Artículos muy recomendados: Amnistía/Lenguas/ Sindicatos

I)

Contra la amnistía

 DANIEL GASCÓN @gascondaniel. Publicado en El País

La diferencia entre los indultos y la amnistía es que con los indultos el Estado perdonó a los líderes separatistas condenados por los hechos de 2017, mientras que con la amnistía es el Estado el que les pide perdón (también a los que han huido de la justicia). Los secesionistas que violaron la Constitución, el Estatut, el Reglamento del Parlament, los derechos de la oposición y de sus conciudadanos habrían obrado bien. Los funcionarios, abogados, fiscales, jueces, policías y el Rey, que defendieron el orden constitucional, habrían actuado de forma injusta.

 

Debates espurios y eufemismos operan como maniobras de distracción. Un ejemplo es la discusión sobre si la amnistía sería constitucional. Antes de que Pedro Sánchez lo necesitara, ninguno de los que defienden su constitucionalidad había entrado en el juego sofístico de la justificación. Tampoco se cumplen condiciones políticas y sociales necesarias. La amnistía debe servir para una reconciliación; requiere un consenso que ahora no se da. Los secesionistas no reconocen a los catalanes que no piensan como ellos; tampoco hay una renuncia a la unilateralidad, frente a la que la democracia española está más desprotegida que en 2017. Solo hay conveniencia y chantaje. El cuarto y quinto partidos en una comunidad autónoma resultan necesarios para que Sánchez sea presidente del Gobierno: se presentan como si fueran toda Cataluña. Tampoco responde a un mandato: ni el PSOE ni Sumar llevaban en su programa electoral la amnistía; dirigentes del PSOE afirmaban que era inconstitucional. La vinculación con la Ley de Amnistía del 77 equipara la dictadura con la democracia. Cuando les viene bien, los propagandistas apelan a la imagen de nuestro país. Cualquier gestión legal o reputacional será más difícil si la democracia española se desautoriza a sí misma de esta manera.

 

El último argumento es el más tramposo: amnistía, sí; referéndum, no. El truco retórico resta importancia a la amnistía: quiere hacernos creer la mentira de que la suspensión del imperio de la ley, el hecho de que unos delitos dejan de serlo cuando los cometen personas de determinada procedencia, ideología y posición, a cambio de una transacción política, es admisible (básicamente porque no se concede de entrada a los independentistas todo lo que piden). Pero la amnistía es destructiva: significa que la ley no es abstracta ni igual para todos. Desacredita el sistema entero y además a estas alturas ya sabemos que lo que unos presentan como líneas rojas para otros son metas volantes.

 II)

 Nuevas batallas sindicales

 

Antonio Muñoz Molina. Tribuna. El País


https://elpais.com/opinion/2023-09-30/nuevas-batallas-sindicales.html

 

Parecen noticias de otra época: trabajadores sosteniendo pancartas y bloqueando el paso a las fábricas; debates encendidos sobre subidas de sueldos, prestaciones sociales y bajas por enfermedad. Todo lo que sostiene la simple dignidad de la vida

 

 

                                                  FRAN PULIDO 

 

Escribir es un oficio altamente solitario, pero los 11.000 escritores de cine y televisión de Estados Unidos se unieron en la fraternidad combativa de una huelga que ha durado 147 días y que ha forzado a los directivos de los grandes estudios y las plataformas a aceptar un acuerdo, no solo sobre los salarios, sino también sobre la defensa de la propiedad intelectual frente a las estrategias depredadoras de las compañías de inteligencia artificial. Un escritor trabajando a solas no es nadie; 11.000 escritores organizados en un sindicato tienen la fuerza suficiente para paralizar una industria que depende en gran parte de ellos, pero en la que su trabajo es en gran medida invisible. Fue precisamente la visibilidad de los actores que se unieron a la huelga lo que favoreció la difusión de sus reivindicaciones y agrandó su efecto. Desde 1960 no había ocurrido nada semejante. A los actores conocidos y a los desconocidos y a los escritores se unieron los técnicos de todos esos oficios que hacen posibles las películas, cámaras, carpinteros, decoradores, iluminadores, especialistas de fotografía y de sonido, hasta un total de 170.000 personas, que todavía continúan en huelga, sufriendo heroicamente privaciones que se hacen más graves según pasan los días y solo tienen el alivio del socorro mutuo.


