"La traición de los intelectuales". F. Soriguer

La traición de los intelectuales

Federico Soriguer. Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias.


A lo largo de la historia lo habitual ha sido que, tras las guerras, los vencedores se aprovecharan de la cultura del vencido. Las guerras eran políticas, pero no culturales. Esta implicación de la cultura en las guerras sería una invención moderna y estaría en el origen del crecimiento desmesurado de las pasiones étnicas, nacionales o sociales que han presidido los conflictos de los últimos siglos. Es esta la opinión de Julián Benda, quien, en 1927, publicó “La trahison des clercs”, traducido al español como “La traición de los intelectuales”, un extenso panfleto contra las pasiones políticas y especialmente contra la renuncia de los intelectuales a la defensa de los valores universales. En el prólogo a la primera edición, cuenta una historia de León Tolstói cuando siendo militar al ver a un oficial golpear a un hombre que se apartaba de la fila, le dijo: “¿No le da vergüenza tratar así a uno de sus semejantes? ¿No ha leído usted el Evangelio?”. A lo que el otro contestó: “¿No ha leído usted los reglamentos militares?”. Con esta historia Benda resume su idea de un intelectual como alguien que debe permanecer fuera del espacio temporal representado por los reglamentos (en este caso militares). 

Ha pasado casi un siglo y han pasado muchas cosas. Entre otras que los intelectuales no son (en realidad nunca lo fueron) aquellos “clérigos” al servicio de la razón y de la inteligencia, sino una clase (heterogénea ciertamente, pero con intereses comunes) que con demasiada frecuencia abandonan la razón en beneficio de sus pasiones y de sus emociones o sentimientos, utilizando, eso sí, todo su armamentario intelectual para justificar sus conductas. Que los intelectuales, en fin, no están vacunados contra el error, ni contra el irracionalismo, 

De hecho el propio Benda, que tanto exigía de los intelectuales, se afilió al final de su vida al partido comunista, demostrando, por un lado, la gran influencia que el Evangelio tuvo en los buenos comunistas, y, sobre todo, su ceguera para adivinar un futuro cercano, que sí fueron capaces de verlo otros intelectuales de su época. Hoy se espera mucho menos de los intelectuales, pues basta con que una persona sea culta y capaz de expresar de manera clara, convincente y fundada, su pensamiento, para que sea considerada un intelectual. Pero cuando hablamos en plural (“los intelectuales”) la cosa cambia. Inicialmente el término fue utilizado como adjetivo descalificativo para señalar a quienes, en Francia, procedentes de la ciencia, el arte y la cultura apoyaron la liberación del capitán judío Alfred Dreyfus, aunque bien pronto el término comenzó a ser utilizado elogiosamente (por los propios aludidos) orgullosos de ser capaces de enfrentarse al poder establecido con su pensamiento crítico.

Estamos pensando aquí, en este momento, sobre todo, en los intelectuales con vocación de tener influencia en la vida política, que son, antes o después, la mayoría. Una relación con la política en la que casi siempre llevan las de perder los intelectuales, pues estos son inteligentes (va de suyo) pero no necesariamente listos, mientras que los políticos son listos (va de suyo) pero no necesariamente inteligentes. Y hay una enorme diferencia entre ser listo y ser inteligente, como cualquiera con dos dedos de frente, sabe. Porque el problema de los intelectuales es que antes o después tienen que resolver el dilema entre traicionarse a sí mismos, convirtiéndose en compañeros de viajeo tontos útileso traicionar a aquellas organizaciones que dieron cobijo a sus ideas, corriendo el riesgo de ser identificados como tránsfugas o traidores. En convertirse en un Sartre o en un Camus, por resumir. Y la historia no suele ser muy benévola con los traidores, incluso con los traidores con causa.

En España los intelectuales han tenido una gran influencia siendo entre sus filas, a lo largo del siglo XX y lo que va de XXI, numerosos los casos de deserción, transfuguismo o traición, según la interpretación de cada cual, pues es bien conocido la tesis de George Clemanceau de que un traidor es alguien que dejó mi partido para inscribirse en otro, mientras que a la inversa es solo una persona bienvenida que ha cambiado de opinión”. Desde la muerte de Franco, y a lo largo de todo el periodo democrático la presencia y la influencia de los intelectuales ha sido muy importante, habiendo contribuido sensiblemente con su pluralidad a la construcción de una opinión pública mas formada y democrática. 

