Espacio cultural. Recomendaciones y controversias

Antes de hacer unas sugerencias de lectura o asistencia a eventos culturales quiero destacar e invitaros a ver un programa excelente. Es para quiénes puedan acceder a Movistar plus. Es el programa despedida de Iñaki Gabilondo titulado: ¿Qué (diablos ) es España?- 

Merece la pena verlo y pensar sobre los diferentes contenidos y opiniones que se vierten en él.

A continuación otras sugerencias.

1)

En las últimas semanas hemos conocido atentados contra famosas obras de arte ejecutados por el grupo Just Stop Oil. Os invito al debate tras estas publicaciones que menciono más abajo.


El objetivo del grupo es concientizar y llamar la atención sobre el calentamiento global y sus consecuencias para el planeta y también para nuestra especie.






 

Cuando yo vi estos atentados me sentí conmocionado y lleno de estupor. Mi reacción inicial fue de rechazo. Pensé que se puede lograr la misma atención mundial o más aún si los actos van dirigidos a demostrar la inacción de los verdaderos responsables del inmovilismo para enfrentarnos al cambio climático que ya está en nuestro presente y no poner en riesgo un patrimonio de la humanidad como son esas obras de arte. Además pienso que aunque se logre con ello publicidad puede generar respuesta negativa en muchos sectores y disminuir de ese modo el apoyo a las medidas contra el calentamiento global. Debo agregar que según algunas informaciones las lesiones de las obras han sido mínimas dado que estaban protegidas con cristal y la intención real al parecer era no dañarlas. J.H

 

 Sin embargo os invito a leer sobre otros puntos de vista incluso divergentes.


 

Vilipendiar el arte para evitar un exterminio

 

Los activistas que atacan cuadros pretenden llamar la atención sobre la hecatombe climática inminente y exigir aquello de lo que disfrutaron quienes los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido

 

Por: AZAHARA PALOMEQUE: es escritora y doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Año 9. Crónicas catastróficas en la era Trump (RIL editores).

 

Por definición, una urgencia es algo que no puede esperar. Si a nuestra madre le da un infarto, acudimos corriendo al hospital o llamamos a una ambulancia, lo que estimemos que resolverá el problema más rápidamente, sin prestar atención a circunstancias secundarias, pues se trata de salvar su vida. De la misma manera, si se desata un incendio en nuestras inmediaciones, una agarra lo imprescindible y desaloja su casa, en un minuto, o menos, evitando llevarse objetos que, aunque acumulen un alto valor sentimental, son completamente inútiles cuando nos encontramos en peligro de muerte. De nuevo, ese es el significado de urgencia y hasta aquí la mayoría de la gente estará de acuerdo conmigo. Sin embargo, cuando el asunto a abordar es la crisis climática, es decir, rescatar a la especie humana de una probable extinción en este siglo XXI, provocada por catástrofes de calibre inimaginable, sean estas hambrunas, fenómenos meteorológicos extremos, guerras o ecofascismo, se multiplican las voces que reclaman retrasar la acción efectiva, guiarnos por métodos teóricamente civilizados como cumbres que culminan en acuerdos no vinculantes que nadie cumple, o directamente no hacer nada. La urgencia climática es impostergable, como han alertado los activistas de Just Stop Oil en sus embestidas a varias obras de arte, pero en vez de encomiar su coraje o, al menos, intentar entender las razones que conducen a un grupo de jóvenes a cargar con furia contra pinturas tan emblemáticas como son las de Van Gogh, Monet o, más recientemente, Vermeer, hay quien se lleva las manos a la cabeza, los acusa de vandalismo, de “banalidad” o de haber perpetrado una “gamberrada”, como decía Sergio del Molino. Nada más lejos de la realidad.


