Ciencia y filosofía: F. Soriguer y J. Serralonga. Invitación al coloquio

A continuación os invito a la lectura de dos artículos muy interesantes que puede abrir también un coloquio dentro de Sinapsis.

El primero lo ha escrito Federico Soriguer y al segundo, centrado más en la tecnología, Jordi Serralonga.


I)


Desmontando a la ciencia

 

Dentro de este título se publicarán seis artículos. A continuación el primero de ellos.

 

             “Danzad, danzad, malditos”

 


Federico J. C-Soriguer Escofet*

Academia Malagueña de Ciencias. Publicado en el blog de la Academia Malagueña de  Ciencias.

 

                                           Fotograma de la película "Danzad, danzad, malditos"

“Danzad, danzad, malditos” es el título de una película de 1969 en la que su director  Sydney Pollack cuenta como en plena época de la Gran Depresión, en medio de un ambiente de terrible miseria, gentes desesperadas, de toda edad y condición, se apuntan a una maratón de baile donde fuerzan los límites de su resistencia física y psíquica con la esperanza de ganar el premio final de 1500 dólares  y encontrar, al menos, un sitio donde dormir y comer, mientras una multitud morbosa se divierte contemplando su sufrimiento durante días.


Me he acordado de esta película en el momento en que comienzo a escribir esta serie de artículos “Desmontando a la ciencia”. Son las cosas del subconsciente, pues aunque ambientada en USA representa muy bien la parte oscura de la historia  que nos ha traído hasta aquí y que tiene que ver,  en mi opinión bastante, con la velocidad de crucero que ha tomado el mundo moderno, sobre todo a partir de la  “Ilustración”, ese momento luminoso en el que  anunciada y certificada  “la muerte de Dios”,  la humanidad se desprende de la heteronomía que le acompaña desde el comienzo, dando lugar al   “renacimiento” de un hombre nuevo y autónomo,   medida de todas las cosas, dueño y señor, ahora,  de su propio destino.

 Un triunfo por el que se proclama “rey del mundo”, propietario de todas las cosas animadas o inanimadas a las que puede usar como los viejos señores feudales, en su propio y único beneficio. A partir de ese momento aumenta la velocidad de crucero, comenzando una carrera alocada en la que compiten dos o tres grandes ideologías, que, aunque diferentes entre sí, tienen como común denominador el sueño del crecimiento perpetuo.  Crecer se convirtió en la única consigna y a ello se han supeditado todas las demás aspiraciones, desde la paz, hasta la felicidad y, ahora comenzamos a saber, también, que la propia supervivencia del planeta y con él, como arrastrados por un impulso tanático irresistible, también, la propia supervivencia del hombre. 


 Porque hoy ya lo sabemos. El crecimiento perpetuo es imposible, entre otras cosas, porque lo prohíbe la segunda ley, que, por cierto, es una ley humana, bien conocida ya desde que  Sadi Carnot la describiera en 1824 y después revisitada en numerosas ocasiones entre otros por  ClapeyronClausiusLord KelvinLudwig Boltzmann o  Max Planck, todos en el siglo XIX.  Una ley que advierte de la irreversibilidad de los fenómenos físicos y del aumento de la entropía (desorden) de los sistemas y de la pérdida de la calidad de la energía.


No deja de ser una ironía que, al mismo tiempo que la ciencia proporcionaba una explicación de cómo habían desaparecido las estrellas, también estaba sentando las bases (las leyes físicas son las mismas) que explican la desaparición del hábitat natural de la especie humana por su empeño fáustico de crecer, crecer, crecer. Cuando Ortega en el primer cuarto del siglo XX definió al hombre como un “centauro ontológico” nadie fue capaz de preconizar los riesgos de este final entrópico que hoy ya pocos niegan. Y es, precisamente, esa incapacidad de la ciencia para predecir el futuro que ella misma ha contribuido a crear, lo que hoy está sometida a escrutinio.  Porque de todos los “hijos de la ilustración y del humanismo”, la ciencia moderna es, seguramente, el más preciado y el que más ha contribuido a este crecimiento desmesurado (y hoy lo sabemos) en demasiados momentos, irresponsable. 


