Los sueños de la razón biotecnológica. F. Soriguer

En la primera quincena de julio se celebró en Málaga un coloquio muy enriquecedor y productivo entre dos personas destacadas cada uno en su ámbito. Me refiero a María Blasco, Doctora en Bioquímica y Biología molecular y Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia.

En este coloquio se habló del envejecimiento, del transhumanismo y de las repercusiones que esos avances científicos pueden tener en la sociedad. 

María Blasco es una investigadora muy destacada en el campo del envejecimiento y el cáncer.

El coloquio estuvo organizado por la Fundación General de la Universidad de Málaga y se tituló 

Inteligencia de futuro – "Rediseñando la naturaleza humana: límites y propuestas"



A continuación tenéis el enlace para ver dicho coloquio.

También a continuación transcribo un artículo de nuestro amigo y colaborador Federico Soriguer que aborda una temática muy similar relacionada con el tema del coloquio.


Rediseñando la naturaleza humana. Fundación General de la Universidad de Málaga

https://youtu.be/k41BPgsOnbQ


Los sueños de la razón biotecnológica

Federico Soriguer. Médico. Miembro de número de la Academia Malagueña de ciencias. 

Prometeo, un titán, robó el fuego del Olimpo para entregárselo a los hombres. La cólera de Zeus fue terrible quien, para vengarse, les envió a Pandora, con una caja conteniendo todos los males. No contento encadenó a Prometeo  a una roca, donde un águila le devoraba las entrañas. Prometeo  representa el valor de la destreza y la inteligencia para comprender, interpretar y manejar la naturaleza y sus fenómenos. No obstante, el mito revela también las consecuencias de sobrepasar los límites, ya que no es posible el dominio absoluto de dichos fenómenos.

Pero la historia del hombre es, precisamente,  la de intentar sobrepasar estos límites. De todos los límites el mayor es el de la muerte. Nunca nos hemos resignado y todas las teodiceas han  prometido una u otra forma de inmortalidad.  La ultima el transhumanismo cuyas promesas a fuerza de repetirlas,  podemos terminar creyendo. Que no hay otro futuro que no sea un futuro trans-biotecnológico. Si los viejos humanismos han fracasado en resolver los  problemas de la humanidad  representados por los cuatro jinetes del apocalipsis: la peste, la guerra, el hambre, la muerte, el nuevo humanismo trans, nos anuncia directamente la inmortalidad ignorando displicentemente los otros tres. Y aquí estamos hablando del futuro, como si la  flecha ya hubiese sido lanzada y no hubiese vuelta atrás.   

Pero el futuro transhumanista es uno de los posibles escenarios y, en mi modesta opinión, el menos probable de todos ellos y eso por diversas razones.

En primer lugar porque los transhumanistas parten de una idea  del cuerpo humano  como un constructo biogenético desprovisto de historia. Unas ideas  que las  disciplinas evo-devo hace tiempo que han demostrado equivocadas. Una concepción biogenética del cuerpo, que llamaríamos reduccionista si el término no estuviese desgastado de tanto usarlo. La biotecnogenética sobre la que los transhumanistas tienen depositadas todas sus esperanzas,  considera al cuerpo como una maquina aislada que es posible desguazar, montar, desmontar,  arreglar, añadir, quitar como si de un aparato más  se tratara,  desdeñando  en buena parte la historia filogenética y no filogenética de la humanidad. De hecho muchas  de sus asunciones se basan en la idea de que el hombre ha escapado a las leyes de una evolución que,  a partir de ahora,  será gestionada y redirigida por los biotecnólogos, y suponemos también que por los intereses de los gestores de los proyectos que financian tan costosas investigaciones. Sí, es posible que el hombre haya enterrado a Darwin pero no parece que los virus, por ejemplo,  lo hayan hecho, como está demostrando la ultima  epidemia, cuya capacidad “darwiniana” de evolucionar trae de cabeza a lo más granado de la inteligencia humana, entre las cuales no aparece por ahora la inteligencia de los  tecno científicos transhumanistas, callados provisionalmente a la espera de mejores tiempos.  Los transhumanistas  han enterrado a Darwin demasiado pronto.  Mientras el cuerpo sea un cuerpo carnal gestionado por genes,  seguirá intercambiando información con el exterior y con otros genes, bien suyos o residentes de su propio cuerpo, así como con el  medio ambiente.  Los seres humanos son “animales inacabados” (metafóricamente)  que en un momento determinado tras la aparición de la conciencia reflexiva fueron capaces de crear mundos imaginarios que no existían en absoluto,  y de desarrollar un mundo exterior al propio cuerpo en forma de cultura (que incluye a la tecnología) que le permitió una aceleración de su historia mientras que la biología seguía su lento devenir. Y es precisamente esta aceleración lo que convierte al ser humano en un animal histórico y cultural, portador de un exosoma o exocerebro (Bartras) que le conecta con el resto de los seres humanos y que es tan “corporal” como el riñón o el hígado, pues desaparece con el cuerpo y sin él ni los individuos ni la especie humana podrían sobrevivir. No, el cuerpo humano está lejos de ser una unidad genética pues, por ejemplo, hay más genes extrahumanos, por así decirlo, dentro del cuerpo (biota) que propiamente humanos, aunque sean tan corporales y humanos (funcionalmente)  como los somáticos. Pero, sobre todo, desdeñan que el cuerpo humano sea el resultado de un diálogo permanente entre los propios genes   y entre estos y el medio ambiente, una interacción  tan compleja, variante e imprevisible, como complejos y variables son los cambios de ese mismo medio ambiente.  Ni la cultura, ni el medio ambiente, ni el exosoma, ni la biota, ni desde luego Darwin, parecen existir para los tranhumanistas. Y si existen, son solo un asunto menor que ya se irá encargando ¡la ciencia!, de resolver. 

