Espacio Cultural (Cinco apartados)

1) Recomendación artículo periodístico


La edad de la ignorancia

 

La ineptitud pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes que provocarían risa si no llevaran por dentro la semilla antigua del odio



  • ANTONIO MUÑOZ MOLINA . El País 




Una falta de ortografía arruinó en 1992 la carrera política de Dan Quayle, vicepresidente de Estados Unidos. Visitando una escuela primaria, con un gran cortejo de ayudantes y cámaras de televisión, Quayle le pidió a un niño que escribiera en la pizarra la palabra potato. El niño la escribió correctamente, pero Quayle, afectando una paciencia de maestro bonachón, le indicó que había cometido un pequeño error: a la palabra potato le faltaba, según el vicepresidente, una “e” al final. El pitorreo fue tan universal que todavía hoy basta teclear Quayle en Google para asistir de nuevo a aquella escena memorable. Ya retirado, Dan Quayle llegó a actuar en un anuncio de patatas fritas, con gran indignación del niño experto en ortografía, quien argumentó, no sin motivo, que habría sido más justo que el anuncio lo protagonizara él.

 

Treinta años después de aquella visita escolar, lo que nos asombra no es la ignorancia de un individuo que se las había arreglado para llegar a un paso de la presidencia, sino el hecho mismo de que un error ortográfico lo sumiera en un ridículo del que ya no pudo recuperarse. Más alto todavía que Dan Quayle llegó Donald Trump, de quien se sabe que es incapaz de leer más de dos líneas seguidas, a no ser que en ellas esté contenido su propio nombre, y que aun en esta época de correctores automáticos ha sido capaz de llenar la brevedad de un tuit de faltas de ortografía. “Con todas las cosas que tú no sabes se podría escribir un libro entero”, cuenta Tobias Wolff que le decía cuando era niño su padrastro. Con todo lo que se va sabiendo que no ha sabido nunca Donald Trump se han escrito ya volúmenes copiosos, y se va descubriendo más según aparecen testimonios de quienes asistieron de cerca a los años alucinantes de su presidencia. Nada más ser elegido, parece que lo desconcertó el número de dirigentes extranjeros que lo llamaban para felicitarlo. “No tenía idea de que hubiera tantos países en el mundo”, confesó. Pensaba vagamente que África era el nombre de un país, y no distinguía entre los países bálticos y los balcánicos. 

 

En un libro reciente, y aterrador, sobre sus años en la Casa Blanca, The Divider, Susan Glasser y Peter Baker cuentan algunas de las propuestas de gobierno que Trump compartió con sus colaboradores: excavar un canal infestado de cocodrilos a lo largo de la frontera con México; lanzar bombas atómicas contra los huracanes para desactivarlos; comprar Groenlandia a Dinamarca, o en su defecto intercambiarla por Puerto Rico. Según Baker y Glasser, a Donald Trump lo indignaba que los altos mandos del Ejército no lo obedecieran tan incondicionalmente como obedecían los generales alemanes a Hitler. También creía que el papel de la aviación había sido decisivo en la Guerra de la Independencia americana.

 

Jaume Perich, el gran humorista de la resistencia en el franquismo tardío, decía en uno de sus aforismos: “La prueba de que en Estados Unidos cualquiera puede llegar a presidente es el propio presidente de Estados Unidos”. Perich se refería a Richard Nixon, que fue un forajido y sin duda un criminal de guerra, pero que se encerraba a devorar libros de historia, llenándolos de notas y de subrayados, y hasta escribió él mismo los que se publicaron con su nombre. Es probable que lo que podríamos llamar la Edad de la Ignorancia empezara unos años después, con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan. Así lo explica Andy Borowitz en un libro titulado Profiles in Ignorance, una crónica entre sarcástica y desolada del triunfo de la estupidez en la vida pública de Estados Unidos. 

 

Ha habido tres fases, o tres eras distintas, dice Borowitz, en este progreso hacia la imbecilidad. En la primera fase, ya tan lejana, la ignorancia desataba el ridículo, y los políticos y sus asesores se esforzaban por disimularla. La metedura de pata de Dan Quayle pertenece a aquel tiempo abolido. 

