Breves artículos culturales/Literatura, filosofía/ciencia

 I)

Tomar una copa con Maquiavelo

  • MANUEL VICENT

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                                                                                    Maquiavelo

Para mi gusto los escritores se dividen en dos: aquellos que me agrada cómo escriben y después de leerlos me gustaría tomarme una copa con ellos y aquellos que, pese a que escriben muy bien, no movería un dedo por conocerlos en persona. Me refiero también a artistas y otra gente famosa que, por sus hechos, sean hazañas o crímenes, han llenado las páginas de la historia. Los hay que resulta fatigoso leerlos y, en cambio, siempre son bien recibidos en las sobremesas porque su ingenio los convierte en una fuente inagotable de chismes y anécdotas, que ayudan a hacer una buena digestión. Para mí un gran artista es aquel a quien mi admiración llega hasta el punto de saber incluso si tenía sabañones en su infancia. Admirado su arte, leídos sus libros o enterado de su última hazaña, uno trata de agotar el caudal de su vida privada como una experiencia de sabiduría. En este caso se producen muchas sorpresas. Tal vez conocido de cerca y compartiendo con él un par de cervezas, descubrirías que Jack el Destripador tenía un trozo de alma muy sensible que le impulsaba a ayudar a un ciego a cruzar un paso de cebra. O tal vez Francisco de Asís, pese a su humildad reconocida y premiada con el Nobel de la santidad, tenía un carácter muy atravesado, salvo cuando se encontraba con el hermano lobo.


Me hubiera gustado conocer a Jantipa, la mujer de Sócrates, solo para preguntarle si en la cocina y en la cama también hablaba tan entonado y decía cosas tan profundas. Jantipa ha pasado por ser una mujer irascible e incontrolada porque de pronto se presentaba en el ágora y ante el corro de discípulos de su marido le recriminaba en público la vida desastrosa que llevaba, siempre rodeado de jovenzuelos que le bailaban el agua y a quienes llenaba la cabeza de tonterías. “Hace tres días que te fuiste de casa dejando la comida en la mesa” — le decía. Era una mujer cargada de problemas cotidianos, llena de sentido práctico y muy enamorada. “Conócete a ti mismo”— decía Sócrates a sus discípulos. Jantipa replicaba: “Me conozco de sobra y a ti también, de modo que hoy tienes higos secos de postre, que tanto te gustan. Ninguno de tus principios tiene más verdad que uno de esos higos”.


Si me dieran a elegir entre los poetas latinos no sería el primero Virgilio, tan conservador, ni Horacio, siempre pendiente de las dádivas de mecenas. Mi preferencia se decantaría por la rebeldía de Ovidio, tan moderno, y sobre todo por Cayo Valerio Catulo por su sentido del humor. Con estos versos se quejaba de las hipotecas: “¡Oh Furio! Nuestra quinta no está expuesta / ni a los soplos del Austro o los del Céfiro, / ni a los del Bóreas cruel, ni del Levante; / más, por sestercios quince mil doscientos / está desde hace tiempo hipotecada. / ¡Oh, qué pestilencial y horrible viento!”.


He imaginado alguna vez que Maquiavelo era un psicoanalista y que tenía entre sus mejores pacientes a la familia de los Borgia. Tumbado en el diván, el libidinoso Alejandro VI, mirando las cornucopias del techo, dejaba brotar grumos del inconsciente que le salían por la boca desde la chepa. Decía que acababa de contratar con Miguel Ángel la escultura de la Pietá y había firmado también un contrato con Leonardo da Vinci para que le diseñara los cañones de su hijo César Borgia, quien pronto iba a emprender una guerra. Maquiavelo conducía la conversación hacia ese punto donde se encuentran la belleza y la maldad, el amor y el veneno, los ladridos de los mastines y el volteo celestial de las campanas. “Para ser Papa hay que empezar por abajo —le decía Maquiavelo—.


Hay que empezar por las sagradas pantuflas. Un Papa es ese ser que crece desde ese calzado bordado con hebras de oro y plata”. Tomarse una copa con el papa Borgia y Maquiavelo tenía un peligro. ¿Pero a quién no le hubiera gustado?