Las agresiones a estos lienzos por parte de Just Stop Oil y otros colectivos de activistas preocupados por el cambio climático hielan la sangre de quien tenga un mínimo de sensibilidad porque atacan lo sagrado o, si preferimos secularizar nuestro lenguaje, lo sublime. Confieso que, en un primer momento, al contemplar las manchas resbaladizas sobre la superficie acristalada de obras que aprecio, sentí un horror visceral, un rechazo impulsado por las innumerables horas que, a lo largo de mi vida, he pasado en pinacotecas de todo el mundo. Yo, que no tuve padres de los que te llevan a museos, rememoro con entusiasmo cómo, al mudarme a Madrid con 18 años, lo primero que hice fue acudir al Prado y deleitarme con su colección, de la que me sobrecogieron especialmente las Pinturas negras de Goya. Lo segundo fue comprar un vuelo barato a Londres para admirar las piezas de esa desgarradora maravilla que es el British Museum. No creo que haya vivido algo más parecido al síndrome de Stendhal que entre los muros de aquel lugar en el que, al toparme con la Piedra Rosetta, supe identificar la llave que abría la puerta a varias civilizaciones cuyo legado demuestra los prodigios de que es capaz la especie humana. No obstante, esa especie que tantas veces me ha hecho vibrar con sus creaciones es la misma que está alterando el equilibrio climático hasta transformar el planeta en algo totalmente irreconocible y, en ese tira y afloja, es donde ha de dirimirse la lata de tomate lanzada al van gogh, o de puré de patatas catapultada al monet, ya que el mensaje es más complejo de lo que se cree.


En primer lugar, la contraposición comida-cuadro evoca un escenario en que las necesidades básicas —la alimentación— pasan a un primer plano, opacando la producción artística, como señalaron las propias activistas. Quién puede o no crear en mitad de tragedias insoportables es una interrogación bien anclada en nuestra tradición intelectual que el filósofo Theodor Adorno subrayó al escribir que la poesía, después de Auschwitz, es un acto barbárico. Esta frase, que más tarde transmutó en otras parecidas, como que es imposible el arte tras el Holocausto, alude a la dificultad de construir belleza o transcendencia en una civilización que, fruto del raciocinio, fue capaz de aniquilar a cantidades ingentes de personas. Algunos años antes, María Zambrano se hacía preguntas similares, y Alejo Carpentier, al visitar nuestra Guerra Civil, llegó a declarar que no sabía para qué servía la literatura frente a ciertos “desamparos profundos”.


 Conscientemente o no, Just Stop Oil retoma las reflexiones de una trayectoria de pensamiento aterrado ante la violencia contra la vida que, en este caso, se refiere específicamente a la debacle fósil, y no es casual que su rabia parezca concentrarse únicamente en muestras de arte occidental, aludiendo al dislate que implica creernos superiores mientras que otras culturas consideradas atrasadas han efectuado menos daño a la biosfera. Más allá, lo que su performance pone de manifiesto es el delirante contrapunteo entre la inmediatez, el tiempo de respirar, de comer y sobrevivir, y la eternidad que se le atribuye al arte, para el que el tiempo supone un valor añadido que le otorga densidad interpretativa y lazos con universos otros, lejanos o desaparecidos. Pero, si resulta que abundarán dentro de poco los estómagos vacíos en Europa, y que en apenas tres años el número de población global afectada por la inseguridad alimentaria aguda, según la ONU, ha pasado de 135 a 345 millones, ¿quedará pluma, pincel o cuerpo para la creatividad del ánimo? Y, si queda, ¿a quién contentará, inundará de goce o llevará al éxtasis estético en un paisaje devastado?


