La pertinaz sequía y otros artículos

Os recomiendo la lectura de estos cuatro artículos que abordan temas de actualidad. JHP


1) La pertinaz sequía


Los humanos, hasta ahora, no han conseguido inventar el agua. Solo, y en

escasa medida, mitigar los efectos de las sequías


Federico Soriguer

Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias


(Publicado en La Tribuna. Diario Sur)



No llueve. Otra vez, como si de un castigo bíblico se tratara el dios de la lluvia nos fustiga con su silencio. Al menos, antes de los móviles nos quedaba el consuelo del «tal vez mañana».

Luego, llovía o no llovía. Pero hoy, día 20 de enero que escribo este artículo, cuando en la última y esperada borrasca solo han caído unos pocos litros en Málaga, mi móvil me anuncia que ya no volverá a llover hasta febrero. ¡Hasta febrero (¡¡), cuando ya no queda tiempo para que caiga el agua suficiente para saciar la sed acumulada. Y aquí estamos, de nuevo, bajo esta 'pertinaz sequía' adjetivo que patentó el régimen de Franco, convirtiéndola en la disculpa del hambre y la miseria de la posguerra. O como hace 29 años en Málaga. 


Lo recuerdo muy bien. Entonces dejé que se secaran los rosales de mi jardín, pocos meses antes de que, de nuevo, volviera a diluviar. Mi inútil gesto burgués, heroico y solidario no sirvió para nada. Un colega de la Academia Malagueña de Ciencias, institución que lleva décadas elaborando informes sobre la sequía en Málaga, me recuerda que los ciclos hidrológicos de la cuenca mediterránea se explican mejor remitiéndonos a aquellas plagas de Egipto que anunciaban siete años de vacas flacas y siete de vacas gordas. Supongo que eran siete porque el siete ha sido siempre un número cabalístico, pero se entiende bien la metáfora de mi admirado colega. 


Vivimos del oxígeno del aire y de las aguas del cielo, que son bienes naturales y no pertenecen a nadie. Los humanos, hasta ahora, no han conseguido inventar el agua.

 Solo y en escasa medida mitigar los efectos de las sequías. Pero la naturaleza es más que madre, madrastra y en el Mediterráneo periódicamente nos demuestra que solo somos un animal inacabado y a su merced. Por eso conviene no enfurecerla.


Nuestros antepasados solían hacerle ofrendas, llegando a veces a los sacrificios humanos. Todavía hoy seguimos sacando santos a la calle para hacer rogativas que intercedan, lo que no deja de tener un regusto panteísta, más propio de religiones paganas. Que yo sepa no se ha hecho ningún estudio científico que demuestre la eficacia de las rogativas sobre la lluvia, pero sí que tenían un efecto benéfico sobre las gentes, que ayer como ahora, padecían de eco-ansiedad, aunque no se llamara así. En realidad las sequías lo que producen en el ánimo es lo que con más propiedad podríamos llamar estrés hídrico, término que se suele aplicar solo a las plantas, pero que afecta también a los humanos. Porque hasta el más urbanita lleva en su huella ancestral la memoria del agua.


No es extraño. Durante nueve meses vivimos en un océano acuoso y nutritivo que nos protege y del que somos expulsados violentamente en el parto. Cuando nacemos el 80 por ciento de la  composición corporal es agua y envejecer es, de alguna forma, irse poco a poco desecando. Una pertinaz sequía no sería más que una metáfora de esa muerte personal, siempre presente. ¡Cómo no vamos a estresarnos cuando no llueve! Porque en nuestra distraída cotidianidad la pertinaz sequía es un aldabonazo a la perennidad de nuestro mundo, que es siempre el más cercano. Nunca llueve a gusto de todos, bien que lo sabemos, pues lo que no llueve aquí hoy es porque lo está haciendo en otro lugar, otra muestra de lo injusta y caótica que es la naturaleza.