Aun hasta el siglo XIX los científicos eran “amateurs” (Cajal comenzó sus estudios en la cocina de su casa), pero bien pronto los Estados vieron la necesidad de institucionalizar la ciencia. Hoy hay millones de científicos por el mundo la mayoría de ellos empleados por los Estados o asalariados por empresas privadas. 

En este contexto la “libertad de investigación” consagrada como un derecho, en la mayoría de las ocasiones no es más que pura retórica. El caso de la investigación con fines militares (para los Estados) o industriales (para las empresas) no necesita demasiada argumentación, pero incluso la “libertad de investigación” de la ciencia de las instituciones públicas de los estados democráticos está supeditada por la funcionarización y asalarización de los científicos y por la política de las prioridades institucionales. 


Y en este contexto no es sorprendente que la ciencia y los científicos hayan estado más atentos a producir conocimiento, a veces solo por puro onanismo intelectual o curricular, que a asimilarlo o a reflexionar sobre las consecuencias del mismo.  Porque la ciencia se ha dedicado en estos dos últimos siglos a generar conocimiento sobre las cosas del mundo, sin dedicar esfuerzo a pensar en la consecuencia y en la utilización que otros harían de ese conocimiento. En el mejor de los casos, a través de su brazo armado la tecnología, el conocimiento científico se convertía bien pronto en productor de cacharros de consumo que han conseguido aumentar el confort de una parte de los ciudadanos del mundo (es decir de las condiciones materiales que proporcionan comodidad) (lo que no es poco), pero no siempre del bienestar de todos (entendido el bienestar como ese estado de satisfacción y sosiego). 


 En otros casos, estos conocimientos científicos han sido empleados para aumentar la capacidad mortífera de las armas, o, más recientemente a satisfacer los objetivos de super-ricos adolescentizados que sueñan con ir a Marte o con la inmortalidad. Pero siempre a costa de esquilmar los recursos naturales. Y es esta relación no siempre lineal ente confort y bienestar, hoy ya en muchas ocasiones claramente antagónica, la que desconcierta a buena parte de los científicos y se podría decir que a toda la clase política.


Es posible que en la época de Ortega la pregunta ¿para qué sirve la ciencia?, solo pudiera ser respondida en una sola dirección. Pero la ciencia tiene ya la suficiente historia como para poder responderla, y es de esto de lo que seguiremos hablando en los artículos siguientes. La ciencia ya no es lo que era porque la ciencia tiene ya historia. La suficiente como para que los científicos actuales no sigan presumiendo de la neutralidad de la ciencia. La ciencia no está, no puede estar exenta de valores ni puede ser una forma de conocimiento irresponsable pues hoy, mal que le pese a algunos científicos que viven todavía encerrados en su torre de marfil, todas las ciencias son ciencias del hombre y todas las ciencias son ciencias aplicadas.   

 

*Médico. Sección de Ciencias Sociales y Humanidades. Academia Malagueña de Ciencias

 

                                                       ***

II)


Evolución humana: pasado, presente y futuro de la tecnología

 

POR JORDI SERRALLONGA **

Publicado en TELOS

 

Nuestros ancestros emplearon la tecnología para sobrevivir. Y hace diez mil años atrás, ante un gran cambio climático, saltamos de la piedra a la IA en tan solo un suspiro, pero sin atender a la naturaleza. Ahora toca aprender de la biología y la tecnología para afrontar los desafíos del futuro.

 

Tecnología y supervivencia

 

¿La tecnología nos hace humanos? No. La idea del «Homo faber», como criterio para separar entre animal y humano, es solo un mito. Primero, porque somos animales y, en segundo lugar, porque otros seres vivos comparten la capacidad de utilizar y fabricar instrumentos: son poseedores de tecnología. Es el caso del chimpancé en su hábitat natural. Dicho esto, si nos centramos en el Homo sapiens, observamos que la tecnología ha sido la responsable de nuestras transformaciones económicas y culturales más importantes. Y es que la tecnología nos permitió sobrevivir al gran cambio climático del Holoceno cuando, hace aproximadamente diez mil años atrás, inventamos la agricultura y la ganadería con el objeto de superar la falta de alimento. Buena parte de la humanidad devino entonces sedentaria y, tras siete millones de años como homínidos cazadores y recolectores –predadores oportunistas–, emergió una economía de producción que, en tan solo una decena de milenios, nos ha llevado del cuchillo de piedra al bisturí láser, del tam-tam a la telefonía móvil y del ábaco a la IA. Una rápida e imparable carrera tecnológica.

