Misceláneas: Cine y artículos recomendados de prensa

Cine: PIG

En su debut como realizador, Michael Sarnoski toma un punto de partida que, nos resulta familiar –un hombre del que sabemos poco o nada pierde su animal de compañía, y trata de construir una conmovedora e íntima reflexión sobre la pérdida, el duelo y el ajuste de cuentas,  con él mismo. 

Esta vez seré muy breve ya que desde mi humilde opinión la película vale muy poco ya que es una secuencia de tópicos y escenas e interpretaciones vistas en innumerables películas sobre todo estadounidenses. La interpretación de Nicolás Cage es buena pero quizás como la haría cualquier alumno aventajado de arte dramático. El tema carece de interés al igual que el guión. Creo que no merece la pena ir al cine para ver esta película.




FICHA TÉCNICA

 

Dirección: Michael Sarnoski Reparto: Nicolas Cage, Alex Wolff, Adam Arkin, Cassandra Violet, Julia Bray, David Knell País: EE.UU., Reino Unido Año:2021 Fecha de estreno: 14–07-2022 Género: Drama Guion:Vanessa Block, Michael Sarnoski Duración: 92 min.

 

Tráiler de la película

 

https://youtu.be/TUFIgE1Agx8 

 


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Os recomiendo la lectura de estos diferentes textos periodísticos de diversa temática pero creo que todos interesantes.



I)

Los guardianes de la memoria

 

LA TRIBUNA. Diario Sur


 

Al fin y al cabo, la edad no sería más que una convención social, como lo es el sexo para los identitaristas postmodernos radicales

 

FEDERICO SORIGUER MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS 

 

Leo un lúcido artículo de la filósofa Rosa María Rodríguez Magda ('La edad elegible o la vejez disfrazada') que termina con un poema de Jorge Camacho ('Vidpunktoj') que dice así: «Tomad nota, jóvenes: vosotros no sois el futuro./ No os engañéis, jóvenes: vosotros sois el pasado./ ¿Vuestro futuro? Soy yo». A partir del año 2050 cerca de la mitad de la población tendrá más de 65 años, así que es mejor que nos vayamos acostumbrando. Sin embargo, la negación de la vejez se ha convertido hoy en una opción ideológica y el rejuvenecimiento, en un gigantesco mercado (el negocio del 'aging', que así en inglés parece otra cosa). No sería sorprendente, pues, que haya personas que reclaman la autodeterminación de la edad. Al fin y al cabo, la edad no sería más que una convención social, como lo es el sexo para los identitaristas postmodernos radicales que han conseguido llevar sus tesis al BOE.

 

Este derecho a elegir la edad percibida -no muy distinto al de elegir el sexo sentido- no es sino una variante de «la negación moderna de la naturaleza humana», que en el caso de la edad no carece de cierto humor, aunque sea de humor negro, pues la negativa a envejecer no sería, en última instancia, sino la negación de la muerte inevitable. Y es aquí donde esta reclamación coloca en su sitio a los derechos identitarios subjetivos, pues si la elección del sexo percibido tiene como consecuencia el borrado de la mujer como realidad biológica, como bien han sabido ver filósofas como Amelia Valcárcel o Rosa María Rodríguez Magda y juristas como María Luisa Balaguer, entre otras, la presunta y por ahora más teórica que real elección de la edad percibida no tendría otro objetivo que el borrado de los viejos. Al fin y al cabo, la edad del calendario no es más que una imprecisa referencia a una edad biológica que es muy diferente entre órganos, aparatos y sistemas. Además, con la ayuda de la ciencia, una persona podría elegir la edad biológica del órgano que le fuera más favorable el día que sea posible definirla con precisión, aunque ya haya hoy lo que se llaman relojes biológicos o epigenéticos, que no serían sino 'subrogados' biológicos más precisos que la edad del calendario. 

 

Pero no hay que recurrir a la biología. Sin ir más lejos, los gestores de las pensiones ya están planteando prolongar la edad de jubilación en función de la esperanza de vida de una persona, que hoy, al menos estadísticamente, es posible predecir. Parecería lógico que una persona con mayor esperanza de vida pudiera ejercer su derecho estadístico a que se le descontaran del cumpleaños los años de más vividos o, mejor dicho, por vivir. ¿Por qué las mujeres, por ejemplo, que tienen unos cinco años más de esperanza de vida que los hombres, no podrían reclamar este descuento en su fecha de nacimiento? En algún lugar hemos llamado cuantofrenia a esta obsesión por cuantificar asuntos cuya naturaleza es sobre todo cualitativa.