 

En la segunda fase, la ignorancia ha dejado de ser un obstáculo en una carrera política, y se acepta con toda naturalidad, con indulgencia, hasta con una sonrisa, como una prueba de campechanía. Eran los tiempos en que George Bush hijo reconocía haber leído un solo libro en la universidad, y se compraba un rancho para fingir que era un hombre común pegado a la tierra, y no el heredero de varias generaciones de privilegios de clase. Había logrado pasar por las universidades más elitistas del Este sin aprender nada: su ignorancia la convirtió en un mérito para atraer a muchas personas, sobre todo blancos de clase trabajadora, a las que la pobreza y la injusticia las habían privado de las ventajas de la educación. Ya presidente, en vísperas de la invasión de Irak, se quedó muy intrigado cuando unos asesores intentaban explicarle la diferencia entre suníes y chiíes: “Yo pensaba que en ese país eran musulmanes”.

 

En la tercera fase vivimos ahora. La ignorancia ya no se disimula, ni se muestra sin complejo: ahora es un mérito, una señal de orgullo, un desafío contra los enterados, los expertos, los tediosos, los exquisitos, los avinagrados. Ahora la ignorancia pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes que provocarían risa si no llevaran por dentro la semilla antigua del odio, la determinación de pasar por encima de los escrúpulos del conocimiento y de las normas y las garantías de la legalidad. Marjorie Taylor Greene, diputada por Georgia desde 2020, afirma no solo que la elección de Joe Biden fue fraudulenta, como un número considerable de sus compañeros de partido, sino también que los terribles incendios de estos últimos años en California no tienen que ver con el cambio climático, ya que están causados por rayos láser lanzados desde el espacio exterior, y financiados por los judíos.

 

Andy Borowitz atribuye a las redes sociales una gran parte de la culpa del triunfo y glorificación de la ignorancia: el desdén hacia las fuentes contrastadas de información, el encierro, favorecido por los algoritmos, en la burbuja sectaria de la propia tribu, en lo ilusorio y neurótico del activismo digital. Pero sin duda influye más profundamente el misterioso desprestigio que viene cayendo desde hace décadas, en las sociedades herederas de la Ilustración, de todo lo que sea el aprendizaje de saberes sólidos y oficios prácticos, de lo bien pensado y lo bien hecho, lo que requiere paciencia y esa forma de entrega que nace de la alianza entre la racionalidad y la pasión. Nada irritaba y ofendía más a Donald Trump que el conocimiento profundo y la larga experiencia del doctor Anthony Fauci, que hizo tanto por remediar en algo la catástrofe de la pandemia, agravada por la ignorancia ególatra del presidente. Políticos necios, demagogos ignorantes, someten ahora en España a los profesionales de la sanidad a todo tipo de humillaciones y los condenan a la penuria y a la incertidumbre. No hay respeto para el saber, ni parece que haya peligro de castigo electoral para la exhibición descarada y despótica de la ignorancia.



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 2) Artículo sobre nuevo libro

Publicado en El País. Es un extracto de un libro que se publicará en estos días.

 

 

Amores culpables: el nazi Heidegger y la judía Arendt

 

En pleno siglo XX, el deslumbramiento ante las grandes figuras no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, según Vivian Gornick

 

La devoción de la filósofa alemana por su maestro es el caso más inquietante

 

  • Vivian Gornick (Nueva York, 1935) es escritora. Este extracto es un adelanto de su libro ‘El fin de la novela de amor’, una obra de 1995 inédita en español, que Sexto Piso que publica en estas semanas.

 

 


 

ALAMY (CORDON PRESS) / ALBUM. Los filósofos Hannah Arendt (1906-1975), en una imagen de 1933, y Martin Heidegger (1889-1976), en una sin datar.

 

La cosa se reduce a lo siguiente: quien no entiende sus sentimientos se pasa la vida vapuleado por ellos, a su merced; quien los entiende pero no es capaz de procesarlos está abocado a años de dolor; quien niega y desprecia el poder que tienen está perdido. De esto quieren hablarnos Hardy e Ibsen con sus grandes personajes: de mujeres y hombres atenazados. (…)


La historia de Hannah Arendt y Martin Heidegger es cosa de dramaturgos más que de críticos. Es un relato sobre una conexión emocional muy temprana en la vida de ambos, que nunca llegó a asimilarse del todo y que acabó enterrada viva en unos sentimientos que los protagonistas se empeñaron en ocultarse a sí mismos. Los sentimientos de este cariz son como las malas hierbas que crecen en el cemento y que, cuando pasa el huracán y siembra el mundo de destrucción, siguen allí cimbrándose al viento.