En otras palabras, podríamos afirmar que los cuadros actúan como dispositivos de memoria, proyectan una continuidad histórica que sobrepasa la mera biografía de su autor, y eso, como vulgares criaturas pronto volatilizadas en polvo, nos reconforta enormemente. De forma análoga a la fotografía del abuelo fallecido cuyo recuerdo sabemos que perdurará entretejido en sus redes afectivas, pero ataviadas con un “aura” que no han logrado perder a pesar de lo que Walter Benjamin llamó “la era de la reproductibilidad”, esas pinturas están dotadas de aquello que el cambio climático nos niega: la posibilidad de perpetuación. Por eso, verlas mancilladas, con latas parapetándoseles —aunque no han resultado dañadas— o manos untadas de pegamento en sus marcos, causa tantísimo espanto. De ahí también que innumerables detractores no hayan escatimado en insultos, como gritando: “¿Cómo osas privarme de mi inmortalidad?”, arremetiendo contra el patrimonio común de Occidente, violando la respetabilidad de nuestros espíritus más excelsos…, sin darse cuenta, quizá, de que si se cumplen las predicciones científicas que apuntan a casi 30C de calentamiento de aquí a finales de la centuria, o las que aseguran que a partir de 1,50C la destrucción será irreversible por activarse una serie de mecanismos de retroalimentación como el derretimiento del permafrost, pronto no habrá museos, y no se deberá precisamente a la rebeldía de unos muchachos. Al final, lo que estos activistas pretenden es llamar la atención sobre la hecatombe inminente, y exigir nada más y nada menos que aquello de lo que disfrutaron las generaciones que los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido, a poder leer y componer versos como el de la poeta griega Safo: “Te aseguro que alguien se acordará de nosotras”. A mí también me genera estupor esa iconoclasia desmedida, ese agravio a la belleza, pero más me estremece pensar en una absoluta carencia de futuro.

Just Stop Oil retoma las reflexiones de una línea de pensamiento aterrado ante la violencia contra la vida

 

                                                           ***

 

La belleza salvada

 

"¿Qué vale más, el arte o la vida?", preguntaron las activistas que arrojaron sopa de tomate a un Van Gogh. En la ecuación ecologista, el arte no pinta nada, salvo por la publicidad gratuita.

 

Por David Toscana. Escritor. Letras Libres

 

Hace mucho que el arte ha sido objeto de ataques. Sin remontarme a la antigüedad, recuerdo a mis diez años de edad cuando mi madre me dijo que habían aporreado la Piedad de Miguel Ángel. No sé si fue la primera vez que escuché sobre tal obra de arte, pero sí que en casa se olfateaba que había ocurrido una desgracia. En primera plana, la prensa hablaba de un desequilibrado mental que “afirmando a gritos ser Jesucristo arremetió a martillazos contra una de las grandes obras de arte de la humanidad”.


La Stampa publicó ese día el encabezado: “A martellate un pazzo in San Pietro sfregia la Pietà di Michelangelo”. La crónica dice que el hombre gritaba “Cristo é risorto”. Quizás aprendió a pronunciar la frase sin conocer bien su significado, pues en otros medios se dice que el vándalo László Tóth, originario de Hungría, no hablaba italiano.

Aquí la estupidez del señor Tóth se evidencia porque supuso que Cristo, tan pronto volviera de entre los muertos, no tendría cosa mejor que hacer sino dirigirse al Vaticano para dar de martillazos a la figura de su madre dolorida. Además, según he leído, Cristo ya resucitó hace dos mil años y se elevó a los cielos y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos sin que le corra prisa por hacerlo.


Ya entrado en lecturas de La Stampa, me topo con un encabezado de septiembre de 1991: “Un pazzo sfregia il David di Michelangelo”. Aquí el daño no fue tan grande, pues empequeñecido el vándalo por la altura del pedestal, apenas pudo magullarle el dedo gordo del pie como ataque de gota.

También tenemos el caso del inglés que disparó un escopetazo contra el hiperbello dibujo de La Virgen y el niño con Santa Ana y San Juan Bautista, de Leonardo da Vinci. Aquí el encabezado fue: “Folle spara su un Leonardo”.

Veo que en los primeros dos encabezados se tildó al destructor de pazzo y en el otro de folle. Según un antiguo dizionario, un pazzo es un hombre oppresso da pazzía. Lat. insanus, mente captus. Mentecato, pues. Y de ahí no salimos, pues el mismo diccionario aclara que folle significa pazzo.

 

Hoy se les llama activistas.


Me llamó la atención que las personas que hace unos días emporcaron el Van Gogh mostraran la Heinz Tomato Soup como si fuese un comercial. “El tomate Heinz”, rezaba un anuncio de los años treinta, “no es anónimo. De hecho es el aristócrata de Tomatilandia y presume los más distinguidos antepasados en el reino vegetal.”