La vida es, mal que le pese a mis colegas médicos y científicos, sobre todo, cualitativa. Una cualidad emergente de la materia a través de un proceso que ha costado millones de años y que en última instancia se desconoce. En matemáticas a la media se la llama esperanza matemática: E(x). La esperanza de vida es, como su nombre indica, la media de las edades en las que los miembros de una cohorte fallecen. Si mueren muchos niños la E(x) es muy baja, aunque los sobrevivientes lleguen a centenarios. Pero la esperanza (de vida) tiene también el mismo propósito que la esperanza como virtud teologal que acompaña a la fe y a la caridad. Y mucha gente cuando hablan de esperanza de vida lo hacen en este último sentido. La primera es cuantitativa, aunque relativa, y la segunda es cualitativa. Ambas se utilizan indistintamente, pero la interpretación de ambas es radicalmente diferente. Las dos son útiles, pero la segunda es la que mueve el mundo, pues, salvo los cartujanos estrictos, la mayoría de la población vive al menos durante la mayor parte de su vida ignorando a la muerte, ¡como si se fuera a vivir eternamente! ¡Porque se vive amando la vida se puede vivir de espaldas a la muerte! Y esta sería la única conclusión de este debate pata-físico que nos ha traído hasta aquí: Al fin y al cabo, aunque la 'meditatio mortis' puede ser muy interesante para un filósofo, no parece que sea muy recomendable como código docente de los niños y los jóvenes a los que la mejor manera de prepararlos para la vejez y la muerte es enseñarlos a vivir una vida buena.

 

Una vida con esperanza, la esperanza matemática desde luego, esa que ha aumentado más de 40 años desde el siglo XIX y ha cambiado la pirámide de población, convirtiendo a los viejos en los protagonistas del futuro, pero sobre todo con esa antigua y a veces despreciada esperanza teologal que los niños (los nietos de esos viejos) traen de fábrica. Y en este empeño, los viejos, protagonistas hoy del futuro, tienen la obligación de recordarles a sus hijos e hijas que hoy gobiernan el mundo que es su obligación legarles a sus nietos un mundo con futuro. De legarles, en fin, la esperanza en un mundo mejor. Porque, ¿no es, si acaso, la función de los viejos la de ser los guardianes de la memoria?

 

 


II) Dos relatos cortos


El túnel

Subí al taxi, me acomodé, miré al conductor a través del espejo, le dije: “Lo siento, no logro recordar adónde iba”. “Lo llevaré de todos modos”, dijo él. Arrancó, giramos a la derecha, cogimos luego una calle que apareció a la izquierda y en la que había, por alguna razón inexplicable, muchas carnicerías. Atravesamos luego una avenida que me recordó la de los Campos Elíseos, de París, desde la que nos internamos en un callejón estrecho como una idea obsesiva por el que fuimos a dar a una de las vías de circunvalación de la ciudad. Poco después se detuvo ante un tanatorio. “Aquí es”, dijo el taxista.


Me bajé, entré en el edificio, cuyo vestíbulo recordaba al de un hotel de cuatro estrellas, y reparé en un panel como el de los aeropuertos en el que figuraban los nombres de los fallecidos y la sala en la que se hallaban. Yo era uno de ellos. Se me podía encontrar en la sala 15, a la que acudí con una docilidad que no me es propia. Distinguí enseguida a mi mujer, a mis hijos, a mis hermanos y demás parientes y amigos que departían con gravedad formando grupos que parecían grumos. Me acerqué al escaparate para ver el cadáver y se trataba, en efecto, del mío. Me pregunté por qué había llegado yo más tarde que mi cuerpo sin encontrar respuesta, aunque me vino a la memoria lo que ocurre a veces en el cine, cuando la voz no está sincronizada con la imagen, de modo que los personajes cierran la boca cuando hablan y la abren cuando callan. Un inconveniente de orden mecánico, en fin, que estaba a punto de arreglarse.


Atravesé sin problemas el cristal y me introduje en mi cuerpo, que se convirtió en un túnel por el que llegué misteriosamente al volante de un taxi fantasma. Al poco, me detuvo un cliente desorientado, pues no recordaba adónde se dirigía. “Lo llevaré de todos modos”, dije yo. Y lo acerqué al tanatorio.



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Los hombres péndulo

Fernando Aramburu

Llegado a cierta edad, a uno le da por pasarles la bayeta a los recuerdos. No es raro entonces que se formule preguntas. ¿Cómo habría transcurrido mi vida si no hubiera roto aquella antigua relación sentimental, si no hubiera cambiado de ciudad o de país, si hubiera ido por aquí y no por allá? Son preguntas sin respuesta que, como los crucigramas o los sudokus, sirven para entretenerse un rato. A veces me he preguntado cómo sería un encuentro del hombre que soy con el joven que fui. A Jorge Luis Borges una idea similar le inspiró un cuento célebre. Yo a lo más que llego es a imaginar una discusión con el chaval melenudo que llevó mi nombre durante el tramo de biografía que le correspondió. ¿Dónde está mi melena?, me pregunta receloso. ¿Qué hiciste con mis ideales? ¿A quién votas?

No me pasa inadvertido el tono de reproche. Creo estar en condiciones de aclararle que sin rupturas bruscas, pero con pequeños y meditados cambios de rumbo, se llega progresivamente de él a mí. Nunca me sucedió una caída en el camino de Damasco. Mi apego a los libros, en buena parte mérito suyo, me encaminó poco a poco hacia el sosiego del que él carecía. Obligaciones laborales y familiares relegaron a un segundo plano su afán juvenil de cambiar el mundo, ocupación para la que hacen falta energía y tiempo libre de los que no dispongo.