Así que estamos (¿mejor, peor, igual?) que hace unas décadas pues no se ponen de acuerdo en esto los expertos, como ha quedado claro en las entrevistas que este periódico ha ido elaborando a medida que los nubarrones de la sequía (perdonen el oxímoron) se acercaban y pasaban de largo sobre los cielos de Málaga. Sí, sacaremos los santos a las calles o imploraremos al cielo, pero lo hacemos sin la fe y la esperanza suficientes como para que al menos nos calme esa ansiedad, que arriba hemos llamado estrés hídrico.


Porque ahora ponemos todo nuestro empeño en este nuevo Dios que es la tecnología. Menudo Dios. Somos capaces de llegar a Marte pero no de hacer que llueva al gusto de todos. 'Porca miseria', como diría un italiano. ¿Qué hacer, pues, ahora? Porque lo que se podía haber hecho habría que haberlo hecho ya, y no se ha hecho, así que volveremos a lamentarnos, dejaremos secar nuestros rosales, vigilaremos de reojo a los vecinos, clamaremos al cielo y al infierno, miraremos al cielo y al móvil, esperando que el móvil nos engañe con la esperanza de que, como siempre, algún día, mejor mañana, los cielos se oscurezcan, los truenos y relámpagos iluminen la noche y el dios de la lluvia inunde nuestras calles, nuestros campos, nuestros ríos, nuestros pantanos y entonces todos, de nuevo, respiraremos hondo el olor de la tierra mojada, nos arroparemos bajo las mantas mientras oímos el repiqueteo en los cristales del viento y de las gotas de agua o nos refugiaremos bajo los soportarles si es de día, mientras notamos cómo nuestro cuerpo se esponja, como el de esos anfibios que enterrados en los cienos de las charcas secas, van mermando su tamaño hasta que la lluvia los hidrata y los devuelve a la vida, momento en el que todo volverá a ser como antes.


Y así hasta la próxima, si es que hay una próxima, pues en ninguna parte está escrito que la historia se repita ni que a la nuestra, la de usted y la mía, les toque en suerte la de ser la última generación que no perdió la esperanza.


2) ALGUNAS VERDADES INCÓMODAS


Franc Cortada. Director general de Oxfam Intermón. Publicado en Ethic


Hace una década, coincidiendo con el foro anual de Davos, empezamos a publicar nuestro informe sobre la desigualdad en el mundo. Desde entonces hemos visto cómo, año tras año, la riqueza extrema, concentrada en manos de unos pocos, ha crecido hasta niveles obscenos.


Esta noche, más de 780 millones de personas se irán a la cama con hambre. A día de hoy, 3.000 millones de personas siguen sin tener acceso a asistencia médica y tres de cada cuatro trabajadores no tienen garantizados derechos laborales tan básicos como una baja por enfermedad o un subsidio de desempleo. Cada día, millones de personas se levantan angustiadas y hacen verdaderos malabares para pagar sus facturas o calentar sus casas.


Pero estas desigualdades no son inevitables ni son fruto de la fatalidad. Son el resultado de opciones políticas e ideológicas en materia de fiscalidad, derechos laborales, monopolios y propiedad intelectual o el control de la tierra y los recursos naturales. Son el resultado de un sistema económico que incentiva y premia la acumulación del capital.

Gravar la riqueza de los más ricos ya no es una opción, sino una obligación


Durante los últimos años, los beneficios empresariales de las grandes corporaciones tecnológicas, energéticas o bancarias se han disparado. El 1% más rico de la población acapara ya dos tercios de toda la riqueza generada desde finales de 2019, mientras el resto sufríamos los embates de la policrisis. Esta pequeña élite ha acumulado el doble de riqueza que el 99% restante de la población mundial. Enormes fortunas para una minoría privilegiada, que concentra riqueza y poder. A la par, sus impuestos han caído a su nivel más bajo en décadas.


Los gobiernos tienen una opción: ¿permiten que esto suceda sin control o actúan?


Muchos multimillonarios pagan tasas impositivas de un solo dígito y la mitad de ellos viven en países sin impuestos de sucesión, contribuyendo a que esta riqueza crezca de generación en generación. El peso de las políticas fiscales lo sostenemos las familias, la clase trabajadora: de cada dólar recaudado en impuestos a nivel global, tan solo cuatro centavos se recaudan sobre la riqueza.