La afiliación a los sindicatos, que fueron tan poderosos en Estados Unidos, está en su punto más bajo, apenas el 10%, pero en los últimos meses se han multiplicado las huelgas, por primera vez en muchos años, huelgas de trabajadores de hotel, de conductores de autobuses escolares, de maestros, de empleados de cafeterías. Las grandes empresas, sobre todo las tecnológicas, chantajean y manipulan para impedir que sus trabajadores puedan sindicarse, pero muchos lo han logrado ya en las franquicias de Starbucks, y hasta en algunos almacenes de Amazon, donde exigencias cercanas al esclavismo fuerzan a los empleados de cierta edad a llevar pañales durante la jornada de trabajo, para evitar que un exceso de visitas al baño provoque una sanción o incluso un despido, determinado asépticamente por un algoritmo.


El vendaval de la sublevación ha llegado hasta las fábricas de coches de Detroit, donde el sueldo medio de un trabajador es 300 veces inferior a los ingresos anuales de los directivos, y donde en los últimos años se han deteriorado tanto los salarios como las condiciones laborales, incluidas pensiones y asistencia sanitaria. Nunca se habían unido en una misma huelga los trabajadores de los tres mayores fabricantes: General Motors, Ford y Stellantis ―la antigua Chrysler, fusionada con Fiat y PSA―. Y en ella los todavía mejor pagados se solidarizan con los que han llegado en los últimos años y cumplen exactamente las mismas tareas recibiendo la mitad de sueldo.


Parecen noticias de otra época: trabajadores sosteniendo pancartas y coreando rítmicamente consignas reivindicativas, bloqueando el paso a la entrada de las fábricas; debates encendidos no sobre fantasías ideológicas, sino sobre subidas de sueldos, prestaciones sociales, bajas por enfermedad, todo lo que sostiene la simple dignidad de la vida. Y nos extraña más aún que estas imágenes de obreros en huelga y de representantes sindicales negociando ásperamente con los patronos de corporaciones que parecían cercanas a la omnipotencia procedan de Estados Unidos, donde el volumen, el poder, de esas compañías es muy superior al de cualquier otra en Europa, y donde la cruda ética individualista del capitalismo más extremo prevalece sobre los valores menospreciados de la solidaridad.


 Esa ideología tan del presente, y tan difundida en todas partes, nos lleva a olvidar toda la historia de disidencia política y de activismo sindical que arrancó con el movimiento obrero americano desde las últimas décadas del siglo XIX, y que tuvo su esplendor cultural y social en los años del New Deal; luego fue sometido al acoso y la calumnia en la época del macartismo y la Guerra Fría, y desbaratado por fin con las políticas neoliberales de Reagan y sus sucesores, incluido Bill Clinton. Justo ahora, de manera inaudita, Joe Biden hace acto de presencia en los escenarios de la huelga en Detroit, con un gesto de abierta simpatía hacia el movimiento sindical que no ha tenido ningún otro presidente desde Franklin D. Roosevelt.

No sentiríamos tanta extrañeza si no hubiéramos dejado que cuestiones tan perentorias como los derechos laborales y el activismo sindical ―la idea misma de la justicia social— se fueran borrando de nuestra conciencia política. La última huelga general en España fue en 2002. Ninguna tuvo una relevancia tan arrolladora como la del 14 de diciembre de 1988, que se organizó contra un Gobierno socialista. La pérdida gradual de fuerza y de prestigio de los sindicatos se correspondía con la imposición de una ideología económica que sus valedores presentaban no como una elección voluntaria, y por lo tanto discutible, sino como la simple evolución natural de las cosas: las privatizaciones de bienes y servicios públicos; los recortes sociales; la eliminación del tejido industrial; el libre movimiento internacional de los capitales y de las empresas, pero no de las personas; la contención en los salarios, pero no en los beneficios; la competitividad basada en el trabajo precario y mal pagado.


