Artículos sobre la actualidad. ¿Nuevos conceptos?


Morir por el libre mercado

Lluís Bassets




Este virus que va a transformar el mundo tiene raíces medievales. No hay epidemia sin terrores apocalípticos, signos extraños en el cielo y oscuras conspiraciones. Siendo un castigo de los dioses, también necesita culpables, o al menos chivos expiatorios sobre los que volcar la culpa, unos mecanismos ancestrales que Donald Trump sabe muy bien cómo funcionan. La epidemia era una invención demócrata para echarle de la Casa Blanca. Ahora es un virus chino.

Pekín le ha devuelto la obsesión conspirativa con la insidia del ministro de Exteriores sobre su origen en el Ejército estadounidense. China es una potencia en ascenso pero con los vicios de las potencias declinantes. Sobresale ahora en su explotación propagandística del éxito de Wuhan para exaltar a Xi Jinping, el generoso aspirante a nuevo jefe del mundo que manda médicos a Italia y suministros sanitarios a todos los países que se lo piden —previo pago por adelantado—, mientras quien fue líder del mundo libre está en otras cosas.

Por ejemplo, rabiando por las recetas contra el coronavirus que le imponen los epidemiólogos, esa distancia social insoportable que amenaza con destruir la economía y el individualismo. Estados Unidos tiene la suerte de poder contar con el doctor Anthony Fauci, el sabio que ya combatió el sida y que ahora es quien manda de verdad en la Casa Blanca en la guerra contra la epidemia. Trump es el comandante en jefe solo a efectos decorativos y de explotar la retórica bélica para obtener, como siempre, la máxima concentración de poder en sus manos. Sus arengas no sirven para evitar el contagio, al contrario. Cuando urge convocar a los ciudadanos para que se queden en casa, se apresura a demandar el levantamiento de la medida.
Boris Johnson, que ha seguido la misma pauta, ha desistido ya del darwinismo con el que se disponía a sacrificar a los más débiles para salvar la sociedad de mercado. Solo queda Bolsonaro, que supera a cualquiera, también a Trump, en escepticismo: nada de confinarse, solo es una gripesinha.

El desmoronamiento de los liderazgos occidentales tiene su mejor ejemplo en las ciudades y las entidades regionales, que son las que se han enfrentado a Trump, Johnson y Bolsonaro en la defensa del confinamiento y de la medicina pública. En vez de dirigir el mundo en su momento más grave desde 1945, Trump piensa en los cheques que llegarán al bolsillo de los electores gracias al soberbio paquete de estímulos aprobado por el Senado. No parecen importarle mucho las cifras de víctimas, que crecerán cuanto más relajados sean los confinamientos.
Todavía va más lejos el trumpismo recalcitrante. Sabiendo que los mayores son población de riesgo, algunos republicanos ya han dado un paso al frente: si hace falta, moriremos por el libre mercado. Preparan así el infame camino que convierta a los más ancianos en culpables de la ruina que se prepara y, por confusión dolosa entre la enfermedad y la medicina, de la propia epidemia.

 El discurso de la guerra

Josep Ramoneda

Esto no es una guerra, por más que los líderes políticos apelen reiteradamente a ella. Guerra: lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación, dice el diccionario. Estamos combatiendo una epidemia, apelar a la guerra es una forma de humanización del virus. No hay un sujeto político o social que nos desafíe, ni un centro estratégico que dirija las operaciones. Son las leyes de la naturaleza, no las de la historia, las que nos interpelan. El conocimiento lo aporta la ciencia, a la política corresponde tomar las decisiones. Evidentemente, estas tienen que atender múltiples razones —sanitarias, económicas, sociales—. Pero hablar de guerra es transferir el problema al ámbito de la confrontación política. Es lo que hace Donald Trump cuando identifica la Covid-19 como virus chino. Ya ha señalado al enemigo.
Pero hay más, el discurso de la guerra es contradictorio con el principio moral en el que se apoyan nuestros dirigentes: la prioridad absoluta, dicen, es salvar vidas y proteger a los más vulnerables. Esta no es la ley de la guerra. En la guerra el cálculo de muertos es en función de los objetivos. Hay que sacrificar las vidas necesarias para conseguir la victoria. Hablar de guerra contra la Covid-19 es dar la razón a Trump, cuando coloca el nivel de riesgo —es decir, el número asumible de muertos— en función de no debilitar la potencia económica y geopolítica del país.