Hannah Arendt empezó a asistir en 1924 a las clases de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo. Ella tenía 18 años; él tenía 35 y era ya famoso en los círculos universitarios. (La publicación de Ser y tiempo tres años después lo encumbraría al Olimpo de la filosofía). Ella era guapa y, ni que decir tiene, la alumna más inteligente de la clase. Él se vio atraído e hizo sus avances. Al cabo de unos meses eran amantes. El idilio duró cuatro años.


Heidegger llevó las riendas de la relación y Hannah las de la veneración —por supuesto, ¡cómo iba a ser de otra manera!—, pero, en cierto modo, la dinámica entre ambos los empataba. Él necesitaba la veneración inteligente de ella tanto como ella necesitaba prodigarla. Ambos abordaban con reverencia el talento de él para pensar, los dos creían que era el receptáculo de algo grandioso, algo que siempre habrían de servir y proteger y ante lo que era necesario reaccionar siempre. El tiempo demostraría que fue esta intensidad que existía entre ellos lo que los unió con más fuerza incluso que el amor o la historia mundial.

Heidegger fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo en la primavera de 1933. En un discurso inaugural de infausto recuerdo dio su respaldo al nacionalsocialismo y puso a la universidad al servicio del régimen nazi. Ese verano Hannah Arendt abandonaba Alemania. 


Tardaría diecisiete años en regresar a su país de nacimiento. Para entonces, ella se había labrado fama internacional como pensadora política y Heidegger vivía en la pobreza, en la Alemania ocupada, y no se le permitía ejercer la enseñanza.

Ese febrero de 1950, Arendt se dijo que por nada del mundo pensaba ponerse en contacto con él, pero fue pisar Friburgo y llamarlo por teléfono. Al cabo de unas horas, él estaba en su hotel. Dos días después ella le escribía por carta: “Cuando el camarero pronunció tu nombre, fue como si de pronto se detuviera el tiempo. Entonces tomé conciencia de manera fulminante de algo que antes no habría confesado ni a mí misma, ni a ti, ni a nadie: que la presión del impulso, después de que Friedrich me diera la dirección, tuvo la clemencia de preservarme de cometer la única infidelidad realmente imperdonable y de hacerme indigna de mi vida. Pero una cosa debes saber (…): si lo hubiera hecho, habría sido por orgullo, es decir, por una estupidez pura y simple y loca. No por ciertos motivos”.

Tres meses después, Heidegger le envía cuatro cartas en rápida concatenación para decirle la alegría que le ha supuesto que ella haya vuelto a su vida; que cuando pensaba, solo ella estaba cerca de él; que soñaba con que viviera cerca de él y con pasarle los dedos por el pelo. Sonaba a un hombre que acaba de recobrar la energía, lleno de esperanza y anhelo, emocionado e inmensamente alegre de estar vivo. (…)

Fue este un apego que perduró en el tiempo, contra toda razón, entre dos personas que, según todas las leyes de la historia social instauradas, deberían haber acabado repeliéndose. Aquí lo interesante es la irracionalidad, donde reside el drama, donde un supuesto interpretativo es tan válido como cualquiera. La pregunta se plantea: ¿cómo pudo ella —cuando la vida ética era una de sus inquietudes vitales— no solo seguir queriendo a un hombre que había sido nazi, sino que además no cejó, durante la década de 1960, de argumentar por escrito que, en realidad, él no había sabido lo que se hacía, que era políticamente inocente?


(…) No me cabe duda de que el amor de Arendt por Heidegger se asemejaba al de una niña angustiada por el padre primero inaccesible y luego difunto; y no me cabe duda de que eso reforzó la maraña de miedos e inhibiciones emocionales que encerraba la rigidez intelectual que acabó convirtiéndose en el distintivo estilo de Arendt. Pero, como bien sabe cualquier dramaturgo, un análisis en términos psicológicos como este solamente es interesante cuando se presenta dentro de una mitología mayor, una que aporte un correlato objetivo a esa necesidad incontrolable de la protagonista. Arendt y Heidegger tenían una mitología así muy a mano.

