldados afganos y 2.500 bajas en sus filas. Mientras, Afganistán sigue siendo un país que nadie, desde el siglo XIX, ha podido vencer (bien lo saben los británicos); es un Estado tribal, en el que la política depende de coordenadas desconocidas por la visión occidental.

¿Cómo se explica hoy la fulgurante victoria de los talibanes? Donald Trump, exmandatario de EE UU aislacionista, reconoció que la ocupación se había convertido en una guerra sin salida y que se había perdido la iniciativa estratégica en el terreno. Por otro lado, las fuerzas afganas aliadas se mostraban incapaces de gobernar el país; las poblaciones de las zonas rurales y, sobre todo, las de las ciudades, desconfiaban cada vez más de la presencia extranjera y de sus clientes afganos. Finalmente, la Administración de Biden decide, este verano, retirar sus tropas sin previo aviso a sus aliados occidentales. Y Afganistán vuelve a estar hoy, en un relativo abrir y cerrar de ojos, en manos de integristas.


Para Occidente, la vuelta de los integristas es un fracaso político, militar y cultural. El clientelismo y las rivalidades tribales han servido para dividir y dominar a los afganos

se fraguó en este país durante la última década de intervención occidental. El fallido Gobierno afgano de Ashraf Ghani, el último presidente, se tambaleaba por diversos flancos debido a sus propias contradicciones internas: el clientelismo y las rivalidades tribales, una constante tensión utilizada por los estadounidenses para dividir a los afganos y dominarlos; el desmoronamiento, desde hace años, de sus Fuerzas Armadas, incapaces hoy de hacer frente a los insurgentes, entre otras razones, por su fondo tribal y el respaldo cultural de gran parte de sus soldados a los talibanes; la corrupción generalizada, la complicidad sistemática con los asesinatos perpetrados por la policía, los militares y las milicias tribales aliadas; el enriquecimiento de comerciantes que negocian con el Gobierno, al tiempo que son compinches de los temidos talibanes. En resumidas cuentas, esa clase de poder político nació a la medida de las fuerzas ocupantes y condenado, pues, por sí solo, al fracaso. Estos últimos 10 años, los observadores coincidían en que un régimen democrático no podía arraigarse.


El naufragio de EE UU es también militar porque, de hecho, perdieron la iniciativa estratégica en el campo de batalla. La resistencia talibán ganaba espacio día a día sin que pudiera ser neutralizada por la superioridad militar estadounidense. Los insurgentes, utilizando la violencia en las ciudades, eran invencibles en las montañas y las zonas rurales.


Con todo, este balance no debe ensombrecer un giro significativo en la historia del país. Porque, sin dejar de tener la naturaleza de una ocupación, la presencia extranjera ha favorecido también un punto de encuentro entre la modernidad occidental y los usos tradicionalistas de la sociedad afgana. Han aflorado en la nación la institucionalización de los usos parlamentarios, la formación progresiva de una opinión pública, el inicio frágil de la emancipación de las mujeres, la igualdad entre ciudadanos más allá del tribalismo vigente, rasgos propios de una democracia naciente. Esta nueva realidad no garantiza frenar el retorno de una política integrista.

Probablemente, se reestablecerá un Estado teocrático (emirato o califato), que someterá todas las esferas de la vida a la ley religiosa, una suerte de fundamentalismo suní bastante parecido al wahabismo saudí. Por otro lado, dada la experiencia de la ocupación extranjera, los talibanes querrán controlar más a los movimientos armados en el país (Al Qaeda, ISIS, etc.). Impondrán la reconstitución de un arco tribal bajo la hegemonía de los pashtunes que lideraron la resistencia. 


En el exterior, las grandes potencias vecinas —Rusia, China, Turquía— están ya asentando las bases para definir relaciones futuras con el poder talibán. Y Pakistán seguirá siendo aliado geopolítico privilegiado.

Por su parte, Europa debería empezar a hablar con el nuevo régimen. Porque la afluencia de refugiados se incrementará considerablemente, pese a las promesas de los talibanes de un consenso nacional de transición pacífica. La situación es ya muy peligrosa para los que han colaborado con las fuerzas estadounidenses y occidentales, en particular de las tribus minoritarias como los azeríes. Una ola de venganza será difícilmente inhibida. Si Europa quiere afirmar sus principios en sus decisiones, deberá financiar vías humanitarias en las fronteras con Pakistán, Irán y Turquía, y, al mismo tiempo, gestionar la entrada de refugiados en su propio seno.

Nunca habrá que olvidar que se trata de la primera victoria islamista contra EE UU, la principal potencia del mundo. El impacto sobre el resto de la opinión pública musulmana marcará un porvenir diferente. Para Occidente, es un fracaso político, cultural y militar.

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