¿El federalismo es una solución?
El problema de la organización territorial en el estado moderno es compleja y hay diferentes aportes que sugieren el camino de la solución a este asunto. A continuación transcribo un denso artículo publicado en la Revista Contexto sobre el tema. Es un aporte para la controversia y la discusión. Diferentes miradas ayudarán a esclarecer mejor esta cuestión. Ésta opinión es solo una entre muchas.
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CRISIS
TERRITORIAL
Federalismo como solución
José Luis Villacañas
Berlanga 21/01/2020. Revista Contexto
José Luis Villacañas
Berlanga es profesor, filósofo
político, historiador de la filosofía e historiador de las ideas
políticas. Actualmente es catedrático de Filosofía en la Universidad
Complutense.
LA
BOCA DEL LOGO
No existe una doctrina del federalismo. Este es
más bien una orientación flexible de la vida política. El federalismo no tiene
dogmas, tiene solo principios inspiradores como la división de poderes
orientada a la pluralidad, la libertad y la responsabilidad. Sólo tiene una
condición básica. El Estado federal, a diferencia de la federación y la
confederación, es una forma de Estado unitario. Reconoce una soberanía, pero la
reconoce siempre y también fragmentada. En este sentido es la manifestación más
precisa de la división racional de poderes que caracteriza a la Constitución
mixta que fue elaborando la tradición republicana como base normativa.
Esta tradición siempre ha defendido la unión
política frente al espíritu de facción, pero lo ha hecho bajo premisas que no
son dogmáticas ni irreversibles. La unión política es para ella consecuencia de
la unión civil previa y no resultado del pragma de poder, con
sus intrínsecas violencias. Por eso, el federalismo ha deseado dotar de
instituciones políticas unitarias a aquellas poblaciones que están intensamente
conectadas por su vida social. En este sentido, el federalismo sigue la
doctrina societas civilis sive res publica.
Montesquieu habló del federalismo como la solución
de un problema, no como una doctrina teórica. Era para él la manera de disponer
de la fuerza de la unidad sin perder la libertad de la diferencia.
Esa intensidad de conexión de la vida social puede
darse desde el punto de vista geoestratégico (por padecer peligros comunes,
como Suiza), religioso (por defender un sentido parecido de la libertad
religiosa, como el Reino Unido, frente al mundo católico), o económico (por
tejer un espacio económico único, interconfesional como en los Países Bajos).
Pero, sea cual sea el fundamento del vínculo civil, ha de tener un profundo
significado político. Lo decisivo es que la unidad política reconoce la
continuidad social y no la crea a partir de un centro de poder. El federalismo
es una forma expansiva de la unidad política porque sirve a la naturaleza
expansiva de la sociedad civil, y por eso es contraria a la forma imperial.
Esta expande un gran centro de poder con fuerte capacidad homogeneizadora que
sirve a élites centrales exclusivas. El federalismo une poblaciones sin crear
ese centro de poder capaz de eliminar las diferencias.
Por eso Montesquieu habló del federalismo como la
solución de un problema, no como una doctrina teórica. Era para él la manera de
disponer de la fuerza de la unidad sin perder la libertad de la diferencia. Por
eso el federalismo es internamente democrático. Reúne lo que Maquiavelo llamó
los dos humores políticos fundamentales, el espíritu de grandeza de las
aristocracias y el espíritu de la libertad y la igualdad del popolo
minimo. Con el tiempo, la constitución mixta tradicional, que era una
síntesis de la unidad de la vieja monarquía, la virtud de
la vieja aristocracia, y la libertad e igualdad del pueblo de
la democracia, se concretó en la posición federal. Eso es lo que se estabilizó
en la constitución norteamericana.
Una de las justificaciones que los federalistas
americanos lanzaron contra los pensadores confederales fue que la creación de
un gran espacio político federal era la mejor manera de impedir la formación de
oligarquías provincianas, miopes y acomodadas, incapaces de liderar y dinamizar
la sociedad, de entrar en una competencia sana, como aspirantes a regentar
indefinidamente sus escuálidos monopolios de poder. La cláusula que mantenía
abierta la posibilidad de luchar contra esas élites provincianas era la rotunda
expresión We the People. Para eso la unidad era importante. El
principal argumento de los confederales era que crear un gran centro de poder
reinventaría las viejas monarquías. Y tenían razón en algo: lo peor que puede
pasarle a un pueblo es construir un centro de poder unitario que además se base
en una oligarquía local, con todos sus defectos. Ese imperio con mentalidad
provinciana era lo que querían evitar todos, federales y confederales.