Los sindicatos parecían una rémora de otras épocas, burocracias ineficaces y parásitas, obstáculos para el bienestar común. La irrelevancia de su presente quedaba confirmada por la eliminación de su pasado. En las historias del antifranquismo y del tránsito a la democracia había mucho espacio para los dirigentes políticos de la izquierda, y hasta para los veteranos del Régimen que contribuyeron de mejor o peor gana a desmantelarlo, pero muy poco, o ninguno, para los militantes sindicales, hombres y mujeres, que levantaron en condiciones durísimas las Comisiones Obreras, sufriendo una represión más cruel que la infligida a los militantes universitarios, al fin y al cabo relativamente protegidos por su pertenencia a la clase media. En el lenguaje de aquella época, se decía que los sindicatos no podían ser “correas de transmisión” de los partidos de izquierda. Según mi propia experiencia, una parte grande de las energías intelectuales, y hasta físicas, de aquellos grupos políticos se desperdiciaban en enconadas diatribas teóricas sin el menor contacto con la realidad. Centrados en la defensa de las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera, los sindicalistas tenían la responsabilidad, y la ventaja, de no perder nunca de vista el mundo real. No faltaban enterados que desdeñaban ese arraigo práctico llamándolo “economicismo” o “reformismo”.


Siente uno remordimiento, incluso vergüenza, al darse cuenta de que también se dejó llevar por esa corriente de conformismo, de moda, que en los ambientes progresistas, tal vez desde los años noventa, fue dejando a un lado cuestiones esenciales de justicia social, de desigualdad, de derechos laborales, de protección o abandono del territorio de lo público. Recuerdo una tribuna en estas mismas páginas, escrita por un filósofo, justo antes de que la crisis que había comenzado en Estados Unidos empezara a estallar en España, cuando todo el mundo aseguraba que nada de aquello podía afectarnos a nosotros, que nuestros bancos eran mucho más sólidos que los americanos, etcétera. El filósofo decía que las identidades grupales —de género, de condición sexual, de pertenencia nacional— habían vuelto irrelevantes en el mundo contemporáneo las diferencias y las solidaridades de clase. Faltaban apenas unos meses para que se hundiera el espejismo de una prosperidad basada en la especulación financiera y la falta de regulaciones y controles sociales, y para que las diferencias de clase se volvieran más crudas y más visibles que nunca. El sindicalismo es una de esas herramientas anticuadas y resistentes a las modas que mejor pueden defendernos contra las inclemencias del presente, y tal vez del porvenir.

 

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III)

Irene Vallejo y Javier Cercas nos aportan su mirada sobre las lenguas, tema que de algún modo ha saltado a la controversia política últimamente.

 

 

Lenguas de fuego

 

 Irene Vallejo. El País

 


http://lectura.kioskoymas.com/article/281582360262955



Cuando una relación se rompe, muere un dialecto. Enamorarse reaviva la alegría infantil de inventar palabras, un Génesis verbal. Forjamos frases que evocan un recuerdo compartido, sobreentendidos, expresiones corrientes con sentidos ocultos. Ideamos apodos, inflexiones nuevas —nuestras—, claves imposibles de entender fuera del círculo mágico. Nos excita ser comprendidos solo por los más íntimos. Y cuando al amar vamos explorando un cuerpo aún desconocido, creamos, dando nombre a sus rincones, una cartografía física cuyos topónimos nadie más pronunciará.