Supongo que el ataque al Van Gogh no fue una maniobra contra la sopa Campbell’s de Andy Warhol.

La pregunta de la pomodórica activista “¿qué vale más, el arte o la vida?” pretende imponer un dilema de asaltabancos, sin embargo es tan simplona que ni siquiera tiene sentido. Lo que preocupa es que el debate se rebaje a tal nivel. En la ecuación ecologista el arte no pinta nada, salvo por la publicidad gratuita y por el tiro que los propagandistas se dan en el pie.

Y por cierto, hay muchos artistas que han dado su vida por el arte.

Al director del museo Thyssen-Bornemisza le hicieron una pregunta igualmente vacía sobre salvar algún animal o un cuadro en caso de que el museo se incendiara. “Heine decía que si tuviera que salvar una obra de arte muy valiosa o un perro, salvaría al perro… Cuando se trata de elegir entre algo verdaderamente vivo y una obra de arte por maravillosa que sea, pero que al fin y al cabo es un objeto, no hay ninguna duda.”


Sospecho que Heinrich Heine nunca dijo tal cosa. Además, tengo aquí un par de reservas. La primera es que sea un director de museo quien le llame “objeto” a una obra de arte. Quizás un sartén o un enchufe eléctrico o incluso un mingitorio sea un objeto, ¿pero una obra de arte? Verdad es que “objeto” se define como “lo que se percibe con alguno de los sentidos”, pero los que padecemos escalofríos y sabemos temblar y hasta llorar delante de ciertas obras de arte entendemos que ahí existe algo espiritual que trasciende la mera percepción.

No sé qué signifique “verdaderamente vivo”. Hay bichos que devoran pinturas. Roedores que las atacan. Un museo ha de combatir esas plagas “verdaderamente vivas”. El perro que yo salvaría si se incendia el Museo del Prado es El perro de Goya.


Leí que en España las autoridades sacrifican a más de trece mil perros y gatos al año. Para ciertas personas eso equivale a la carbonización total del Museo del Prado.

Las lluvias torrenciales en la Toscana en 1966 provocaron la inundación de Florencia y la muerte de más de cien personas, pero la historia no recuerda tanto esas muertes como la pasión con la que los llamados angeli del fango llegaron por miles desde diversas partes de Italia y del extranjero a rescatar el patrimonio artístico y cultural. Fue una juventud maravillosa que trabajó amorosamente por rescatar el arte, sin los eternos rostros de encono que se gastan hoy los activistas. Aquellos jóvenes de los años sesenta amaban el arte porque amaban la vida.

Hace seis años se montó en el Palazzo Medici Riccardi de Florencia una exhibición llamada La Bellezza Salvata, con buena parte del arte y libros rescatados en esos días y restaurados a lo largo de cincuenta años desde la inundación. Para evitar cualquier embrollo ético, tengo entendido que no se les permitió la entrada a los perros.

 

  2) Artículo. Comentario sobre una obra de Picasso. Revista Apuntes de Arte. Podcast.

 https://open.spotify.com/episode/0OV2r9xcF2CvGao9WQFuGF?si=bNMEwwpYQtGmHZndFn9lvQ


3) Comentarios. Arte Belga. Museo Carmen Thyssen. Málaga. Revista Apuntes de Arte


https://twitter.com/apuntesarte/status/1588195083941302273?s=24&t=wfuVW9fAse8b3Rz8i1tsMQ

 


SUEÑO Y REALIDAD

Mari Carmen Conejo Arrabal

 




‘Arte Belga’ 
en el Museo Carmen Thyssen Málaga / Foto Mari Carmen Conejo

 

Con más de setenta obras procedentes del Musée d’Ixelles de Bruselas, la muestra presenta un completo y diverso recorrido por las principales tendencias artísticas desde final del siglo XIX hasta la segunda mitad del siglo XX.