En todo el mundo, los impactos de estas crisis solapadas han dejado las finanzas públicas de muchos gobiernos al límite. Y los países más empobrecidos del sur global, estrangulados además por el pago de deuda, al borde de la quiebra. Todo ello limitando gravemente la capacidad real que estos gobiernos tienen para amortiguar y revertir el impacto de estas crisis en su población.


Afortunadamente, tenemos una solución a nuestro alcance: contar con unos sistemas fiscales justos y progresivos, que persigan la elusión y la evasión fiscal, que graven los beneficios empresariales extraordinarios y que garanticen que paguen más quienes tienen mucho más.


Gravar la riqueza de los más ricos ya no es una opción, sino una obligación. Un impuesto sobre el patrimonio de hasta el 5% para los ultrarricos recaudaría hasta 1,7 billones de dólares anuales. En Nigeria y la India, por ejemplo, estos ingresos podrían aumentar el gasto en salud en un 14% y un 33% respectivamente, en dos países donde la mortalidad de madres durante el parto sigue siendo altísima. Imaginémonos cuánto personal médico podría financiarse con ese dinero y cuánto sufrimiento se podría evitar.


Los recursos financieros están ahí si los redistribuimos. Unos recursos que deben apuntalar políticas inclusivas y mayores inversiones públicas en protección social, educación o sanidad, mecanismos predistributivos esenciales para actuar sobre las causas de la desigualdad.


Nos toca reimaginar y transformar nuestro modelo social y económico para revertir unas desigualdades que condenan a millones de personas. Necesitamos transitar hacia una economía que deje de estar al servicio de una élite y funcione para el 99%, con el fin de construir un mundo más justo, sostenible y sin pobreza. El momento es ahora.


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3) Siempre un fantasma recorre el mundo

Artistas y obras en su momento celebradas y hasta consideradas clásicas, son ahora condenadas por sus ‘incorrecciones’ o corren el riesgo de sufrir la drástica censura que conocemos como ‘cancelación’


En la escena final de la maravillosa y tantas veces vista película The Kid (El chico), luego de que el vagabundo logra rescatar al niño que es conducido a un orfanato, se desarrolla una de las imágenes más conmovedoras de la historia del cine: Charlot besa en los labios al niño. Es un acto de puro amor filial, de una inmensa ternura, que estremeció la sensibilidad de millones de personas por muchísimo tiempo.

La película, estrenada en 1921, fue considerada en 2011 “cultural, histórica y estéticamente significativa” por la prestigiosa Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su conservación en el National Film Registry estadounidense. Pero, vista desde la perspectiva del presente, ¿podría hoy un director de cine incluir en su película una acción semejante? ¿Se atrevería a desatar los demonios de la corrección? ¿Ahora mismo esa misma obra sería distinguida con los reconocimientos mencionados sin provocar reacciones?


Ya se sabe: los tiempos cambian (a veces con mayor celeridad) y con ellos las percepciones y valoraciones de muchas cosas. El propio Charles Chaplin lo supo. Al final de su filme de 1940, El gran dictador, el actor pronuncia un memorable discurso y clama: “El odio de los hombres pasará. Y caerán los dictadores. Y el poder que le quitaron al pueblo se le reintegrará al pueblo. Y así, mientras el hombre exista, la libertad no perecerá”. La alocución, lanzada ya en plena II Guerra Mundial y en el curso de la ofensiva fascista, fue aplaudida en casi todo el mundo. Sin embargo, unos pocos años después, en un tiempo histórico diferente, el discurso humanista se convirtió en uno más de los argumentos para las acusaciones macartistas de simpatizante comunista que llevarían a Chaplin a radicarse en Suiza, mientras sobre él se lanzaban las diatribas nacionalistas del fiscal general de Estados Unidos, James P. McGranery y el inmediato dictamen del Departamento de Justicia de que el artista no podía regresar al país a menos que pudiera demostrar “su valor moral”.