Al hablar nos comunicamos, pero también dibujamos fronteras. Los idiomas construyen el concepto del extranjero, el otro. Así, los griegos llamaron “bárbaro” al forastero que masculla un lenguaje incomprensible, borboteos de voz. “Barb” era la onomatopeya para balbuceos confusos. En revancha, nuestro “gringo” deriva de “griego”, aludiendo a un idioma embrollado. El término “algarabía” no es más que la adaptación de al-arabiyya, es decir, lengua arábiga, porque quienes la ignoraban solo intuían una bulla caótica. De “guirigay”, es decir, conversación incomprensible, deriva el atributo coloquial “guiris”.


La torre de Babel simboliza la multiplicación lingüística como maldición y castigo. Expresa la nostalgia por un pasado legendario en que la humanidad compartía el mismo idioma y era un solo pueblo. En aquel tiempo mítico, las palabras serían reflejo exacto de la realidad. Cuenta Heródoto que el faraón Psamético hizo un experimento para descubrir el habla primigenia, orgullosamente seguro de que sería el egipcio. Entregó a un pastor dos recién nacidos para que los criase en silencio. Sin interferencia humana, en una cabaña solitaria, con la sola compañía de unas cabras lecheras, su lenguaje sería el originario. Lo primero que aquellos niños farfullaron fue “bec” y de inmediato los eruditos de Egipto se exprimieron el seso para identificarlo. Pero lo cierto es que suena sospechosamente parecido al balar de las cabras, sus únicas amigas. Por supuesto, de sus bocas no brotó idioma alguno.


En el imaginario colectivo tendemos a jerarquizar los idiomas y los acentos. Los imperios y las regiones más prósperas imponen la música poderosa de su voz, mientras que un halo de fragilidad e intemperie envuelve a las más desprotegidas. Sin embargo, el valor de una lengua no depende de las cifras de hablantes: la nuestra nos importa por razones emotivas, al margen de sus dimensiones. Sentimos que alberga una mirada sobre el mundo, la melodía de nuestra memoria, una arquitectura de pensamiento, una peculiar manera de nombrar y alumbrar la realidad. Así nos enriquecen las demás también. Solo ama de verdad una lengua quien es capaz de amarlas todas.


Cada dos semanas se extingue un universo. Según las proyecciones, a fin de siglo habrán desaparecido la mitad de los idiomas que hoy subsisten. Un poema náhuatl traducido por Miguel León Portilla describe ese naufragio: “Cuando muere una lengua se cierra a todos los pueblos del mundo una ventana, una puerta, un asomarse de modo distinto al ser y la vida en la tierra. Espejos para siempre quebrados, sombra de voces para siempre acalladas: la humanidad se empobrece”. En una peripecia asombrosa, el geógrafo y naturalista Alexander von Humboldt encontró en una aldea, mientras exploraba en 1799 la cuenca del Orinoco, al último hablante de un pueblo exterminado, los atures. Se trataba de un loro que repetía sin comprender palabras aprendidas, como eco de un diálogo extinguido. Fascinado, Von Humboldt anotó 40 vocablos de ese diccionario desvanecido.


Frente a la antigua maldición, investigaciones recientes afirman que hablar varias lenguas entrena el músculo de nuestra mente: nos protege del deterioro cognitivo y expande el horizonte de nuestro pensamiento. Tal vez la mayor “barbaridad” sea marginar o despreciar algunas de ellas. Anhelar el viejo mito del idioma único nos empequeñece. Somos criaturas de la diáspora que, en la algarabía de Babel, abandonamos las cuevas de las diminutas tribus para compartir ideas, explorar lejanías y convertirnos en una especie mestiza: de trogloditas a políglotas.

