Recordando a Asimov
Días pasados en un columna de El País el divulgador y científico Javier Sampedro recordaba a Isaac Asimov. En cierto modo creo que es un recuerdo compartido por muchos lectores de Sinapsis. Transcribo el artículo para su lectura.
Me ha cogido con el pie cambiado que se cumpla
este mes el centenario del nacimiento de Asimov (1920-1992), químico,
divulgador y uno de los autores de ciencia ficción más destacados de todos los
tiempos. Como yo ya tenía 31 años cuando murió, siempre le he considerado un
contemporáneo, y cuando tus contemporáneos empiezan a celebrar centenarios
empiezas a sentir escalofríos y vértigos metafísicos. Como esto no es una
necrológica, puedo ahorrarle al lector sus orígenes judíos en la Rusia
soviética, su migración a Nueva York a los tres años y su crianza cutre en las
oscuras trastiendas del Brooklyn de entreguerras. También su ideología
progresista y su pulsión mujeriega, que merecería hoy la censura de cualquier
progresista. Pero sí quiero mencionar una narración admirable que escribió a
los 21 años.
Un
mundo donde no existe la noche
Javier
Sampedro
Es duro decidir tu futuro cuando estás en esa edad
difícil. Entre el retardo en la maduración de los lóbulos frontales, la
intoxicación hormonal que anega el cerebro y una generalizada incompetencia
para comprender el mundo, el bisoño granujiento se debe enfrentar a una de las
decisiones más espinosas de su biografía: a qué dedicar su vida. Cuando yo era
esa larva de humano, mi cabeza era un bombo de opciones. Por supuesto, quería
estudiar Bellas Artes, aunque solo fuera por ver la cara de acelga que se le
ponía a mi entorno familiar a nada que yo lo mencionara, y la música ocupaba la
otra mitad de mis sesos poco hechos. Para colmo, también me interesaban la
física, la literatura, la filosofía, la psicología y el arte sutil de no hacer
nada, en un ejemplo sublime de potaje vocacional.
Fue un libro de Isaac Asimov, Nueva guía de la ciencia, el que despejó las brumas y
me hizo decidirme por la biología. Aprendí allí sobre la doble hélice del ADN y
el código genético, unos conceptos sobre los que nadie me había hablado en el
colegio y que me dejaron literalmente hipnotizado. Aquello significaba que el
mundo vivo, con toda su caprichosa exuberancia y su inaprensible complejidad,
con toda su resistencia numantina a la penetración intelectual, albergaba en su
seno una lógica simple y profunda, comprensible y bella como un amanecer en el
desierto. La prosa desnuda de Asimov me hizo entender esto mucho antes de
estudiarlo formalmente, en un destello que no debió de diferir mucho del que
había deslumbrado 20 años antes a sus mismísimos descubridores. Esa lectura,
como es obvio, marcó el resto de mi vida por completo, así que mi deuda con
Asimov es enorme, para bien o para mal.

En su novela Nightfall, de 1941, una civilización
de un planeta muy, muy lejano vive rodeada de seis soles, y por lo tanto no
conoce la noche ni su abrumador espectáculo de planetas, estrellas y galaxias.
Sin eso, la ciencia no ha acabado de arrancar como lo hizo en la Tierra con
Copérnico, y los alienígenas se sienten autorizados a pensar que son el centro
de una creación de tamaño exiguo y hecha a medida para ellos. Cada 2.000 años,
sin embargo, ocurre un eclipse que descubre el cosmos en todo su grandioso
esplendor, y su mera observación enloquece a las masas al revelarles su
insignificancia en el gran esquema de las cosas. ¿En qué sentido es esto mala
literatura?
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