 

Queridos transeúntes, a continuación, nos embarcamos en un viaje por el noroeste de Europa. Vamos a introducirnos en un relato pictórico por la construcción de una nación moderna, a dialogar con multitud de voces y movimientos tan distintos como las múltiples facetas que existen en el gran prisma del arte belga. ¿Preparados?

La exposición arranca prácticamente desde el nacimiento de Bélgica como estado. La búsqueda de una identidad como país se ve reflejada en la diversidad de obras que conviven en los primeros espacios de la pinacoteca malagueña. Por un lado, piezas realizadas bajo un realismo con tintes sociales; por otro, un afán por el paisaje preimpresionista libre de normas morales, rasgo nada casual cuando dicho género nació entre sus antepasados. Sin embargo, todas ellas rompen con la tradición y el historicismo imperante de la época e inician un camino de búsqueda y exploración por la modernidad, experiencia que nos invita a recorrer la propia museografía. Esta última tendencia cobrará fuerza en la escena cultural bruselense gracias al impulso de ciertas personalidades y a las exposiciones de los principales artistas europeos cuyas influencias pueden advertirse en muchas de las obras expuestas. De esta manera, encontramos una suma atención a la fuerza lumínica y la expresividad del color, así como un gran interés por experimentar con procedimientos más libres como el puntillismo. En este punto cabe destacar la pieza de un joven James Ensor que avanza las claves de las incipientes vanguardias y funciona como bisagra entre las salas. Pero no todo es lo que parece, bien lo demuestra la tradición artística encapsulada en esta exposición. Frente al realismo y el impresionismo, destaca un grupo de sugerentes piezas procedentes de la estética simbolista. Obras tan diversas como las perspectivas agudas de Spilliaert o la sensualidad radiante de Delville. Contrastes que, sin duda, enriquecen nuestra travesía.

Llegamos al momento álgido de esta andanza, el plato fuerte de la exposición: nos adentramos en el fantástico e inquietante surrealismo belga. Con obras de sus dos principales artífices, uno no puede evitar pararse ante las imágenes magrittianas con la esperanza de lograr descifrar sus irónicos enigmas pictóricos. Lo mismo ocurre con las obras de Paul Delvaux, quien combina los elementos de su propia psique con referencias directas de la cultura clásica creando verdaderas escenografías oníricas que rompen toda referencia espaciotemporal.

Y así, como todos los buenos viajes, nunca queremos llegar a nuestro destino final. Al entrar en una exposición de arte de este calibre, esperamos ver la realidad a través de una selección de artistas, en este caso, la formación de una cultura propia al mismo tiempo que se establecían los cimientos del mundo moderno. Sin embargo, tras pasear y detenerse por algunas de sus obras, podemos afirmar que la producción artística belga aquí reunida nos muestra todo(s) su(s) mundo(s), todas las claves, pero nunca las respuestas, alentándonos a un eterno retorno. Esta selecta combinación nos acerca a una Historia del Arte propia y particular, que recibe influencias internacionales tanto como interviene ella misma en el relato occidental; a profundizar salta tras sala y a seguir disfrutando de sus poéticas y misteriosas imágenes. Imágenes donde realidad y sueño se confunden, se fusionan y se responden, a fin de cuentas, como la vida misma.

 

La exposición: “Arte Belga. Del Impresionismo a Magritte”

ComisariaClaire Leblanc.

LugarMuseo Carmen Thyssen Málaga

FechaHasta el 5 de marzo de 2023

HorarioDe martes a domingo de 10.00 a 20.00horas. Lunes cerrado.

 

  4) Glotofobia. Xenofobia en la expresión oral

 



 Se entiende por glotofobia a la acción de penalizar o castigar a una persona por su acento. Mostrar desprecio, odio, agresión o rechazo a un acento, a las personas que lo tienen.

Xenofobia, racismo por el acento.

Elitismo lingüístico. Es decir, la xenofobia del acento, ya que todos por el simple hecho de haber nacido en un entorno adquirimos un acento.

 A continuación transcribo un artículo que aborda esta temática para abrir la reflexión y el debate.

“El acento murciano es feo”.