 

 

 

Koiné

 

Javier Cercas. El País

 

http://lectura.kioskoymas.com/article/281573770328363

 

En una película de Billy Wilder, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?, un diplomático estadounidense aterriza en Italia y, mientras sale del avión, resopla: “Me parece bien que los extranjeros hablen lenguas distintas del inglés, pero ¿no podrían ponerse de acuerdo y hablar todos la misma?”. Recordé la escena leyendo las críticas provocadas por la decisión de la presidencia del Congreso de permitir el uso de las lenguas oficiales en la Cámara. Debo de ser el único no secesionista que no la considera una mala idea, lo que no me impide estar de acuerdo con algunas quejas de los críticos: la medida no se tomó por convicción, sino obligados por el nacionalismo catalán; no me convenció, en cambio, la objeción de fondo, según la cual España posee una koiné —una lengua común— y por tanto lo mejor sería usarla en exclusiva en el Congreso. Intento razonar mi discrepancia.


Una koiné no es obra del Espíritu Santo; la forjan los hombres, la historia. Ahora mismo el italiano es la lengua común de los italianos, pero en 1860, cuando el nacionalismo unificó el país, apenas un 2,5% de ellos la hablaba. Poco después, sin embargo, el Estado la impuso como koiné y volvió intrascendentes las demás lenguas. No fue una operación excepcional, pero sí tan útil que podríamos replicarla en la UE, sólo que en inglés, claro. Es verdad que, en España, el castellano ya es una koiné —aunque yo aún he conocido catalanes que no lo entendían—, mientras que, en la UE, el inglés todavía no lo es; pero poco le falta: no habrá muchos europeos cultos que no lo entiendan —de hecho, basta con él para viajar por todo el mundo— y en los países nórdicos todos lo hablan; si nos lo proponemos, en una o dos generaciones el inglés sería la koiné europea y las demás lenguas quedarían relegadas a una condición subalterna o irrelevante. 


¿Lo queremos? En EE UU, muchos portorriqueños no aceptan cambiar el español por el inglés, como aconsejan el pragmatismo y los entusiastas del english only. ¿Lo aceptaríamos, incluidos quienes escribimos en español? Las lenguas no son sólo una cuestión pragmática: su uso involucra laberintos personales, afectivos, familiares, culturales; al seco utilitarismo todo esto le parecen flatulencias sentimentales, pero la historia enseña que es muy mala idea ignorarlo. Resolver el problema endiablado de la convivencia entre lenguas comporta, de entrada y en general —lo del Congreso es anecdótico—, ser respetuoso con las de los demás: es fácil entender la necesidad de una lengua común (sobre todo, si es la propia), pero suele costar más trabajo reconocer que los otros tienen asimismo derecho a usar con plenitud la suya; también implica despolitizar las lenguas, contra lo que ha hecho el nacionalismo desde su origen: fomentar el catalán no equivale —no debe equivaler— a fomentar el nacionalismo catalán. 


Pero, si de política se trata —que es de lo que se trata en el 99% de los casos cuando se habla en España de lenguas—, repetiré lo escrito hace poco en esta columna: el uso del catalán nos interesa a todos, pero sobre todo a quienes somos contrarios a la secesión; la lengua es el arma más poderosa para conseguirla, pero no se desactiva inutilizándola (cosa inmoral además de imposible), sino utilizándola para bien (para unir diciendo la verdad) y no para mal (para dividir contando mentiras). En otras palabras: el secesionismo no se puede refutar con eficacia más que en catalán, porque lo que se ha montado en catalán sólo se puede desmontar en catalán.


Por muchas trapacerías que hagan los nacionalistas, sigue pareciéndome saludable que la España real se reconozca lo mejor posible, también lingüísticamente, en el Parlamento de todos. No siempre es fácil dar con soluciones sencillas a problemas complejos (es lo que le reprochamos con razón al populismo). El de las lenguas lo es, y yo diría que, como tantos otros, no tiene arreglo si no encontramos un equilibrio —difícil, cambiante, inestable, escurridizo— entre lo común y lo propio, entre lo particular y lo universal. Por lo demás, no lo duden: si España no hace suyo sin reservas el catalán, el gran beneficiado es el secesionismo.

 

 

 

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