Por supuesto, el problema al que el federalismo
quiere dar solución tiene dos planteamientos diferentes. Uno, el originario,
llevó a Suiza, al Reino Unido, a las Provincias Unidas, a los Estados Unidos.
Se trataba de unidades políticas previas que deseaban unirse para su beneficio
mediante un acto de libertad. Por lo general, en ese acto se constituye una
asamblea o parlamento común al que se entrega la posibilidad de organizar la
evolución histórica de la unidad, de forma que aquellas unidades formadores
mantengan un equilibrio de poder. Si este equilibrio no se mantiene ni se
garantiza, si una parte recibe una injusticia clara, permanente, irreversible,
entonces tarde o temprano habrá inclinaciones a romper el pacto inicial
mediante una separación, que será desde luego traumática. Romper una soberanía
unitaria implica romper la continuidad de la vida social, pero si esta ya está
rota por injusticias previas irreparables, entonces quedarse en la unión sería
igual de traumático. Sin embargo, no se podrá invocar un derecho de secesión
propiamente dicho. Esto es un oxímoron. La secesión siempre es peyorativa para
la tradición federal. En el caso descrito sólo se podrá invocar la voluntad
política originaria. Este podría ser el caso de Escocia, por ejemplo.
Los que deseen separarse en estos casos no pueden
poner su causa en el derecho positivo de autodeterminación, pues el derecho
positivo fue entregado a la unidad, que también fue autodeterminada. Las veces
que hemos visto defender la ruptura del pacto federal, los defensores de la
ruptura han puesto su causa en Dios, en la ley natural o en todas esas
expresiones que en el fondo describen la desnuda voluntad política originaria.
Si esta voluntad política reúne a la totalidad del pueblo, por estar sostenida
por la percepción fundada de una injusticia general, profunda, esencial e
irreversible, entonces seguirá su marcha según la cláusula republicana “lo que
a todos afecta a todos concierne”. En este caso la constitución federal no
puede resistirse a la ruptura sin abandonar su espíritu republicano y
convertirse en alguna forma de tiranía explícita. Si el espíritu de ruptura se
fundamenta en la defensa de privilegios oligárquicos de una de las unidades
federadas, entonces no podrá presentarse como una causa justa universal y la
justicia estará del lado de la unión federal, que podrá negarse a la ahora
considerada injusta secesión con todas sus fuerzas, sin perder para nada el espíritu
de su constitución republicana. Es lo que pasó con los Estados Unidos de
América. La secesión se basaba en defender el derecho de unos oligarcas sureños
a esclavizar seres humanos.
Este es el primer planteamiento del problema.
Luego está el segundo. Se trata de Estados constituidos por actos no de
libertad, sino de poder. Son viejos Estados de raíz patrimonial, expansiva, con
aspiraciones imperiales, que han protagonizado procesos evolutivos complejos
sin actos plebiscitarios, sin formación de parlamentos unitarios ni libre
representación política más o menos democrática. Estos Estados han unido
poblaciones y han generado homogeneidad en grado diferente. Cuando son muy
eficaces, generan lo que Tocqueville llamó despotismo, eliminando todas las
instituciones intermedias, tradiciones, constituciones territoriales,
libertades, parlamentos y derechos locales, y centralizando de forma intensa la
dirección política. La sociedad civil que al final forman es unitaria, pero la
expresión política de la misma es muy limitada, sesgada, parcial e injusta,
reduciendo las relaciones entre el centro y las poblaciones a pura
administración. El caso prototípico es Francia. España, que fue su modelo en el
siglo XVI, siguió una evolución similar, pero limitada en sus efectos.
Sin embargo, cuando el Estado no es tan fuerte, ni
victorioso en sus batallas históricas, la vida histórica de las poblaciones
integradas, y la fuerza obstinada de la melancolía de la pérdida, resulta
extraordinariamente resistente al poder central, sobre todo cuando este se
instala en una superestructura ajena, que jamás se atrevió a ser refrendada por
el conjunto de la ciudadanía ni por sus representantes libres.
Y en todo caso, la conciencia inextirpable de la libertad y el sentido poderoso de la justicia, las bases antropológicas del republicanismo, no permiten pasar por alto ininterrumpidamente la falta de legitimidad de un Estado que se basa en meros actos de poder.
Y en todo caso, la conciencia inextirpable de la libertad y el sentido poderoso de la justicia, las bases antropológicas del republicanismo, no permiten pasar por alto ininterrumpidamente la falta de legitimidad de un Estado que se basa en meros actos de poder.