En segundo lugar tienen una idea equivocada de la enfermedad. La enfermedad es una parte constitutiva de la naturaleza humana. Como dicen, metafóricamente   algunos paleontólogos: la enfermedad nos hizo humanos.  Podemos curar o prevenir las enfermedades  y a ello se dedican la medicina y la salud pública,  entre otras disciplinas, pero no podemos evitar “la enfermedad”, entre otras cosas porque  las enfermedades son constructos históricos además de biológicos.   De alguna manera los seres humanos “inventamos” enfermedades, no a la manera de Moliere, sino como entidades históricas que forman parte de esa otra evolución paralela a la somática que es la cultural.  Los ejemplos son numerosos. El último, la COVID-19, cuyo origen antrópico pocos dudan, pero también la obesidad y la diabetes tipo 2, el SIDA, la lumbociática, los pies planos, la miopía, las alergias, las depresiones, los síndrome de multiresistencia a los antibióticos, etc.etc.  Enfermedades que aparecen o se generalizan a lo largo del siglo XX. No cuesta demasiado esfuerzo vaticinar que a lo largo del siglo XXI aparecerán nuevas enfermedades y desaparecerán otras. Será difícil que se consiga la inmortalidad si antes no se consigue gestionar la “historia”, lo que no parece que se pueda conseguir solo con  la manipulación biotecnológica.  No, no parece que sea este un asunto que inmute a los biotecnólogos transhumanistas a no ser que no les importe un futuro lleno de humanos “eternamente enfermos”.  Pero lo que sí es seguro es que las propuestas biotecnológicas transhumanistas terminarán medicalizando definitivamente a toda la sociedad. Hoy hay conocimiento suficiente de que la medicalización es parte del problema de salud de una población, porque los biomejoramientos humanos, llevados a toda la sociedad,  terminarán conduciendo a un “estado medico”, esa antesala totalitaria salubrista, de la que la epidemia ya nos ha adelantado algo. Una sociedad en la que  el objetivo vital es la salud como  fin y no como medio, algo que ya se está viendo en algunos espacios, o,  en un futuro distópico el ciber-biomejoramiento  como proyecto personal  y no la vida plena. Un hombre, en el mejor de los casos, eternamente sano, carente de proyecto vital de futuro, pues no existe tal cosa como el futuro para un inmortal. ¿Y no es esta, precisamente, la definición de un zombi?

La tercera razón es más conceptual. Salvo que se deroguen las leyes de la termodinámica, la inmortalidad la prohíbe la segunda ley. Los científicos que están en este momento trabajando en el envejecimiento dirán que su objetivo es a muy largo plazo y que ahora lo único que buscan es aumentar la longevidad que es, al fin y al cabo, algo que todos los humanos deseamos. Suponen demasiado, pues depende del precio. Todos quisiéramos  vivir más pero no a cualquier precio. No es lo mismo trabajar sobre el envejecimiento que trabajar sobre la longevidad.  A los teóricos del transhumanismo no parece arredrarles  la objeción termodinámica. Al fin y al cabo la estrella de mar de Groenlandia vive 1000 años y hay arboles bimilenarios.  Pero lo humanos tienen un reloj que gestiona su propia entropía como lo tiene la estrella de mar y las secuoyas. Y la entropía es una cosa muy seria. La entropía es la medida del tiempo, de la flecha del tiempo. Al fin y al cabo la vida es un pequeño remanso en la velocidad de crucero de la  flecha del tiempo, que tiene que ver con la complejidad,  que a su vez tiene una paradójica relación con la entropía, pues para que haya vida hacen falta unas condiciones especiales, ni mucha ni poca entropía, que son las condiciones actuales de la Tierra. Es en esas condiciones cuando se produce la diversidad de donde surge la vida. Gestionar la diversidad es una condición imprescindible para que la vida tenga una oportunidad. Es sorprendente el olvido de la diversidad de las propuestas biotecnológicas. La inmortalidad solo se puede conseguir en un mundo en el que se consiga parar la  flecha del  tiempo. Una fantasía. Si la vida es hoy posible es porque estamos en un momento de alta complejidad y una entropía intermedia. Los científicos y tecnólogos  que anuncian la inmortalidad como el éxito final de la revolución transhumanista,  lo saben. Por eso la promesa transhumanista es un  gran engaño que, digámoslo con reservas, parece más bien esconder el interés de los patrocinadores de los grandes proyectos,  que representar los legítimos intereses de los científicos que se sienten tentados por el reto. 