 

Diosas y dioses tecnológicos con pies de barro

 

Nos consideramos capaces de superar cualquier contratiempo gracias a la tecnología, pero la realidad es que nuestro mundo está en constante evolución y no somos diosas ni dioses1, sino una pieza más entre los diferentes peones que forman parte del Systema Naturae. En efecto, en el tablero de la vida no existen reinas, reyes, torres, caballos o alfiles; todos somos iguales, y seguimos en liza contra molinos de viento. Sin ir más lejos, la pandemia por coronavirus SARS-CoV-2 nos mostró que, lejos de lidiar con la amenaza de gigantes asteroides desbocados o misiles balísticos intercontinentales, el jaque siempre puede provenir de los más minúsculos virus producto de la evolución. David contra Goliat. Existen las leyes de la naturaleza y debemos aceptar dichas reglas del juego; el problema es haberlas olvidado o que jamás nos las hayan explicado. Mucho peor sería si, de forma consciente y premeditada, quizás hayamos preferido ignorarlas o incluso negar su existencia. Somos entidades naturales y, por más sabios y superiores que nos creamos, nunca hemos estado alineados en una división diferente a la que aglutina al resto de seres vivos. Un montón de jugadores en liza donde uno de los árbitros es la selección natural.


No somos una especie elegida capaz de controlar y prever, indefinidamente, todo obstáculo


También es cierto que somos una especie biológica capaz de interpretar a la naturaleza. Aún así, contando con el intelecto para hacerlo, en vez de haber usado la ciencia y la tecnología para avanzarnos a posibles situaciones adversas, muchas veces hemos seguido tensando la cuerda; siempre negándonos a admitir la posibilidad del azar y escudándonos en nuestro presunto papel en el Olimpo. Si hombres y mujeres vestidos con taparrabos en la Prehistoria fueron capaces de salvar a la humanidad sembrando granos y estabulando animales, nosotros no íbamos a ser menos. Gracias a nuevas vacunas, medicinas y otros avances erradicamos las epidemias que otrora asolaron las grandes ciudades europeas. Nos creímos así perfectos e infalibles; por eso, buena parte de nuestra sociedad ha seguido actuando de espaldas al cambio climático, la escasez de recursos, la superpoblación, etc. Es mucho más fácil y cómodo pensar que alguien hallará la solución apropiada.

 

Comprender la naturaleza para el buen uso de un superpoder: la tecnología

 

Hemos de abandonar el cómodo discurso acerca de nuestro constante camino hacia la salvación para adoptar y divulgar, de una vez por todas, el discurso científico: entender que no somos una especie elegida capaz de controlar y prever, indefinidamente, todo obstáculo. La extinción forma parte de la evolución; es una de las cláusulas. En última instancia, la naturaleza es la única que decide si seguimos adelante o nos extinguimos. Pero, a la vez, podemos optar por vías que hagan nuestra existencia mucho más sostenible y acorde con la conservación del medio. Sin ir más lejos, el contrato que firmaron humano y selección natural nos dotó de la valiosa libertad para inventar herramientas extracorporales –la tecnología– y filosofar sobre quiénes somos y hacia dónde vamos. Cuanto mejor conozcamos a la naturaleza mejor sabremos cómo hacer correcto uso de nuestra parcela de libertad.


El libre albedrío deviene un superpoder; decidir, entre tomar uno u otro camino puede resultar, sin duda, clave para sobrevivir. La mariposa del abedul no es libre de escoger entre ser negra o blanca para mimetizarse sobre la corteza apropiada, y de no darse la mutación oportuna se extinguirá. El SARS-CoV-2 no pudo adueñarse del planeta hasta que invadimos su territorio donde permanecía oculto. En cambio, el humano cultural, ante los cambios azarosos del medio, posee gran margen de decisión y un gran abanico de soluciones tecnológicas. Pero, cuidado, parafraseando al tío Ben –el padre adoptivo de Peter Parker en los cómics y películas de Spiderman–, «un gran poder también conlleva una gran responsabilidad»; errar en el camino escogido, a la larga, suele acarrear consecuencias no deseadas.