En efecto, todo Estado siempre se acaba
encontrando con un dilema. Para competir como poder con otros poderes estatales
tiene que modernizar la sociedad civil, y sin embargo hay escasas posibilidades
de que una sociedad civil moderna no quiera exigir un nivel de representación
política adecuado. Así que, tarde o temprano, será ineludible, por muy
centralizado que sea el poder del Estado, que sus poblaciones reclamen un nivel
de representación política capaz de garantizar su sentido de las cosas, sus
viejas instituciones, su lengua, su cultura, sus intereses.
La clave es si ese Estado estará en condiciones de
resolver el problema que plantea esa conciencia democrática evolucionando hacia
un sentido federal real. En mi opinión, si no lo hace, sólo podrá contener esta
evolución general de la forma Estado hacia una democracia federal, norma
general de la forma política, si repite una y otra vez actos de poder que, con el
tiempo, tendrán que ser crecientemente violentos conforme crezca la conciencia
democrática. Nuestra Guerra Civil de 1936 fue un ejemplo de ello.
Hay Estados que logran resolver ese problema tras
muchas tragedias. Por ejemplo, Alemania. Pronto se comprendió que, mientras que
Prusia existiera como Estado, todo su federalismo sería deficitario. Hay otros
que, a pesar de tener una historia continua de actos violentos para imponer la
unidad, no lo logran, por ejemplo Rusia. Son por lo general Estados imperiales,
o hegemónicos, que no han logrado hasta muy tarde, y de forma muy imperfecta,
la implementación de estructuras democráticas. El Estado español es de un tipo
muy peculiar. Cada vez que ha conocido una situación de debilidad del poder
central, ha generado procesos de reactivación de poderes locales anclados en
viejas experiencias históricas. Lo hizo en 1808, en 1833, en la 1846, en 1872,
en 1931, en 1975. Todo eso permite hablar de un continuo histórico
federalizante solo roto por actos de poder, de fuerza y de violencia, excepto
el último que condujo a la constitución de 1978. Ese devenir histórico es fruto
de la lejanía del poder central respecto a las poblaciones, y se debe a su
carácter superestructural, a su desconfianza de la ciudadanía y a la ausencia
de procesos democráticos. Sólo en 1978 una constitución española se sometió a
referéndum democrático.
Cada vez que el Estado español ha sido conocedor
de una situación de debilidad del poder central, ha generado procesos de
reactivación de poderes locales anclados en viejas experiencias históricas
Por lo general, este tipo de procesos impulsados
por poderes centrales sin prestigio ni legitimidad social son catastróficos e
indecidibles. El poder central no tiene suficiente fuerza ni prestigio para
producir homogeneidad y las poblaciones periféricas no generan suficiente
virtud política para unirse bajo un liderazgo alternativo, ni poseen fuerza
política para oponerse a los poderes centrales, a los que erosionan sin
producir alternativas. Así las cosas, los procesos modernos de esos Estados no
se estabilizan ni desde el modelo de Estado central ni desde el modelo federal.
Italia es un caso parecido a España en este sentido. Con ello, los procesos
modernos de construcción de una sociedad civil dinámica, fuerte, creativa y
amplia se dificultan y, en su lugar, emergen procesos de oligarquización de la
vida histórica, con élites poco creativas, cada una fortalecida en su
cantonalismo, aunque uno de ellos sea el central; una veces más senatoriales y
burguesas, otras más tradicionales, otras más funcionariales, pero nunca
plenamente abiertas, competitivas, e interesadas en la dinamización social y en
la capacidad de integración equilibrada. En realidad, conocen un déficit de
solidaridad, fruto de una historia que no ha dado oportunidad a experiencias
claras de cooperación ni de defensa mutua.
En este esquema, el proceso de centralización no
es expansivo, sino contractivo. El proceso de las periferias por su parte es
más reactivo y resistente. Lo lógico es que, cada población centrada en sus
propios intereses, entregue parte del territorio al abandono, sin compromisos
comunes fuertes. Los desequilibrios entre centro y periferia, entre campo y
ciudad no cesarán de crecer, produciendo desigualdades de todo tipo. En esos
procesos, contar con la fuerza del Estado y su aparato es siempre una ventaja
para los procesos de centralización económica. Este esquema, que es el español,
viene agravado por una circunstancia decisiva. Frente al Estado español de
otras épocas, el actual tiene una prehistoria determinante de cuarenta años de
dictadura, un período muy largo en el que por fin el Estado salió de su
aislamiento ancestral, se vinculó a procesos de modernización y capitalización
muy fuertes, movilizó poblaciones masivas a lo largo del territorio y generó
una homogeneidad como no existió nunca antes. En suma, la dictadura de Franco
fue la primera gran revolución pasiva que ha conocido España, un proceso
acelerado de modernización económica impulsado bajo la protección de poder temible,
que acabó generando nuevas élites y nuevas formas de socialización. Así se
impulsó por primera vez una cierta sociedad civil interconectada productiva y
afectivamente. Sin embargo, este proceso, que resultó exitoso en lo económico y
en lo social, con generación de clases medias interlocales y con ascensores
sociales únicos en la historia de España, chocó con un déficit de legitimidad
político innegable e insuperable.