Tirando por la historia hacia adelante hubiera sido un placer encontrarse con Voltaire, el primer periodista intelectual, lleno de ironía mordaz, con una inteligencia afilada como su nariz. Él fue quien dijo la frase que siempre se atribuye a otros, entre ellos a Churchill. “Podré no estar de acuerdo en lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. En este principio están incluidos la tolerancia y el derecho a la libertad de expresión. No hay forma de que Voltaire deje de ser moderno, del mismo modo que es imposible llevar la cojera con más elegancia que Lord Byron. En la historia de la literatura y de las artes hay una secreta corriente de seducción que se tiene o no se tiene sin que nada se pueda hacer para obtener esa gracia gratuita. Hay escritores, artistas e intelectuales seductores y otros que pese a su talento no han merecido ese don de los dioses. A veces durante los insomnios paso lista de los autores con los que me hubiera gustado tomarme una copa. Y así hasta que cojo el sueño.

                                                               ***

II)


Nadie dijo que sería simple

  • JAVIER SAMPEDRO

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Pese a la tradicional pendencia entre ciencia y religión, hay tres curas que han tenido una enorme influencia entre los investigadores. De más reciente a más antiguo son: Georges Lemaître, que hace un siglo dedujo el Big Bang de las ecuaciones de Einstein; Gregor Mendel, que descubrió la genética en tiempos de Darwin, y Guillermo de Ockham, que acaso sea el menos conocido de los tres. Ockham, un monje franciscano, trabajó en Oxford durante la primera mitad del siglo XIV como filósofo, teólogo y politólogo, si es que eso era un trabajo en la Edad Media. Estuvo a punto de protagonizar El nombre de la rosa, de Umberto Eco, lo que pasa es que Eco se cabreó con él mientras preparaba la novela en 1980 y decidió inventarse a Guillermo de Baskerville, a quien todos imaginamos hoy con la cara de Sean Connery.

Ockham debía de ser un intelectual rompedor en la época, porque los ortodoxos dones de Oxford se negaron a concederle el doctorado en Teología, y el pobre franciscano tuvo que ganarse la vida como inceptor, una especie de licenciadillo, que deambulaba por los conventos ingleses participando en debates teológicos. Por la noche, en la soledad de su celda, se dedicaba a analizar la lógica de la naturaleza. Tras mudarse a Aviñón, pudo liberarse de la rigidez de Oxfordshire y sumergirse en un ambiente universitario más abierto a la discusión y a las propuestas innovadoras.


Los filósofos admiran a Ockham por formular el nominalismo —que los objetos abstractos no existen—, pero los científicos prefieren recordarle por la navaja de Ockham: pluralitas non est ponenda sine necessitate, la pluralidad no se debe postular sin necesidad. Dicho así, en su formulación original, la verdad es que no se entiende nada. La manera más clara de explicar la idea es seguramente esta: si hay dos ideas que pueden explicar un fenómeno, la más simple suele ser la correcta. Los científicos adoran este principio.

La navaja de Ockham es un fundamento de la revolución copernicana. El cielo nocturno se puede explicar matemáticamente si la Tierra es el centro del universo, como ya hacían los modelos de epiciclos de Hiparco y Ptolomeo en la Grecia clásica. Un epiciclo es un círculo pequeño que gira mientras se mueve por otro círculo más grande. Si los planetas se mueven así, la Tierra puede estar perfectamente en el centro. Pero, si pones el Sol en el centro, como hizo Copérnico, el movimiento de los planetas se puede explicar de un modo mucho más simple, sin epiciclos ni gaitas. Por la navaja de Ockham, el modelo de Copérnico es superior al de Ptolomeo, por la sencilla razón de que es más simple.


El físico Jorge Wagensberg, a quien añoro, me contaba que un señor se presentó

A menudo, la explicación más simple no es la mejor, en flagrante contradicción con la navaja de Ockham

una vez en su despacho, le tiró sobre la mesa un mazo de 500 páginas con gran estruendo y le dijo: “Einstein se equivocó, aquí le dejo la verdadera teoría de la relatividad”. Wagensberg le respondió de inmediato que su teoría era incorrecta. “¿Pero cómo?”, dijo el hombre, “¿cómo puede usted decir eso sin haberla leído?”. Y Wagensberg le respondió: “Muy señor mío, porque la teoría de Einstein ocupa media cuartilla”. Otra aplicación directa de la navaja de Ockham.


Pero ¿y si la navaja de Ockham no funciona? ¿Y si está mellada? Eso opina mi historiadora de la ciencia favorita, Naomi Oreskes, de la Universidad de Harvard. Dice que, a menudo, la explicación más simple no es la mejor, en flagrante contradicción con la navaja de Ockham. Dice que la vida real es complicada y desaliñada, y que, como en las novelas policiacas, el culpable suele ser el que menos te esperas. Y que el 95% del mundo consiste en materia oscura y energía oscura. ¿Quién dijo que sería simple?

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