"Desconcertados". F. Soriguer

Desconcertados

Federico J.C-Soriguer Escofet. Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias. 



Así estamos muchos ciudadanos de este país. Desconcertados. Pasan los acontecimientos ante nuestra atónita mirada y no sabemos qué decir. Hablo ahora, como habrán ya adivinado, de la situación política. Dos artículos sucesivos en el mismo medio de difusión nacional (El País),  el 13 de diciembre de José Luis Pardo (JLP)  (“El espíritu de las leyes”) (https://elpais.com/opinion/2023-12-13/el-espiritu-de-las-leyes.html) y otro, dos días después,  de Marian Martínez Bascuñán MMB)  (“El otro lado del abismo”) (https://www.almendron.com/tribuna/al-otro-lado-del-abismo/),  representan dos posiciones, ambas moderadas aunque contrapuestas, que son los límites en los que se mueve la mayoría de la  sociedad civil, frente al extremismo, el exabrupto, la falta de respeto de muchos  políticos  que parecen poseídos por un afán cainita y justiciero que, afortunadamente, no ha llegado aún o no al menos con tal grado de violencia, al resto de la sociedad. Para José Luis Pardo no todas las leyes emanadas de un parlamento democrático son igualmente respetables. Solo lo serían aquellas capaces de identificarse con lo que él llama “moralidad pública”.

 Y, ¿qué es la “moralidad pública” para José Luis Pardo?, pues “aquella que remite a principios colectivamente compartidos de manera tácita e implícitamente presupuestos en las normas de derecho positivo”, empezando por la Constitución.   Esta tesis es sorprendente pues incluso una ley que fuese declarada constitucional pero que atenta contra la “moralidad pública” atentaría, también, contra el espíritu de las leyes y. por tanto, sería ilegitima pues podría tener consecuencias aún más graves que las infracciones explicitas de la ley, “al no poder ser, precisamente tipificadas como ilegales” (sic).  Un lector que no conozca la obra de José Luis Pardo podría interpretar estas palabras como una llamada al incumplimiento de aquellas leyes que sean consideradas (¿por quién’ y ¿por qué?), inmorales.  

Es a esta tesis la que contesta en el mismo medio Mariam Martínez Bascuñán, pues en su opinión cuestiona “el establecimiento de las reglas del juego democrático en función de una presunta moralidad pública basada en verdades autoevidentes donde el bien y el mal están perfectamente delimitados”. Naturalmente tanto JLP, como MMB están hablado de la política nacional de los últimos meses, que para aquel es moralmente rechazable y por tanto ilegítima y peligrosa, y para MMB formaría parte de estrategias políticas, criticable política, pero no moralmente y que deberían juzgarse por sus consecuencias no por su difuso daño moral. Los ciudadanos estamos, pues, ante un asunto de gran complejidad, como es siempre la política, al que ahora se ha añadido por una parte de la clase política, con la ayuda de muchos intelectuales, un dilema moral. Los médicos estamos familiarizados con estas decisiones dilemáticas. 

La ética médica de raíz hipocrática, fue sistematizada y actualizada en el llamado Informe Belmont publicado en 1978   por el Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los EEUU, con el título de “«Principios éticos y pautas para la protección de los seres humanos en la investigación, como respuesta a los abusos en la experimentación humana”. En Belmont se sistematizaron tres grandes principios que deberían orientar a la acción médica. El de” beneficencia” (basado en la maximización de los riesgos y beneficios), el de “justicia” (como garantía de que los daños y beneficios sean iguales para todas las personas) y el de “autonomía” (basado en el respeto a la capacidad de cada uno de decidir por sí mismo). Estos tres principios han sido ampliados al resto de campos de la biomedicina y añadido por biotecistas europeos como el profesor Diego Gracia, el principio de “no maleficencia” (no perjudicar nunca a los pacientes). 