Por eso la
Transición depositó la confianza en élites políticas casi por completo ajenas
al franquismo. Este fue el destino de una dictadura que cosechó ciertos éxitos
económicos, pero que mantuvo a la ciudadanía en una minoría de edad política.
Sin embargo, la fuerza del Estado era ya demasiado fuerte como para no absorber
a estas nuevas élites en la defensa inercial del modelo previo. Poco a poco,
los equilibrios iniciales logrados con Felipe González se rompieron y se
intensificaron con los gobiernos Aznar.
Así hemos llegado a la situación en la que nos
encontramos. La Democracia del 78 no tocó los procesos de concentración de
poder económico, que se han acelerado con la crisis, favoreciendo el dominio de
las élites centrales, pero no pudo destruir a todas las élites políticas
periféricas (lo logró en Andalucía y en Valencia, por ejemplo), pues vascos y
catalanes se han demostrado parte de la constitución existencial española e
imprescindibles para la gobernación del Estado. De este modo, con ese gran
desequilibrio entre recentralización y necesidad de las naciones para el
gobierno, no puede estabilizarse la situación política española.
La Democracia del 78 no tocó los procesos de
concentración de poder económico, que se han acelerado con la crisis,
favoreciendo el dominio de las élites centrales
Y todavía hay algo peor: las élites centrales no
ofrecen otra alternativa que reducir estas élites políticas periféricas a
delegaciones propias, transformar su conciencia nacional en vida regional, y
para lograrlo aspiran a impulsar una campaña de desprestigio del nacionalismo
minoritario que incluso puede llegar a su criminalización. Estos hechos
testimonian que su posición de centralidad económica no puede separarse de su
posición política dominante dentro del Estado, como si no tuvieran otra salida
que la huida hacia delante en el proceso de centralización.
Cuanto más impulsan este proceso, más dejan de
tener representación política en esas nacionalidades históricas, generando un
círculo vicioso de difícil salida. Pues a nadie engaña la divisa de “libres e
iguales” que se lanza desde el centro para desprestigiar las reclamaciones
políticas de vascos y catalanes. Los que no somos ni una cosa ni otra, ni la
tercera, sabemos que el modelo que se quiere instaurar tras esa divisa es el
que se organiza desde el centro y cuyo verdadero significado es “iguales en la
injusta desigualdad”. Pues mientras tanto, la diferencia básica que se impone
no es tanto entre catalanes y el resto, sino entre el centro y los demás, por
una parte, y del centro consigo mismo, por otra.
Así las cosas, la única solución pasa por
reequilibrar la concentración económica intocada desde la Transición, lo que
significa reorientar todas las políticas del Estado desde el punto de vista del
equilibrio territorial, que mientras tanto se ha tornado un problema endémico
que no solo afecta a las naciones históricas.
El federalismo así es una necesidad si se quieren
resolver los problemas estructurales españoles del presente y modernizar en un
paso más la débil y debilitada democracia española.
Pero desde el punto de vista político no hay otra
opción que pasar por él. Y ahí debemos ser claros. El Estado español no podrá
considerarse completamente formado, ni librarse de su dramática historia,
mientras no exista un acto de catalanes y vascos de libre aceptación de su
pertenencia al mismo. Esto es, mientras el proceso de federalización iniciado
en 1978 pacíficamente, propio del segundo modelo de federalismo de
descentralización, se resuelva en un pacto libre de unidad, propio del primer
modelo de constitución unitaria. Este proceso no era inevitable desde el
principio. Lo ha hecho inevitable una política desequilibrada, incapaz de
corregir sus propios excesos, continuadora de la estrategia franquista de
regionalización de España y empeñada en un proceso de deconstrucción de
naciones minoritarias y culturas históricas ancestrales.
José Luis Villacañas Berlanga
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