Qué es la glotofobia y por qué debemos acabar con ella

  • Sabina Urraca. Escritora y periodista. Publicado en  Ideas. El País 

Hombre, a ver, el acento murciano es espantoso”. Lo dijo con total tranquilidad. Era el amigo del amigo de un amigo. En aquella fiesta en la que estábamos, decir algo similar sobre cualquier raza o nacionalidad habría sido inaceptable. Sin embargo, nadie decía nada ante lo que ese tipo había dicho. “¿Piensas eso de verdad?”, le pregunté. Quería saber si esa idea era genuinamente suya o la había plantado en él ese martilleo social que en los últimos años ha puesto su foco en Murcia como punto central de la mofa. “No es por nada”, contestó, “es porque es objetivamente feo”. No le rebatí nada porque había usado la palabra indiscutible: objetivamente. Supongo que también pensaba que su “castellano neutro” (no existe tal cosa) era, objetivamente, la forma correcta de hablar, la proporción áurea, el kilómetro cero de las lenguas.

La glotofobia, la discriminación a causa del acento, es el último prejuicio, el resquicio que aún permanece, sorprendentemente aceptado, entre personas que se dicen abiertas de mente, tolerantes. Si los apuras, aún habrá alguno que te diga: “Yo no discrimino a nadie. Si a mí el acento andaluz me encanta, es muy gracioso” (sustitúyase por canario/sensual o por argentino/divertido; la lista de acentos y sus adjetivos estereotípicos es infinita).

A los 18 años, recién llegada a Madrid, me presenté al casting del grupo de teatro de la universidad. La casa de Bernarda Alba. El director me detuvo a la segunda frase. “¿A ti te parece que Angustias podría ser canaria?”. En aquel momento, yo quería ser aceptada, que Madrid me abrazara. No estuve rápida en responder que, si nos poníamos puristas (tendencia que, dicho sea de paso, me parece absurda), Angustias tendría que tener acento de la Vega de Granada. Bajé la cabeza. Todos los seleccionados en el casting tenían lo que tan mal llamamos acento español neutro. A partir de entonces, de forma gradual, mi acento cambió. Esto ya había sucedido años antes, a los cinco, cuando nos mudamos y fui una niña vasca que se volvió canaria para que nadie se riera de ella. Hoy en día, casi nadie sabe ubicar de dónde soy. Como quien rebusca en un recuerdo oscuro del pasado sepultado bajo capas y capas, me pregunto cuánto habrá habido de natural en este proceso y cuánto de autoglotofobia.

Antonio M. Piñero, lingüista de la Universidad de La Laguna, Tenerife, cuyo trabajo fin de máster gira en torno a la glotofobia y las actitudes lingüísticas en jóvenes de Canarias y Galicia, ha entrevistado a grandes muestras de población joven, encontrándose con esta contradicción dentro del propio hablante: “Por una parte, hay muchos casos de percepción negativa del acento que es distinto al propio. Y en este sentido, mucha gente tiene actitudes negativas hacia el español de Canarias. También están los que lo ven sexy”. Y, ya para darle la vuelta a todo, también habría una muestra de población canaria que en las encuestas declaró que no le daría un puesto de trabajo a alguien con marcado acento canario. En muchos lugares conviven esas dos situaciones: el acento centralista y capitalino despierta rechazo, pero, al mismo tiempo, aún hay personas que caen en el lugar común de considerarlo el acento “serio”, el habla del éxito profesional. Frente a este fenómeno de fobia a lo externo y a lo interno, me pregunto si no sería necesario algo así como un “psicoanálisis del acento” que nos enseñase a desengranar esos mecanismos podridos que habitan en nuestro cerebro.