A los médicos de mi generación nos costó incorporar las matemáticas de la probabilidad a la gestión de la incertidumbre, consustancial a la medicina clínica, pero cuando lo hicimos mejoramos notablemente nuestra práctica clínica y las posibilidades de gestión científica del conocimiento clínico.  Hoy, sorprendentemente, vuelve la patognomonia, -la tentación del  saber cierto-, de la mano de las promesas biotecnológicas.   Hay dos cosas que he aprendido como médico y como epidemiólogo clínico. Que la vida se entiende mejor si se ha interiorizado la importancia de las frecuencias relativas y de las probabilidades condicionales (bayesianas). Son los denominadores los que ponen firme a los numeradores. Viene todo esto a cuento de la idea del límite con la que en nombre de Prometeo comenzábamos este artículo. La idea del límite no es solo parte del proyecto intelectual de filósofos como Trias sino también un concepto matemático que se opone a la idea de infinito, como muy bien ha teorizado recientemente  Yayo Herrero. Si los denominadores, (las condiciones, las circunstancias) son muy elevados los límites se estrechan. Para ampliar los límites es necesario que los denominadores se reduzcan y  en el extremo cuando el denominador sea cero las promesas tenderán a infinito.  Esa es la propuesta transhumanista de infinitud. Una propuesta que para conseguirla exige un denominador de cero,  que en la práctica significa la ausencia de condiciones. Tanto la resurrección de los muertos de las viejas teodiceas, como la  promesa de inmortalidad biotecnológíca exigen  que las condiciones  se acerquen  a cero para que las dudas desaparezcan, haciendo que las promesas  tiendan al infinito. Esta  promesa   de la inmortalidad  no solo es  termodinámicamente imposible sino que además es una falacia estadística que exige ausencia de  límites Y esto, mirado desde una perspectiva política se llamaría totalitarismo.  La apuesta  transhumanista es una propuesta totalitaria porque renuncia al concepto de límite y necesita hacer desparecer todo tipo de restricciones para que su proyecto sea posible. 

No es suficiente con decir que se está investigando sobre el envejecimiento. No es lo mismo investigar sobre el mejoramiento de la esperanza de vida que sobre la prolongación de la vida. Como no lo es investigar sobre la esperanza de vida que sobre la calidad de vida de los años añadidos. Parece, pues,  conveniente aclarar cuáles son los objetivos. Es sorprendente la repercusión que tienen los más que discretos éxitos científicos sobre el aumento de la longevidad en humanos y la escasa investigación y  repercusión de aquellos estudios y proyectos que intentan mejorar la calidad de vida de los años añadidos a la esperanza de vida.   Reflexionar sobre los límites parece una exigencia de cualquier investigación científica. Como lo es sobre las prioridades en el conocimiento.  Las propuestas transhumanistas de una longevidad ilimitada además de poco realistas o probablemente falsas, son propuestas políticas pues apuestan por la salvación individual,  convirtiéndose en el brazo armado de un capitalismo extractivo, cercano a aquel capitalismo manchesteriano que conocimos por Dickens y que creíamos superado por aquel otro capitalismo renano, de rostro humano  que no consideraba la producción como un fin sino como un medio para que los humanos vivieran mejor. Una vuelta a un liberalismo extremo, anticuado,    moralmente reprobable, al menos desde una perspectiva sociológica,  pues abandona el mundo a su suerte fiándolo  todo a una promesa redentora que tendrá lugar el día en el que todos los humanos puedan costearse su propia supervivencia. 

Conseguir que los hombres vivan más años sin al mismo tiempo diseñar estrategias para mejorar sus condiciones de vida,  es inhumano  y éticamente reprobable, si es que dada la  actual inflación de ética esa denuncia  tiene alguna utilidad.  Este dilema ya fue magistralmente expuesto por Mary Shelley en su novela “Frankenstein o el moderno Prometeo”. Como es bien conocido  en la novela el creador de un hombre nuevo ya no es Dios sino un científico, Frankenstein, quien intenta reconstruir el hombre más perfecto y racional conocido.  Lo que empezó siendo una novela de terror se convierte en un relato sobre la felicidad humana. La criatura de Frankenstein es un hombre distinto a los conocidos, más perfecto en algunas de sus capacidades pero precisamente por eso no encuentra a nadie que pueda reconocerle como un igual. En las páginas finales el monstruo maldice a su creador por haberle conferido un gran anhelo de felicidad pero no los medios para saciarlo. Al final  lanza al Dr. Frankenstein la peor acusación que puede hacerse: “nadie tiene derecho a crear a un ser al que no le ofrece a la vez los medios para ser feliz. Sería algo así como ofrecerle la inmortalidad   a un preso,  sin condonarle antes la cadena perpetua.  



 

 

Comentarios

Entradas populares