Definitivamente, los tiempos cambian la lectura de muchas cosas. Por ello, hace ya unos años la escritora y militante feminista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, refiriéndose a los peligros que los extremismos significan para la libertad creativa, se preguntaba si alguna editorial del mundo se lanzaría hoy a publicar Los versos satánicos de Salman Rushdie. ¿Después de la experiencia de Charlie Hebdo y su caricatura de Mahoma que se saldó con 12 muertos? ¿Después de que el escritor británico fuera condenado a muerte por el integrismo islámico y, más recientemente, agredido en Nueva York a filo de cuchillo?

Artistas y obras, en su momento celebradas y hasta consideradas clásicas, ahora han sido condenadas por sus “incorrecciones” o corren el riesgo de sufrir la drástica censura que conocemos como cancelación. No deberíamos olvidar, por supuesto, que el ejercicio de semejantes marginaciones ha sido una práctica sostenida a través de la historia, con picos dramáticos de exaltaciones o fanatismo de muy diversa índole: religiosos, sexuales, sociales, étnicos, verbales, nacionales y, por supuesto, políticos. Y hoy, ahora mismo, con esa proyección magnificada que propicia la existencia de las muy democráticas redes sociales, vivimos uno de los más álgidos momentos de intransigencia cultural y social que se está convirtiendo en una amenaza contra la libertad no solo de expresión, sino incluso de pensamiento.


La inquisición, el estalinismo (y sus variantes nacionales y epocales), el fascismo, el macartismo son periodos significativos del desarrollo de estos procesos de censura de obras y cancelación de creadores (con hogueras físicas, espirituales y gulags incluidos). Pero no olvidemos que en la Francia ilustrada del siglo XIX —baste este botón de muestra que le debo a Milan Kundera— Gustave Flaubert fue duramente atacado por los críticos más influyentes de su momento por haber convertido a una adúltera en su heroína novelesca, en lugar de escoger a una señora ejemplar de las que había tantas en la campiña francesa, dijeron, una benefactora dedicada, por ejemplo, a educar a los niños. En algún momento el autor de Madame Bovary, para su descargo, declaró que él solo se proponía llegar “al alma de las cosas”.

Pero ahora las noticias de la existencia de listas negras de obras y creadores marginados no paran de llegar y crecer. Los motivos de las condenas son muchos: al

David de Miguel Ángel por esa desnudez que exhibe desde hace más de 500 años, a los textos contemporáneos para jóvenes de Roald Dahl por decirle “gordo” o “feo” a un personaje, a novelas de García Márquez o Isabel Allende y otros muchos autores por tener escenas consideradas inapropiadas para ciertos lectores pues alguien estima que su carácter es cercano a la pornografía (mientras en las redes pulula la verdadera pornografía).


La ola de requerimientos de una corrección política (que no atañe solo a los juicios políticos) hoy recorre el mundo. Y viene lo mismo de las derechas recalcitrantes que de las izquierdas militantes. Su arrastre afecta a la libertad de creación y expresión tanto como los totalitarismos ideológicos o los fundamentalismos religiosos o nacionalistas o racistas, pues en esencia su práctica constituye otra manifestación de absolutismo, solo que ataviada con las galas de la corrección, los llamados a la inclusión, la defensa de la diversidad (étnica, sexual, cultural) y otros grandes valores éticos o sociales pero que, al aplicarse de forma despiadada por ciertos sectores de poder o de influencia, arrojan resultados y traumas muy semejantes a los de una inquisición moderna con su Index incluido, como el que ha formado la lista de más de 5.800 libros prohibidos, de 2021 a la fecha, en instituciones educacionales estadounidenses, según el conteo de PEN America.


Una de las más macabras manifestaciones de este proceso es la existencia, gracias a la difusión que garantizan las redes sociales, de jueces de la corrección (que en ocasiones funcionan o pretenden hacerlo como verdaderos gurús) que se realizan lanzando acusaciones, aprobando o desaprobando —sobre todo desaprobando. Dueños de la verdad, ejecutan alegremente fusilamientos de personas y actitudes, no con la bala estalinista en la nuca, pero con una furia que nos hace dudar de que “el odio entre los hombres pasará”, que “la libertad no perecerá”. Y que merecen likes por sus arrebatos.