El otro día, viendo Safo, la pieza teatral de Marta Pazos y María Folguera, me sorprendió gratamente ver que el elenco de actrices tenía acentos distintos entre sí. Para Lucía Bocanegra, sevillana y actriz de la pieza, actuar con su acento fue un choque brutal. Como actriz, siempre había tenido que forzar el acento “neutro”. Fue todo un trabajo integrar la novedad. Ella misma entraba en un conflicto que me suena conocido: por una parte, le parecía muy necesario que se reivindicara eso, la diferencia real, los acentos diversos. Pero persistía esa sensación residual, arrastrada de siglos de centralismo acentual, de “esto no está bien”. De nuevo esa dualidad: el amor por lo propio, pero la certeza de que, de tan propio que es, no puede ser para todos. Imagino a ese director de teatro con el que me topé a los 18 años deteniéndolas a todas en medio de la actuación: “¿A ti te parece que una musa de Safo podría tener acento sevillano?”.

En un momento de la película Toy Story 3, unos personajes malvados le tocan los botoncitos a Buzz Lightyear. Se convierte en andaluz. Por supuesto, en la versión original en inglés, Buzz se estropea y se convierte en latino. Para el resto de personajes, esto supone un trauma. ¡Hay que arreglar a Buzz antes de que haga más el ridículo! Supongo que este tipo de fenómenos tan normalizados hacen que se extienda silenciosamente la idea de que ciertas formas lingüísticas no son válidas en ciertos ámbitos, que en un congreso tienes que disimular tu acento extremeño, que no puedes ser ministra y cecear y sesear indistintamente, y que si un dibujo animado habla con acento andaluz (y aquí estoy resumiendo en una sola palabra el que es un abanico riquísimo de acentos diversos) es porque es torpe, secundario gracioso o le han tocado un botón y está estropeado. Se corre el peligro de que una persona con un acento considerado no apto para determinado ámbito delegue su voz en personas que sienten que sí tienen autoridad lingüística. Es decir, que se quede sin voz, falta de representación. Eso o la opción oscura: cambiar el acento, perderse a una misma mientras se trepa a duras penas un escalón hacia la hegemonía del habla, hacia la lengua de los poderosos, los aceptados en todos los grupos, los guays de la clase. Y me veo a los seis años, ensayando en casa con el libro de lectura, porque había decidido que ya bastaba de burla, que al día siguiente sería mi estreno en el acento canario. Y a los 18, enredando aún más el nudo, volviéndome otra a marchas forzadas. Porque me habían dado a entender que ser como los otros era la única salvación. Y ahora soy ese nudo enmarañado y lo acepto. Lo observo, intento comprenderlo.

El otro día decía la poeta gallega Luz Pichel, entrevistada por Sergio C. Fanjul con motivo del Festival Poetas, que no habla mejor uno de Valladolid que uno de Buenos Aires, pero que, además, la norma de Valladolid es la que menos se habla. Es decir, que es absurdo que señalemos como minoritario lo que en realidad es indiscutiblemente mayoritario: la diferencia. Condenamos como sociedad (o reímos o exotizamos) las eses aspiradas, el seseo, el canto en la entonación, las palabras que no entendemos, el madrileño que viene al pueblo. Pero lo cierto es que la idea de acento único, aparte de imposible y monótona, es imperialista y no incluye, en realidad, a nadie. Y me pregunto si no estaremos siempre queriendo ser otra cosa distinta de la que somos.

 Me explico: en España la gente ríe a carcajadas cualquier comentario en inglés de un cantante en medio de un concierto, pero no entiende nada de gallego, se cierra en banda al catalán —aquí hablo de lenguas, pero es la misma cerrazón—, el acento andaluz le parece gracioso, el murciano paleto, cualquier acento latinoamericano de pobres y el madrileño de gilipollas. Nos fascinan los memes que cuentan que en sueco hay un vocablo para nombrar la emoción que se siente antes de un viaje, pero nos da igual saber que en Canarias hay una palabra para el reflejo de los remos en el mar, o que en Galicia, justo después del atardecer, se produce el luscofusco. ¿No será esa falta de interés por las lenguas y las palabras de los lugares cercanos un tristísimo autohablismo, un desear ser siempre otra cosa distinta de la que somos, un sentirnos siempre inadecuados? ¿Hasta cuándo vamos a vivir en un casting en el que ningún papel es para nosotros?

 








Comentarios

Entradas populares