Ambos encarnaban el prototipo del intelectual europeo. Adoraban el acto de la intelección. Para ellos, pensar era lo que hacía a los humanos superiores a los animales. Más que superiores: los dotaba de sentido y trascendencia. (…)

Para tales personas, Heidegger fue un visionario, un hombre envuelto en un aura, imbuido con el oscuro poder de “pensar”. Este impresionante don lo situaba, en la imaginación de prácticamente todo el que lo conocía, más allá de la crítica corriente. Hacerlo como él lo hacía era ascender al monte Olimpo. (…)

Tal apego es, en esencia, una parábola del anhelo de trascendencia. El anhelo es el meollo romántico del asunto. Era letal. Lanzaba un anzuelo a todos a quienes hablaba. El anzuelo estaba unido a una intensidad que tiraba del corazón. La cuestión de quiénes pueden zafarse cuando la devoción amenaza la integridad del ser, y quiénes no, es ciertamente una cuestión de temperamento, de comprensión y de integridad del ser: esto es, la libertad de acción que surge de la unificación de mente y espíritu. (…)

Arendt desdeñaba a Freud y aborrecía de la devoción de los estadounidenses por el psicoanálisis. Le parecía una cháchara obsesiva e inmadura; no despertaba en ella ni interés ni simpatías; no podía imaginar que, ocultas en su interior, había ideas que reflejaban una realidad que sí era relevante. El desprecio era sintomático; la dejaba fuera de todo conocimiento de sus conflictos internos. Al quedar fuera, era más vulnerable a ellos de lo que podía ser otra persona quizá más sencilla pero más dispuesta a la introspección. Más vulnerable y, por ende, más dramáticamente culpable.


En nuestros días (…), esa devoción histórica por la trascendencia a través del arte y del intelecto suena extraña, incluso extranjera, en cierto modo. Pero es una historia de sensibilidad compartida, eso que todos sentíamos hasta hace nada. ¿Cuántos hombres y mujeres no he visto, en mi corta y confusa vida, subyugados por El Gran Hombre, el que parecía encarnar al Arte o la Revolución en mayúsculas? Somos legión. Nosotros mismos éramos personas inteligentes, cultas, talentosas, ninguno éramos monstruos de la moralidad, solamente personas corrientes con ganas de vivir la vida a un nivel simbólico. En su momento El Gran Hombre no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable.


Pienso que estamos demasiado cercanos en el tiempo a los acontecimientos internos de esta historia para poder juzgar su significado. Pero juzgar es una necesidad que tenemos: interpela directamente a nuestras propias angustias, nos alivia del lastre de nosotros mismos. Podemos resistirnos tanto como Hannah Arendt pudo resistirse a Martin Heidegger.

¿Cómo pudo seguir queriendo a un hombre que había sido nazi, y que no cejó de argumentar que era políticamente inocente?


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3) Libro

Recientemente el historiador malagueño Raúl González Arévalo (Profesor en la Universidad de Granada) ha publicado un interesante libro que trata de la vida cotidiana de los esclavos en la Castilla del Renacimiento. Próximamente realizará la presentación de este texto en nuestra ciudad. Cuando se concrete fecha y lugar os lo comunicaré.

 La vida cotidiana de los esclavos en la Castilla del Renacimiento



  • ISBN: 9788418752537
  • Editorial: Marcial Pons, Ediciones de Historia
  • Fecha de la edición: 2022
  • Lugar de la edición: Madrid. España
  • Colección: Estudios
  • Encuadernación: Rústica
  • Medidas: 22 cm
  • Nº Pág.: 174
  • Idiomas: Español


Materias:

La esclavitud en la Corona de Castilla tuvo su apogeo entre la Edad Media y la Moderna. Tradicionalmente los estudios se han centrado en aspectos socioeconómicos de los mercados más importantes. Esta monografía es la primera con una visión integradora centrada en la Castilla del Renacimiento. La existencia de estas personas esclavizadas, elementos marginales de la sociedad, generalmente permanece en el anonimato más absoluto. Las ordenanzas municipales, base de este trabajo, son una pequeña ventana a su vida cotidiana, su realidad social, la percepción de su naturaleza, el comportamiento individual y colectivo, su identidad, su carácter productivo y sus mecanismos de integración. El objetivo último es que abandonen el limbo de la invisibilidad para el gran público.

Otros libros de González Arévalo, Raúl

La esclavitud en Málaga a fines de la Edad Media

El cautiverio en Málaga a fines de la Edad Media

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 4) Video sobre la pintura de Van Gogh 

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5) Apuntes de arte

https://twitter.com/ApuntesArte/status/1592536644103868417?t=1aQoyCuU98UPUb77rIQMvA&s=19

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