Intolerancia en la cultura del presente

La cultura de la intolerancia

 

Fernando Vallespín

 

La carta de 153 personalidades contra la “intolerancia” de cierto activismo en la Red abre debates sobre los límites en los combates ideológicos en el siglo XXI

 

Lo que está en juego en estos momentos es nuestra propia identidad como sociedad tolerante y plural

 



Casi nada de lo que hoy ocurre en la política se entiende sin dar cuenta de la verdadera revolución de nuestro tiempo, la reestructuración del espacio público a partir del activismo en la Red. En cierto modo, solo ahora hemos accedido de verdad a una auténtica política de masas. Sin intermediaciones. Cada cual puede hacerse presente en todo momento en cualquier debate político; nadie puede establecer restricciones de entrada ni filtros. La tradicional disputa ideológica, eso que Hobbes llamaba la “guerra con la pluma”, lo propio de las élites intelectuales, se ha democratizado. Lo que ahora prevalece es la “guerra con los teclados” que emprenden ciudadanos de a pie. Puede que la verdadera lucha de ideas precise todavía de libros y artículos, pero su difusión e impacto depende del continuo intervencionismo en el ciberespacio.

Se trata, desde luego, de una “guerra de representaciones”, de una pugna por imponer una determinada lectura de la realidad o de apropiarse del significado de hechos y palabras; lo que importa, a la postre, es que siempre esté en oposición a las de algún adversario. Es, si se quiere, la tradicional lucha por la hegemonía entre posicionamientos morales y políticos —guerras de poder, claro—, solo que por otros medios.

Y entre estos se encuentra eso que lleva el enigmático nombre de “cultura de la cancelación”. Por tal se entiende la estrategia de señalar, atacar o desprestigiar a alguien con el fin de destruir su reputación. El hecho diferencial respecto a otras formas de trollismo consiste, sin embargo, en que en este caso se busca que tenga consecuencias concretas, que provoque el despido de alguien en un periódico, por ejemplo. En general, que la persona sea anulada, “cancelada”, en todas las dimensiones posibles.

 

Es lo que ha ocurrido a algunas celebridades, como Woody Allen o Kevin Spacey, a los que en Estados Unidos se ha dejado fuera de juego, o un dibujante anónimo de The New York Times al que se despidió por ser acusado de antisemita en la Red por una caricatura sobre Netanyahu. Lo malo del caso es que esta práctica se ha trasladado a la propia lucha política, sobre todo frente a aquellos cuyas opiniones divergen de lo que algunos de estos ejércitos del teclado estiman que “debería ser”. Más aun en estos momentos de polarización ideológica, marcados por la rehabilitación del discurso antirracista y la sensibilidad hacia cuestiones identitarias, la madre de casi todas las batallas políticas estadounidenses.

 

Es importante, por tanto, que tengamos en cuenta algunas de las peculiaridades de Estados Unidos para entender el fenómeno en toda su extensión. Porque, curiosamente, es el país donde se establecen menos trabas legales a la libertad de expresión y donde a la vez impera la corrección política y la autocensura cuando se trata de pronunciarse sobre cuestiones delicadas. Al menos hasta la llegada de la alt-right y Trump, los primeros en romper los tabúes tradicionales, que han sido replicados luego por el otro extremo. Es allí también donde la cultura de la cancelación consigue más eficazmente el efecto deseado: despidos de profesores, restricciones para publicar a personas señaladas, etc.

 

Sobre este trasfondo es como debemos analizar la famosa Carta de los 153 de Harper’s, a la que aquí voy a dar por leída. Las críticas que ha recibido muestran a las claras algo de lo que ya dimos cuenta en estas páginas, cómo el poder de los intelectuales ya no es lo que era. Una de estas críticas incide sobre esto mismo: que ellos, los que consiguen publicar en todo el mundo sin ninguna cortapisa, hablen de límites a la libertad de expresión suena, en efecto, a postureo, a actitud bienpensante desde detrás del confort de su bien merecido estatus. Lo que importaría es la disputa de los ciudadanos de a pie que tienen que abrirse paso en sus luchas con poco más que su activismo en la red y, encima, representando posiciones presuntamente justas. Los 153 han conseguido avalar a los ya convencidos, pero han excitado a la vez a los amantes de las guerras políticas en la Red; les ha brindado otra ocasión para reafirmarse en su caza de gigantes. Como decíamos al principio, el debate intelectual se dirime hoy en este otro frente.

 

Y, sin embargo, hay una denuncia en la carta que merece toda nuestra atención, la necesidad de no confrontar justicia a libertad. Bien mirado, aquí es donde reside la semilla de todo el enfrentamiento ideológico desde el siglo XIX. En su versión del siglo XXI se presenta como la amenaza a la libertad de expresión en nombre de lo que se considera la opinión correcta sustentada sobre presuntos principios morales, y amenazada tanto por la derecha como por la izquierda. La cultura de la cancelación sería expresión, por tanto, de prácticas iliberales. Lo que quedaría así vulnerado es, pues, tanto el pluralismo como la tolerancia, los dos pilares de la cultura liberal. Y es difícil no estar de acuerdo con esta frase de la Carta: “La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, la discusión y la persuasión, no tratando de silenciarlas o desecharlas”.

 

Por cierto, la palabra “tolerancia” no aparece ni una sola vez en el texto. Quizá porque hemos perdido de vista su auténtico significado, que está lleno de recovecos y paradojas. Porque, recordemos, aquello que toleramos es algo que no nos gusta, que “rechazamos”, que no coincide con la propia opinión, pero que, por respeto a la autonomía del otro para pensar o actuar por sí mismo, toleramos. Justo lo contrario de lo que vemos en la Red, donde el no coincidente, el que discrepa de nuestra posición, es visto siempre como alguien deleznable y merecedor de ser reprendido. Pero, y aquí es donde está el problema, no todo puede ser tolerado porque si no carecería de sentido el concepto. Hay límites a la permissio mali, a la aceptación de lo que no nos gusta. Los discursos del odio, por ejemplo, son intolerables.

 

A lo que estamos asistiendo hoy es al estrechamiento partidista de estas líneas rojas. Oscilamos entre la indiferencia —nos da igual lo que piense o haga el otro— y la intolerancia pura, cuando aquello a lo que nos conmina esa virtud política es a respetarnos en nuestras diferencias y a dirimir dialógicamente las discrepancias. Otra cosa ya es, desde luego, que el “mercado de las ideas” tenga restricciones de entrada y sea un oligopolio de las élites, muchas de las cuales, por cierto, se han comprado su propio ejército de mercenarios del teclado y juegan descaradamente a la política posverdad. Pero porque la realidad no se ajuste al ideal no es motivo para tirarlo por la borda. ¿Alguno de ustedes discrepa de la frase antes citada? Si no es así, ¿por qué no tratar de alcanzarlo? Lo que está en juego es nuestra propia identidad como sociedad tolerante y plural.

 

Publicado en El País. Julio 2020

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