¿Libertad de expresión?. A. Muñoz Molina
Responsabilidad de expresión
- ANTONIO MUÑOZ MOLINA
https://lectura.kioskoymas.com/article/281646785959034
En toda la gran borrasca verbal que rodea ese libro de Luisgé Martín, El odio, una palabra ha permanecido ausente, la sobria palabra “responsabilidad”. Hemos visto a defensores incondicionales de la libertad de expresión, y hemos visto y escuchado también a quienes vindicaban el derecho al honor de las víctimas vivas y muertas de un doble asesinato cuya crueldad tal vez las palabras no pueden expresar, igual que no hay palabras para contar el dolor de la madre de los niños asesinados, ni probablemente capacidad para comprender su hondura. Y ha sido instructivo observar en todo esto lo que en la jerga contemporánea se llama sesgo de género: han sido hombres, en su mayoría, los que militaban, prietas las filas, en el bando de la libertad de expresión, y mujeres las que señalaban el tormento que la publicación del libro, y con ella el regreso a la actualidad del nombre, la cara y la voz de impasible asesino, iba a causar a la madre de los niños, y sin duda también a los abuelos y los familiares cercanos.
Hay ciertos argumentos, y ciertos títulos, ya tan deteriorados por el uso que da un poco de vergüenza ajena verlos formulados con la convicción de quien acaba de tener una ocurrencia fulminante. Igual que cuando se habla del contraste entre la calidad literaria de un escritor y su vileza humana es preceptivo sacar en procesión la momia ya maltrecha de Louis Ferdinand Céline, en este debate nuestro las voces masculinas han recurrido al ejemeran plo doble de Truman Capote y Emmanuel Carrère, autores de dos obras al parecer indiscutibles sobre el género narrativo de crímenes reales, que ahora también es conveniente llamar true crime, para que se sepa que quien lo usa está en el ajo, o quizás debiera yo decir in the know, de lo más actual y lo más último de los debates culturales. He leído dos veces, con un intervalo de varios años, el libro de Emmanuel Carrère: la primera, como a mucha gente, me deslumbró por lo inaudito de la historia y por la manera de contarla; la segunda vez leí El adversario porque yo mismo se lo había recomendado a unos estudiantes, y para mi sorpresa el impacto que había anticipado no se repitió. Hay libros a los que es peligroso regresar. La historia de aquel triste impostor que se volvió asesino de su propia familia cuando iba a ser desenmascarado seguía siendo igual de poderosa, pero una figura en la que apenas había reparado la vez anterior se me volvió insufrible, y era la del propio Carrère, empeñado en plantarse a sí mismo en el centro de su libro, gesticulando para hacer más evidente su autoría.
Quizás con los años me voy volviendo menos tolerante a los aspavientos del protagonismo literario, a las hinchazones e hipertrofias de la figura del artista. Yo mismo habré caído más de una vez, cuando era joven, en lo que podríamos llamar la épica halagadora del escritor como personaje de sí mismo, como miembro de un gremio entre golfo y heroico. Al releer a Carrère, me irritó que se concediera tanta importancia en su libro como a aquellas personas sobre las que escribía, y que habían sufrido incomparablemente más que él.
Truman Capote es mejor que Carrère, y A sangre fría es uno de esos libros a los que voy volviendo a lo largo de los años. Pero tampoco creo que el libro valga del todo en estos tiempos como ejemplo indiscutible no ya de una alta calidad literaria, sino del derecho de un escritor de no ficción a pasar por encima de cualquier escrúpulo en el afán de lograr una obra maestra. Tenemos derecho a escribir en libertad, pero es más discutible que lo tengamos también para manipular a nuestro servicio a personas mucho más vulnerables y dañadas que nosotros, sin contar con su permiso, y a explotar ávidamente su desgracia para alcanzar el éxito y ganar dinero, muchísimo éxito y dinero, en el caso de Truman Capote. Desde hace tiempo se sabe qué trampas indignas, incluso sexuales, utilizó para ganarse la confianza de los dos descerebrados que asesinaron a la familia Clutter. Y él mismo atestiguó de palabra y por escrito la impaciencia creciente con que esperaba el cumplimiento de la pena de muerte y temía el indulto, con el libro a punto de editarse, con el golpe seguro y gratuito de publicidad que el desenlace cruento de la historia iba a depararle. El reverso de aquella doble y sórdida ejecución en la horca, en una especie de hangar helado al amanecer, fue la fiesta multitudinaria que dio Capote en el hotel Plaza de Nueva York para celebrar los cientos de miles de ejemplares que estaba vendiendo el libro desde que apareció.