Una buena práctica médica debería aplicar a rajatabla estos cuatro principios, pero, sin embargo, en muchas ocasiones, prima facie, es imposible hacerlo porque la aplicación rigurosa de uno compite con alguno o con todos los demás. Esto hace que la teoría de los principios éticos tenga una difícil aplicación en la práctica y ha llevado al desarrollo de otras interpretaciones como la “ética del cuidado”, o la “ética basada en casuística”, pues en ocasiones siendo imposible ponerse de acuerdo en nombre de los grandes principios no lo es cuando se discute alrededor de la mejor decisión en torno a un determinado caso. A este proceder caso a caso a veces se le llama también “consecuencialista” pues tan importante como los imperativos éticos basados en principios inamovibles son las consecuencias de la intervención (médica). Es por esto que el profesor Diego Gracia elaboró unos criterios o guías de decisión en ética clínica agrupando los principios de Belmont en función de que se adecuen a lo que él llama una “ética de máximos” o una “ética de mínimos”. 

 Así, los principios de “no maleficencia”, o de “justicia” deberían ser considerados bajo una ética de mínimos, de obligada exigencia, pues nadie puede hacer el mal a sabiendas, ni tratar a las personas de manera desigual salvo que se aplique la excepción rawlsiana de tratar desigual a los desiguales, que no es más que una extensión del principio de no maleficencia. Por el contrario, no siempre hay una obligación moral de ejercer el bien (pues el concepto de bien puede ser un concepto a priori no universal) ni de obligar a nadie a ser autónomo, especialmente si la autonomía entra en conflicto con los otros principios. Es por esto que los principios de beneficencia y de autonomía deben ser considerados como de una ética de máximos, que no hay por qué exigir, aunque en muchas ocasiones sea conveniente aspirar a conseguirlos. 

  La política es, desde luego, más complicada que la medicina, pero ambas están inevitablemente obligados a tomar decisiones, pues ni en política ni en medicina se puede “no decidir” y hasta el no hacerlo, es una forma, a veces la peor, de intervenir. También ambas están obligadas a justificar sus actos pues tomar decisiones y hacerse responsables de sus consecuencias, es la razón última de una buena praxis sea médica o política. Tomar decisiones tiene riesgos y también los tiene esperar a sus consecuencias para enjuiciarlas. Al abuso de ambas se suele llamar “decisionismo” y “consecuencialismo”. 

Y es este el riesgo en el que pueden caer las políticas del actual gobierno. Pero pretender, como hace José Luis Pardo que existe unos principios morales universales que impregnan el espíritu de las leyes, (principios que fundamentan también las críticas de la derecha a la política del gobierno actual), significa que alguien (¿quién?) ha decidido cuales son estos principios morales únicos y universales. Por otro lado, fundar, como en este momento está haciendo la izquierda, las decisiones políticas sobre las consecuencias futuras de sus acciones (que se esperan positivas), puede convertir la política en una forma de “utilitarismo”, esa desviación del pragmatismo en la que el fin justifica los medios. Unos, esgrimiendo una ética de mínimos se apropian de las grandes palabras (Patria, Democracia, Libertad) los otros, eludiendo cualquier alusión ética (¡como si esto fuera posible!), esperan que sus decisiones se justifiquen por sus consecuencias que se verán refrendadas (o no) electoralmente. 

En todo caso, y mientras tanto, no parece conveniente esgrimir razones morales para demonizar toda la acción política de un gobierno legítimo. Bastaría con una ética del consenso, una ética aplicada por ambos lados a cada circunstancia y con reclamar un poco de prudencia, esa virtud basada en el justo medio y sobre la que Aristóteles hacia recaer la sabiduría. Por el contrario, en estos días que anteceden a la Navidad estamos asistiendo a un aumento de la inflación, no solo de los productos navideños sino sobre todo de las palabras, bajo las que se esconde la incapacidad de llegar a un acuerdo basado en una ética “prudencial” ¿Y con los grandes principios que hacer? ¿Qué hacer con la ética de máximos? Pues quizás, lo más razonable sea dejarla aparcada para cuando vengan tiempos mejores. Es decir, para siempre.  Mientras tanto se está librando una guerra por el poder dónde la ética y la moral se utilizan como bombas de racimo que hieren la sensibilidad de algunos espectadores. ¿Y en este escenario, cómo no vamos a estar los ciudadanos desconcertados? 




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