Le podría asegurar que, al socaire de cierta serenidad de fondo, no me ha ocurrido lo que a tantos que pasaron de un extremo ideológico al opuesto. Sabido es que la bola del péndulo subirá más alto por un lado cuanto más arriba esté cuando la suelten en el otro. Podría hacer una lista no corta de jóvenes revolucionarios que, con los años, dieron en férreos conservadores. Lo contrario ya es más raro. ¿Será ley de vida? Como dijo Carlos Edmundo de Ory en uno de sus aerolitos: “Que me entierren con gafas de sol”.




III)


Ola de incendios. Artículo para leer en enlace siguiente


https://theconversation.com/ola-de-incendios-en-europa-la-anomalia-que-sera-la-norma-187150



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IV)


La palabra libertad


Por Martín Caparrós. El País semanal


Es un hecho: nos la están robando. Les quedaba poco por robar y ahora se roban una de nuestras mejores palabras. Y nosotros —¿quiénes somos nosotros?— vamos enmudeciendo poco a poco: nos vamos quedando sin palabras. Y más en estos días. Estamos, dicen, en vacaciones —esa palabra que no admite singular. Es el momento de la libertad: en estos días ejercemos la libertad extrema de no trabajar tres o cuatro semanas y meter los piecitos en el mar o la marcha o la maleza y ligar —los que pueden— como quien se desliga y beber o tomar algo más, deshacernos de las obligaciones habituales, deshacernos. Todas libertades sancionadas por el comité de libertades veraniegas, todas con el sello habilitante: todo un set de libertades tan cautivas.


Libertad se ha vuelto una palabra muy confusa. Hubo tiempos en que estaba clara: ser libre era no ser esclavo. Hace unos siglos, cuando aquello de la esclavitud empezó a quedar mal, libertad tomó dos caminos: podía ser la condición de quienes no estaban presos y la de quienes no estaban oprimidos, quienes no estaban encerrados por un Estado en una cárcel o quienes no estaban encerrados en un Estado que parecía una cárcel.

Esta libertad se transformó en una aspiración y empezó a aparecer en las revueltas, los himnos, las conciencias. La libertad por excelencia condujo la primera gran revolución ciudadana, liberté, égalité, fraternité, para decir que no querían que un rey les dijera lo que podían y no podían hacer. La libertad se volvió un grito, miles y miles pelearon por ella, murieron por ella, la impusieron. Pulularon poetastros que la consideraron la palabra más bonita, le cantaron versos repetidos, le hicieron la pelota en cien idiomas —salvo una que, amarga, desafiante, justo antes de perder la cabeza le gritó “Libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.


Con el tiempo, la paradoja de Madame Roland se volvió demasiado común: en los regímenes soviéticos, los monstruos de la razón se cargaron cualquier libertad. Lo hicieron, faltaba más, en nombre del bien: para que el Estado impidiera que unos pocos se aprovecharan de la mayoría. Pero, para eso, instalaron Estados policiales y abusaron de su poder y se aprovecharon de la mayoría —como toda dictadura.

Mientras tanto, los países del capitalismo triunfante se definieron como estructuras destinadas a conservar la libertad de sus ciudadanos, a asegurar que no tuvieran que obedecer a ningún tirano, que pudieran hacer —dentro de la ley— lo que quisieran. Así que nuestros mundos se consideran un santuario de libertades —y rebosan de ellas: libertad de circulación, libertad de expresión, libertad de comercio, libertad de culto, libertad de prensa, libertad de empresa, libertad condicional, aquella estatua. Y libertad, por supuesto, de trabajar mucho más que lo que uno querría por mucho menos que lo que uno merece para que algún patrón se beneficie —pero con vacaciones.


La palabra libertad ya estaba capada, neutralizada. Nosotros los privilegiados vivimos colmados de esas libertades liberales que liberan muy poco: que contribuyen a sostener la pantomima. Florece, entre ellas, la libertad de usar a los demás, de privarlos de lo más necesario, de vivir tanto mejor y educarnos tanto mejor y curarnos tanto mejor y morirnos tanto después que ellos porque papá hizo algún dinero, o el tatarabuelo.

Ya así era triste, pero la palabra libertad siguió cayendo. Hace poco recordábamos cómo cierta derecha se había apoderado de la palabra cambio; la tiene colgada en el salón de la finca, entre sus cuernos, justo al lado de la palabra libertad. Libertad supo ser la expresión de quienes querían sacudirse reyes, jefes, cruces, explotaciones varias; ahora es el padrenuestro de los que reivindican su derecho a beber como se les cante, a imponernos sus usos y costumbres y credos y créditos, a comprar y vender según la ley de la selva del libre mercado, a explotar según la misma ley, a infectarnos, a despreciar a los que se toman la libertad de no ser como ellos.


Otra vez, por otras razones, la frase de Madame Roland se llena de sentidos: “Libertad, cuántos crímenes”. Otra vez, si no la recuperamos, si no la recargamos, seguiremos siendo lo que somos: pertinaces perdedores de palabras, un silencio más y más ruidoso, muditos de la mente.

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