Resulta hasta cargante recordarlo, pero en épocas y lugares precisos sería necesario hacerlo: la libertad de pensamiento y expresión, tanto como la opción de disfrute de una vida digna, son los más sagrados derechos de los hombres, rubricados por decretos y manifiestos universales. Si poderes visibles u ocultos, si gobiernos, políticos y líderes con programas fundamentalistas y excluyentes, si tendencias sociales, religiosas, generacionales, incluso étnicas y sexuales, convenientemente alimentadas por fanatismos y peligros reales o infundados nos pueden hacer que dudemos hasta de la utilización de una palabra (¿para ser correcto e inclusivo debemos decirle presidenta a la mujer que preside?) la libertad del ciudadano y, por supuesto, del artista está en peligro. Lo puede asegurar un escritor cubano que ha vivido esa experiencia. Y por eso lamenta con más conocimiento de causa que haya otros colegas artistas sometidos a semejantes presiones.


Una manifestación de amor filial hoy puede ser fácilmente considerada un acto de pederastia, una caricatura costar una condena a muerte, la utilización del masculino genérico alimentar sospechas de una actitud misógina. La muy necesaria inclusión puede convertirse en exclusión, y por ello más valdría que pensemos dos veces si es atinado escribir columnas como esta.

La libertad de pensamiento y expresión, igual que una vida digna, son los más sagrados derechos de los hombres


(Publicado en El País)




4) Los fanáticos siempre estarán con nosotros

 

John Carlin 

Publicado en Diario Clarín  y La Vanguardia



                                                                  Oriol Malet

 

No toda la hipocresía o todas las barbaridades que hay tienen que ver con los países ricos o las grandes potencias.


Existen hoy más de cien conflictos armados en el mundo. Sorpresa. Pensaba que eran dos, Ucrania-Rusia e Israel-Palestina. Bueno, no. Tenía una vaga idea de que había cinco o seis más. ¿Pero cien?


Debe de ser verdad porque me lo dijo Martin Griffiths, el jefe de OCHA, el organismo de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios. Griffiths y su gente están en las noticias hoy por el papel central que ejercen en la misión imposible de aliviar los horrores de la guerra en Gaza. Pero Griffiths dice que más desesperante aún es lo que está ocurriendo en una guerra civil a dos mil kilómetros de distancia, lejos de las cámaras de televisión, ajena a la conciencia moral de Occidente, del Sur Global, de casi todos.


“Si hubiese una tabla que midiese el sufrimiento en el mundo, Sudán ocuparía el puesto número uno”, dijo Griffiths. Esto es lo que hay en el tercer país más grande de África: centros urbanos reducidos a escombros; siete millones de desplazados; 25 millones sin suficientes alimentos, hambruna a la vista. Todo en los últimos nueve meses. En los últimos 30 años, 1,7 millones de muertos. Es decir, de asesinatos.

Porque no olvidemos la ironía que discernió Orwell, que matar por una causa política confiere “respetabilidad” al asesino. Le libera de castigo por lo que en la vida normal sería un crimen atroz. Como ha sido el caso del principal responsable de la pesadilla que vive más de la mitad de la población de Sudán.


Omar al Bashir, dictador de aquel país de 1989 al 2019, causante de la calamidad que perdura hoy, fue acusado en el 2005 de genocidio en la Corte Internacional de Justicia, igual que Israel hoy. Los jueces desatendieron esa particular acusación, pero lo declararon culpable de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Se emitieron dos órdenes de arresto internacional en su contra en el 2009 y el 2010, pero no pasó nada. Aunque podría haber pasado.

En el 2015 Al Bashir visitó Sudáfrica, el país que en este preciso momento dirige el proceso por genocidio contra Israel en esa misma Corte Internacional de Justicia. La obligación del gobierno sudafricano fue detener y entregar a Al Bashir al tribunal, pero se abstuvo. Por solidaridad africana, o algo, dejó que regresara a su casa.