El Homo sapiens, enfrentado a la crisis climática global del Holoceno, prefirió dar el salto de la predación a la producción. El cambio voluntario fue clave para la supervivencia de algunas culturas humanas, pero con el transcurso del tiempo, rodeados de grandes ciudades, imperios y «civilizaciones» acabamos creyéndonos diferentes al resto: la única especie capaz de desafiar a la naturaleza. No queríamos ser animales y preferimos erigirnos como diosas y dioses. Aun así, el contrato siguió vigente y la naturaleza se ha personificado no solo con otro cambio climático global –este provocado por nosotros–, sino con pandemias como la de la COVID-19. La naturaleza susurra; le lanzamos el guante y responde con certeras estocadas. Son las consecuencias iniciadas con la Revolución Neolítica y la Revolución Industrial y, solo si tomamos consciencia, quizá consigamos mejorar la estancia en el planeta, así como la de nuestros vecinos y primos de evolución. La solución, una vez más, está en el conocimiento.

 

Tecnología y el futuro de la especie humana

 

Ciencia, tecnología, educación y cooperación. La clave para sobrellevar lo que nos queda de existencia como especie radica en profundizar y extraer el meollo de la vida. Con ello no solo recuperamos los versos de Walt Whitman sino la prosa de Charles Darwin y su pandilla de secuaces. Todos los seres vivos evolucionan, sobreviven o se extinguen según los mecanismos de la selección natural. La adaptación al medio es constante y nadie puede saber lo que ocurrirá exactamente en el futuro. De lo que sí podemos estar seguros es que el ser humano no acabará jamás con la vida en el planeta. Sería muy pretencioso, por nuestra parte, creer que tenemos el mando para exterminar una dinámica que tuvo su génesis hace más de 3.600 millones de años: la aparición de la vida basada en el ADN. La vida siempre se abre camino… pero busca caminos diferentes, y no necesita de los humanos. Somos una anécdota en su largo historial. ¿Qué representan 250.000 años de historia del Homo sapiens en comparación con 3.600 M.a. de historia de la vida?

 

La selección artificial no ha vencido a la natural

 

La selección natural –se trate de una mariposa, un virus o un humano–, siempre estará ahí creándonos, vigilándonos y moldeándonos. La buena noticia es que aún hay tiempo de aprovechar nuestra adaptación biológica estrella: la acumulación y transmisión del conocimiento que hemos materializado bajo la forma de constantes y rápidos hitos tecnológicos. Cabe aceptar lo que somos y buscar la mejor de las salidas, pues el peligro más inminente no reside en la naturaleza sino en nuestras propias decisiones. Debemos impulsar la brecha que abrieron valientemente Hipatia, Galileo, Newton, Buffon, Lamarck, Humboldt, Darwin, Wallace, Curie, Ramón y Cajal, Einstein, Leakey, Sagan, Margalef, Sabater Pi, Margulis… La ciencia y la tecnología, gracias a su legado de inconformistas, puede explicar qué ha ocurrido, qué está ocurriendo e incluso plantear modelos y simulaciones sobre qué podría llegar ocurrir en la naturaleza. También nos ayudará a frenar o mitigar los efectos de la llamada Sexta Extinción o el cambio climático global. Y satisfacer, por qué no, nuestra curiosidad primate.

 

Educación e investigación: el mañana es posible

 

Observar, estudiar, divulgar, conservar. Hay que centrar esfuerzos en la investigación; y, lejos de artificiosas distinciones, aquí cabe cualquier campo del saber. La separación entre «letras» y «ciencias» es otro enésimo sinsentido. Todo suma, y el denominador común no es otro que el del conocimiento interdisciplinar. Y, por favor, no lo dejamos para mañana. Cometimos el error de ignorar lo que estaba sucediendo en el medio natural; pensamos que no iba con nosotros, que no supondría un problema hasta dentro de ¿siglos? Pero si una cosa nos ha enseñado el SARS-CoV-2 es que los cambios pueden manifestarse de improviso. La naturaleza no sigue una agenda programada ni un diseño inteligente. Seamos rebeldes y libres, pero con mesura. Vale la pena intentarlo ni que sea por puro egoísmo; pero mucho mejor si es por nuestros hijos e hijas, y el futuro de esas plantas y animales cada vez más invisibles2 a los que, con técnicas y actitudes conservacionistas, hemos de dar visibilidad.