Un personaje que inventamos es nuestro; si escribimos sobre personas reales adquirimos una responsabilidad de la que en el caso de la ficción estamos eximidos. Es la misma responsabilidad que asume un periodista: su libertad de expresión está limitada por el respeto a los hechos, y por la veracidad de las palabras que pone en boca de un entrevistado, todo lo cual se resume en el respeto que merece cada ser humano, sobre todo el que es más frágil, el que no puede defenderse. Los Clutter una borrosa familia de granjeros de Kansas, y sus dos asesinos unos desgraciados que estuvieron marcados por el infortunio desde que nacieron. Cuando Truman Capote usó su libertad de expresión para satirizar escandalosamente a las damas de la alta sociedad de Nueva York que hasta entonces lo habían halagado, el precio que pagó fue la muerte social y la ruina. Aquí, como en todo, hay una cuestión de clase: siempre es más seguro ejercer el ingenio contra el que no puede defenderse.
Para Simone Weil, los derechos humanos se quedan en pura abstracción si no van acompañados de lo que ella llama los deberes hacia los seres humanos, que se cifran en el respeto, la ayuda solidaria y la compasión, en el reconocimiento de la plena humanidad de los otros. Son deberes hacia todos, que nos implican a todos.
No me parece que un artista esté exento de ellos. Desde la época de las vanguardias, bastante decrépitas a estas alturas, después de más de un siglo, la libertad absoluta, personal y estética, fue un dogma que engendró unos cuantos monstruos. André Breton decretó que salir a la calle con una pistola y matar a alguien al azar era un perfecto acto surrealista. Él y los suyos esgrimieron como un ejemplo de máxima libertad transgresora las obras del Marqués de Sade, en las que el abuso sexual de los poderosos contra los inferiores, mujeres y niños, alcanza una horrenda monotonía de maquinaria industrial. Uno de los dos o tres surrealistas con talento verdadero, Luis Buñuel, celebraba a Sade y defendía el amour fou, pero a su mujer no le permitió nunca que trabajara fuera de casa, ni siquiera que tocara el piano.
No condeno la obra de nadie por razones morales: pero me niego a justificar sus abusos o crueldades en virtud de su obra. También creo que en la vida hay cosas más importantes que la literatura y el arte. Defiendo mi libertad de expresión con tanto ardor como cualquiera, pero hay cosas que he dejado de escribir, o de publicar, para no herir a personas que habrían sufrido injustamente. Y me arrepiento de haberme dejado llevar alguna vez por una tentación de sátira que en ese momento me parecía ingeniosa y solo era cruel. Uno escribe sobre alguien real y se engolfa tanto en su invención solitaria que acaba olvidándose de que no es una criatura inventada, y por lo tanto no le pertenece. No voy a defender nunca la prohibición ni la retirada de ningún libro, ni a negarle a nadie el derecho a escribir lo que le dé la gana. Es sin duda reconfortante proclamar que la libertad de expresión está en peligro cuando uno disfruta plenamente de ella, pero quizás sea necesario un cierto grado de responsabilidad cuando uno escribe para dar voz a un asesino sabiendo que eso va sin remedio a reavivar el dolor más grande que existe.
Perdón amigo por la tardanza en escribir. Te lo dije y seguiré diciendo IMPERDIBLES TUS ESCRITOS. Con los años no nos volvemos menos tolerantes sino más críticos, por la experiencia adquirida a través de los caminos recorridos. Ves que escribir te hace bien? Te lo dije y seguiré diciendo. Un fuerte fuerte abrazo para vos y tu familia, de este amigo que tanto admira y respeta. Chichí el Tucu.
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