¿A qué voy con todo esto? Dos cosas. Primero, flagelarme a mí mismo –y, me atrevo a decir, a la mayor parte de mis queridas lectoras y lectores– por prestar tan poca atención a conflictos lejanos como el de Sudán, en los que las víctimas no son gente más o menos como nosotros (los ucranianos, por ejemplo), ni “elegidos” como los israelíes o los palestinos, sino negros africanos o asiáticos exóticos como los rohinyás de Birmania o los uigures en China.


Putin, Netanyahu, Ternera, Videla, Hitler, Stalin, Mao... dirían que actuaron por el bien de la patria


Segundo, y relacionado con lo anterior, señalar que no toda la hipocresía o todas las barbaridades que hay tienen que ver con los países ricos o con las grandes potencias. En nuestro ensimismamiento, tendemos a creer que Occidente, o el imperialismo ruso, o el cinismo chino mueven los hilos del mundo. Mueven bastante, sí, pero entender los conflictos en términos estrictamente “geopolíticos” no nos lleva al quid de la cuestión.

Más acertado, en mi opinión, estuvo el hombre de la ONU, Martin Griffiths, cuando conversé con él esta semana. “Los cien o más conflictos en el mundo no son en su esencia batallas entre Oeste y Este, o entre el Sur Global y el privilegiado Norte, aunque estas puedan ser en varios casos sus manifestaciones”, me dijo Griffiths, que se ha pasado medio siglo mediando en guerras. “Es peor que eso. Es más primordial. Es una traición a los valores fundamentales por los que las sociedades han luchado durante siglos”, afirmó.

El valor fundamental es “no matarás”. Lo que define el avance de la civilización es el valor por la vida humana. Los bárbaros como Al Bashir o Putin o Netanyahu o Yahya Sinuar, el líder de Hamas, matan por sus causas, causas que pueden ser más o menos nobles, más o menos justificadas. Pero lo que todos tienen en común es la predisposición a aniquilar a cualquiera si consideran que contribuirá a lograr sus objetivos. Los ejemplos asesinos más prolíficos del último siglo los dieron Stalin, Mao y Hitler, dispuestos los tres a exterminar a millones para lograr sus respectivas visiones del cielo en la tierra.


En una escala de criminalidad menor, pero similar en la esencia de sus procesos mentales, tenemos el caso de un individuo que Jordi Évole entrevistó recientemente para Netflix, el líder de ETA Josu Ternera. ETA cometió el 90% de sus 850 asesinatos después de la muerte de Franco, una vez que España ya había llegado a la democracia. (¡El 90%!) Pero Josu Ternera fue incapaz de reconocer la absurda atrocidad de sus acciones. La causa, en este caso la de “la libertad” vasca, lo había justificado todo.

En diferentes circunstancias pero de manera idéntica pensaban los jefes militares argentinos que ordenaron la tortura, desaparición y muerte de miles en los años setenta. Vi en televisión un documental sobre el juicio de 1985 en el que los procesaron. Uno tras otro argumentaron en su defensa, con genuina indignación, que habían actuado por el bien de la patria.


Todos dirían lo mismo en caso de enfrentarse a un tribunal. Todos –Putin, Netanyahu, Al Bashir, Ternera, el general Videla, Hitler, Stalin, Mao– hicieron lo que hicieron por un objetivo noble, necesario y altruista. Me horrorizan y me fascinan estos personajes. Son gente normal en sus vidas cotidianas (“la banalidad del mal”), que comen y cagan y quieren a sus hijos o, como en el caso de Hitler, a sus perros. Pero se convencen de una idea, de una gran, sagrada y épica idea que borra la compasión, que les da licencia para traicionar lo que Martin Griffiths llama los valores fundamentales de la hu­manidad y que les convierte en fanáticos asesinos.


Y lo terrible es que ahí seguirán, en su locura o autoengaño, mucho después de las caídas de los imperialismos yanquis o rusos, o de Hamas o de Netanyahu, o del comunismo o del capitalismo, o de lo que hoy llamamos “la geopolítica”. Ahí seguirán, en todos los rincones de la Tierra, un gen defectuoso en el ADN humano, una desviación destructiva de la decencia y la civilización a la que casi todos aspiramos, la población de Sudán incluida.

 




 

 

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