Pero en los últimos años el embrutecimiento político parece estar llegando también a los intelectuales. El hooliganismo en unos casos, cuando no los cambios de vestuario, han sido demasiado frecuentes. Los casos recientes de conocidos intelectuales de izquierda que ahora esconden la mano, pero que hace bien poco animaron a algunos recién llegados a la política a tomar el cielo por asalto, o de conocidas cabezas visibles del feminismo ilustrado, ofreciendo a Feijoo la cabeza de Sánchez como Salomé a Herodes la cabeza del Bautista, serían ejemplos de intelectuales (de izquierda) que en vez de apretar los dientes y tirar para adelante como haría cualquier buen militante sacan a relucir su inteligente lucidez, deslumbrando y desconcertando a propios y extraños. 

Es lo que también vienen haciendo, por resumir en dos nombres a los que admiro y leo desde la transición, intelectuales como Savater o Azua, convertidos en agitadores neoliberales, reiterativos y obsesionados con el actual presidente del gobierno, olvidando que la función del intelectual (más allá del mesianismo que Benda les exigía) no es la de hooligan sino la de contribuir críticamente a deshojar la complejidad en la que las decisiones políticas se mueven. Unos cambios de opinión unas veces ideológicos otras simplemente estratégicos, pero siempre sorprendentes pues se espera (algunos esperamos, al menos) de los intelectuales una capacidad de matización, una mayor capacidad de alumbrar los rincones oscuros de la política. Capaces de estar por encima de la lucha partidaria. De llevar, en fin, sosiego allí donde impera el ruido y la furia.

Nada nuevo, por otro lado, ni nada que no hagan los ciudadanos anónimos, esos que no disfrutan del aura de intelectuales ni de los medios para expresar sus opiniones. Cambiar de opinión es muy sano para el espíritu. Como es también una virtud la fidelidad critica. No hay democracias sin traición a las ideas propias o ajenas ni sin cambios de bandera. Tampoco sin fidelidades críticas. Lo hacen los electores cada cuatro años. Lo interesante del caso de los intelectuales en España es que la mayor parte de las “traiciones” se han producido en la izquierda. Desde el comienzo de la democracia, de manera lenta primero y a grandes zancadas recientemente, el abandono de la izquierda por los intelectuales ha sido masivo y simétrico a su ingreso en el espacio político e ideológico de la derecha, a veces de la derecha más conservadora. No hay más que leer los periódicos o mejor aún leer los firmantes de los manifiestos de uno u otro signo. Los manifiestos de la izquierda, están llenos de firmas de artistas que no de intelectuales propiamente dichos. Mientras que los de la derecha están repletos de viejas glorias de la transición, incluidos excomunistas, convertidos a un neoliberalismo militante que tiene al Madrid de Ayuso como norte y bandera. Los casos de Alfonso Guerra o Joaquín Leguina son los más notorios y descarados, pues son paseados a hombros por las terminales mediáticas del conservadurismo más rancio, pero no los únicos.

 Se suele explicar esta derechización de los viejos intelectuales de izquierda por una cuestión de edad. Al fin y al cabo, para cambiar de ideas solo hay que sobrevivir el tiempo suficiente a las propias. Pero la edad por sí sola no parece explicar este fenómeno español. De hecho, en la segunda mitad del franquismo y en la transición, ocurrió exactamente lo contrario pues muchos que procedían de la derecha se hicieron antifranquistas cuando no radicales de izquierdas, contribuyendo a la construcción de la democracia en España. También durante la República, la guerra Civil y la llegada de la dictadura hubo un intercambio entre anarquistas y falangistas, entre estos y socialistas, o entre católicos sindicalistas y el partido comunista.

 Así pues, parece más importante el contexto histórico y político que la evolución biológica. Porque si la edad (el paso de los años) debiera contribuir a algo, no es tanto a cambiar de ideas sino a hacerlas más maduras, más constructivas, menos categóricas y por tanto más útiles. Y en España se echa de menos esa sabiduría de los años. Es como si los intelectuales de uno u otro signo estuviesen poseídos por el deseo de permanecer eternamente jóvenes. Incapaces de ver que el mundo ha cambiado, de dar paso en fin a sus hijos y a sus nietos. Anclados en una infancia política imaginaria que no fue nunca necesariamente mejor. Traer el caso de Tamames resultaría demasiado cómodo para terminar este artículo en el que apenas hemos utilizado los ejemplos personales, que es cosa que dejamos al lector informado.


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