La tecnología que somos. Antonio Diéguez

Artículo publicado en el blog de la Academia Malagueña de Ciencias


https://academiamalaguenaciencias.wordpress.com/2021/11/20/la-tecnologia-que-somos/

 

LA TECNOLOGÍA QUE SOMOS

 

 

Antonio Diéguez Lucena

Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia

Academia Malagueña de Ciencias




 

Hablamos de la tecnología como de algo que nos afecta (para bien o para mal) y no como algo que somos. Sin embargo, desde hace tiempo somos lo que la tecnología ha hecho de nosotros, y esta imbricación moldeadora no hace sino crecer. Es ingenuo pensar, por ejemplo, que los desarrollos de la inteligencia artificial nos traerán máquinas más inteligentes pero que en el proceso, nosotros, los seres humanos, quedaremos intactos. Las nuevas tecnologías no son herramientas de uso y desuso. Cierto que tampoco lo fueron las anteriores (la concepción instrumental de la técnica ya fue desmontada por Ortega y por Heidegger, pese a su duradera popularidad), pero estas de la cuarta revolución industrial, fundamentalmente las biotecnologías y las tecnologías de la información y la computación, lo son menos que ninguna. No son instrumentos de uso opcional, son el medio mismo en el que se desarrolla nuestra existencia y sin el cual, como sin oxígeno o sin agua, esta ya no sería posible. Como dice el filósofo David E. Nye, “una tecnología no es meramente un sistema de máquinas con ciertas funciones, sino la expresión de un mundo social.” (D.E. Nye, Technology Matters, Cambridge, MA: The MIT Press, 2006, p. 47).

 

Algo así puede sonar a un tanto melodramático, pero no lo es. Si lo suena, es porque seguimos sin reflexionar a fondo sobre el poder adquirido por la tecnología. Cuando acabó el siglo XX, como nos recuerda Nye, solo la mitad de la población mundial había hecho alguna vez en su vida una llamada telefónica; hoy, dos décadas más tarde, el mundo es algo que en muy buena parte sucede en internet y, por tanto, sucede en nuestros móviles y ordenadores. Lo hemos comprobado durante la pandemia los profesores que hemos dado las clases por vía telemática, o las personas que teletrabajaron o, simplemente, los usuarios habituales de las redes sociales, muchas de cuyas amistades son amistades virtuales que brindaron un inesperable apoyo. Y esa vida que sucede en internet acaba solo de dar sus primeros pasos, si se cumplen las predicciones de Zuckerberg sobre el despliegue del metaverso, un mundo de realidad virtual en el que podremos instalarnos de forma casi permanente y desde él desarrollar nuestras actividades de ocio y de trabajo. En él serán las visitas de los amigos y familiares, los viajes, los juegos, los negocios, la educación, el sexo. Hay que ir pensando ya, según parece, en un buen avatar que nos represente con dignidad en el metaverso (y ya puestos, que nos mejore, puesto que quedará ahí para siempre). Una vida 2.0 al alcance de casi todos, aunque llamarle vida no deja de ser un retorcimiento del concepto.


La expresión “cuarta revolución industrial” empezó a hacer fortuna como denominación de la nueva época (otra más, ahora que la posmodernidad se había acabado, aunque esto haya pasado inadvertido para algunos) cuando la utilizó en 2016 el economista, ingeniero y fundador del Foro Económico Mundial Klaws Schwab, una de las personas más denostadas (e influyentes) de nuestro planeta. Para Schwab, la primera revolución industrial habría sido la de la máquina de vapor, desde mediados del XVIII hasta mediados del XIX; la segunda, a finales del XIX y principios del XX, habría sido la del acero, el petróleo, la electricidad y la cadena de montaje; la tercera, la de la industria de la computación, la revolución digital, la revolución de las TICs (tecnologías de la información y la comunicación), surgida en los años 60 del siglo XX y todavía vigente, y la cuarta sería la de la síntesis e interacción de varias tecnologías emergentes, como las citadas en la tercera. Sin embargo, un poco antes, el filósofo Luciano Floridi había empezado a emplear la expresión “cuarta revolución” (sin lo de “industrial”, que queda ya algo obsoleto) para referirse al estado actual de la tecnología. La primera revolución habría sido la copernicana, la segunda la darwiniana, la tercera la freudiana (como se encargó de decir el propio Freud) y la cuarta la sería la revolución de las TICs, que habría desplazado al ser humano como ocupante único de la infosfera, y habría tenido su punto de origen en Alan Turing y el desarrollo de las ciencias de la computación (Floridi, TheFourthRevolution, 2014).

 

Esta sucesión de etapas, cubiertas en cada vez menos tiempo, no pasaría de ser una mera curiosidad histórico/sociológica si no fuera porque en las transiciones se ha ido afianzando un cambio radical de actitud con respecto a la tecnología. O quizá sería más exacto decir una radicalización de una tendencia que ya estaba en ciernes en años anteriores, representada sobre todo por movimientos tecnófilos. Esta nueva actitud no espera de la tecnología que solo facilite y mejore nuestras condiciones de vida. Lo que espera es que solucione todos nuestros más graves problemas, el cambio climático, la pobreza, la guerra, etc., e incluso que sirva para transformar al propio ser humano en algo mucho mejor desde el punto de vista físico y mental, comenzando por extender la duración de su vida todo lo posible. El envejecimiento y la muerte, según se nos promete, podrán ser opcionales algún día. En lugar de hacer distingos con todas esas promesas para detectar con qué base se hacen, en lugar de educar la credibilidad, la tecnología es vista como lo que garantiza la redención del propio ser humano, a través –eso sí– de una escatología laica en la que el paraíso estará aquí o en un mundo virtual, o en algún planeta lejano, y no habrá necesidad de morir para alcanzarlo. Por ello, hablar hoy de tecnología, tal como puede verse a diario en los medios de comunicación, ya no es hablar de economía, como lo era para los marxistas o para los neoliberales de los últimos años, ni hablar de racionalidad, por instrumental que fuera, o de bienestar, sino que es hablar de sueños futuristas que toman frecuentemente los tintes de una pesadilla.

 

He aquí la paradoja: hemos puesto en la tecnología todas nuestras esperanzas de salvación y, sin embargo, los futuros que imaginamos con más frecuencia son futuros distópicos en los que la tecnología ha terminado por arruinar la vida humana auténtica, convirtiéndola en algo invivible, asfixiante, cruel o carente de valor.


Gilbert Hottois, el filósofo belga de la tecnología, contrapuso el mundo tecnológico y el universo simbólico, lo que explicaba, según él, que la filosofía le hubiera prestado tan poca atención a la tecnología. La técnica es “lo otro que el símbolo”, algo que no puede ser integrado por medio del lenguaje. En la actualidad, sin embargo, puede decirse que la tecnología se ha establecido como recurso central de lo simbólico, no solo por ser el soporte y condición de múltiples manifestaciones artísticas o culturales, sino sobre todo por haberse convertido en un referente imprescindible de toda la cultura actual. La tecnología es el mito vigente, la historia de un dios voluble e impredecible que dicta nuestro destino. No sabemos hacia dónde, y eso es quizás lo que más inquieta, porque el ritmo se acelera. La tecnología, en contra de lo que pensaba Ortega, está siendo fuente de significado para orientar nuestras vidas. Les proporciona contenido, puesto que otras formas de hacerlo ya no parece ofrecer alternativas tan potentes. ¿Veremos sus límites?

 

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