Esto sí que es una guerra, pero no contra el virus. Y no creo que sea a la que nos convocan los líderes europeos, que nos imponen durísimas restricciones, a riesgo de una larga crisis económica y social, apelando a un principio de solidaridad entre los ciudadanos que, por cierto, olvidaron en sus oraciones al afrontar la crisis de 2008.
El discurso de la guerra tiene todavía otra deriva alarmante: alimenta la fantasía autoritaria. Cada vez que veo a un ministro del Gobierno informando
flanqueado por galones y medallas militares y policiales me da un cierto escalofrío.

¿Es necesaria esta escenografía en un momento en que se pone, con enorme ligereza, a China como modelo y en que la derecha autoritaria espera paciente el día después para capitalizar el miedo en Europa? Es obvio que todas las instituciones del Estado deben colaborar en la erradicación de la epidemia. Pero ¿qué aportan las escenificaciones y apelaciones patrióticas en un momento en que la ciudadanía vive apurada por una situación extrema que nos obliga a separarnos de los demás, como paradójica forma de estar unidos? Se nos han recortado libertades fundamentales, nadie ha chistado porque somos conscientes del riesgo. Pero el día después habrá que elaborar lo vivido, hacer efectivo el rescate prometido y recuperar la libertad. Los mensajes equívocos y los incumplimientos serán un valioso capital para el autoritarismo.


Coronacionalismo

Javier Sampedro

El empeño denodado de los nacionalismos por compatibilizar la crisis pandémica con sus fantasías identitarias empieza a resultar patético incluso para quienes no militamos en el campo contrario de lo jacobino. España no nos deja cerrar las fronteras de Cataluña, España nos roba las mascarillas, secuestra los respiradores en las aduanas, aplica un artículo 155 camuflado con agravantes de nocturnidad, alevosía y coronaviralidad. A muchos ciudadanos nos da vergüenza y hasta risa tener que soportar ese provincianismo tenaz e impermeable a la realidad del mundo. Pero debe haber, por lo que parece, mucha gente que se traga todo ese catálogo de espejismos, puesto que los políticos más oportunistas se siguen beneficiando de su propagación. Qué complicados somos los humanos.
Qué formas tan gratuitas e inútiles tenemos de amargarnos la vida unos a otros. Qué pesadez.

El coronacionalismo de cerrar fronteras y marcar identidades recibe hoy un porrazo que le va a resultar muy difícil de esquivar. Cerrar las fronteras de Cataluña, o de cualquier otro humilde trocito de Europa, sería rigurosamente inútil en la situación actual, como demuestran en Science científicos de Oxford, Harvard, el hospital infantil de Boston, San Francisco de Quito, Southampton, Seattle, la Sorbona, Turín, Pekín y Londres. Lo siento, amigos nacionalistas, pero la ciencia es un empeño internacional, y no se aviene a vuestros mitos fundacionales. El mundo es el que es, no el que vosotros querríais que fuera.
Los números, como siempre en esta crisis, provienen de la experiencia china. Los científicos han utilizado los datos de movilidad en tiempo real en Wuhan, la ciudad de 11 millones de habitantes donde se originó la pandemia, y también los detallados registros de viaje que se compilaron durante los días oscuros. En los primeros tiempos de la expansión del virus, la movilidad de la gente que salía de Wuhan fue el principal factor de transmisión a otras regiones de China. Pero poco después eso dejó de importar, y el gran problema empezaron a ser los contagios locales, los que ocurrían en las zonas ya afectadas.

En nuestra fase de epidemia en España, cerrar las fronteras de Cataluña sería completamente inútil. Lo único que funciona es confinar a toda la gente posible en sus casas, porque la inmensa mayoría del contagio lleva semanas siendo local. Si algún nacionalismo pudiera luchar contra eso, tendría que ser un nacionalismo de barrio, de calle, de comunidad de vecinos. La fantasía identitaria no es más que una sublimación del egoísmo, y no podemos permitírnosla en un momento en que necesitamos desesperadamente una coordinación internacional, solidaria y desinteresada. Una superación del mito nacional, una conversión al pensamiento racional.
Las críticas a la acción del Gobierno son necesarias y saludables, pero solo si provienen de la razón y la lucidez, porque para sembrar la destrucción y el caos ya tenemos bastante con el coronavirus. Los responsables políticos deberían ser muy cuidadosos con lo que dicen durante estas semanas interminables. La miopía provinciana les va a salir muy cara cuando acabe esto.
 Publicado en El País

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