La selección artificial no ha vencido a la natural. El Homo sapiens actual ha conseguido grandes logros e hitos con su tecnología, pero esto no nos convierte en dioses ni máquinas; incluso los frutos de la agricultura y la ganadería siguen siendo dádivas naturales. Los recursos energéticos también lo son y, desde una vacuna a un microprocesador de silicio, todo procede de una cultura que no sería posible sin nuestro complejo cerebro. La cultura es una adaptación biológica más, producto de la evolución. Por lo tanto, aunque el desafío a la naturaleza haya sido y seguirá siendo inevitable –somos muchos y continuamos consumiendo, polucionando el medioambiente y expandiéndonos por el territorio–, también formamos parte de una especie que tiene la capacidad de reflexionar y razonar. En resumidas cuentas, la única manera de afrontar las consecuencias a nuestras acciones es asumir que la evolución y la selección natural siguen ahí, con ello aprenderemos a actuar de forma más sostenible con el medio.


Las leyes de la naturaleza actuaron desde que, a partir del tronco ancestral de la vida, una gran rama empezó a crecer en dirección a la copa del árbol; también lo hicieron en el momento que, tras sucesivas ramificaciones, nos separamos de los grandes simios, y estaban ahí durante el proceso de adopción del bipedismo. Pero también actúan hoy y actuarán mañana. Como dicen los hadzabe del lago Eyasi respecto del pasado, presente y futuro: «mañana será como hoy, y como lo fue ayer». La naturaleza proveerá y hemos de hacer uso de nuestra tecnología para integrarnos con ella… jamás para separarnos.

 

Notas

 1Serrallonga, J. (2020): Dioses con pies de barro. El desafío humano a las leyes de la naturaleza… y sus consecuencias. Barcelona, Editorial Crítica.

 2Martínez, G., Serrallonga, J. y Santamans, J. (2021): Mito, vida y extinción. Animales Invisibles. Madrid, Nørdica Libros / Capitán Swing.

Bibliografía

Attenborough, D. (2021): Una vida en nuestro planeta. Mi testimonio y una visión para el futuro. Barcelona, Editorial Crítica.

Darwin, C. R. (1859): On the origin of species by means of natural selection. John Murray (El Origen de las Especies: mediante selección natural, Madrid, Alianza Editorial, 2023).

Martínez, G., Serrallonga, J. y Santamans, J. (2021): Mito, vida y extinción. Animales Invisibles. Madrid, Nørdica Libros / Capitán Swing.

Sagan, C. (1982): Cosmos. Un viaje personal. Barcelona, Editorial Planeta.

Serrallonga, J. (2020): Dioses con pies de barro. El desafío humano a las leyes de la naturaleza… y sus consecuencias. Barcelona, Editorial Crítica.

Serrallonga, J. (2023): Un arqueólogo nómada en busca del Dr. Jones. Cómo excavar y estudiar el pasado sin rendirse ni perecer en el intento. Madrid, Desperta Ferro Ediciones.

 

 

** JORDI SERRALLONGA

ARQUEÓLOGO, NATURALISTA, EXPLORADOR Y ESCRITOR. PROFESOR DE PREHISTORIA, ANTROPOLOGÍA Y EVOLUCIÓN HUMANA DE LA UNIVERSIDAD ABIERTA DE CATALUNYA, COLABORADOR DEL MUSEO DE CIENCIAS NATURALES DE BARCELONA Y CIENTÍFICO DE CAMPO EN ÁFRICA, ASIA Y OCEANÍA. PREMIO DE INVESTIGACIÓN DE LA SOCIEDAD GEOGRÁFICA ESPAÑOLA.

 

  

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