Índice de Sinapsis y artículo de Muñoz Molina
Índice de lo publicado hoy en Sinapsis
1) Índice y artículo Lenguas podridas de A. Muñoz Molina
2) Editorial. ¿Hacia la pendiente autolítica?. JP
3) Historias de la Ciencia. Kropotkin. F. Soriguer
4) Arte. Recordando a José Guerrero
5) Torre Pacheco y la cría de monstruos. A.Rizzi
6) Embajada a Calígula. Lidia Jorge
7) Artículos de actualidad. Inmigración
8) Envejecimiento. Otra mirada
9) Entrevista a Jorge Alemán (Ensayista y psicoanalista)
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Artículo
Lenguas podridas
- ANTONIO MUÑOZ MOLINA
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Varias razones explican el hedor irrespirable de la vida pública española. Una de ellas es que han reventado las cañerías del idioma. La fetidez que antes circulaba por la oscuridad subterránea a la que solo se puede descender con mascarillas de oxígeno y equipos adecuados de protección ahora ha salido a cielo abierto. Palabras, insultos, expresiones que parecían confinadas a las barras de bares con televisores y tragaperras a todo volumen, suelos sucios de colillas y cáscaras de gambas, ahora emergen con abundancia amazónica de los colectores inmundos de las redes sociales y llegan a infectar el espacio hasta ahora seguro y aséptico de los telediarios. En su segundo mandato, impulsado por una creciente paranoia, y por ese peculiar resentimiento no del fracasado, sino del que lo ha conseguido todo, el presidente Richard Nixon instaló en su despacho de la Casa Blanca un sistema de grabación en cintas magnetofónicas que se activaba automáticamente con la voz.
Nixon era uno de esos hombres temibles que están obsesionados con el lugar que ocuparán en los libros de Historia. Gracias a su obsesión por grabarlo todo, se aseguró desde luego la preeminencia que buscaba, aunque no como un héroe, sino como lo que en realidad era, un canalla, un cínico, un criminal dispuesto a bombardear a centenares de miles de inocentes, un tramposo, un racista obsesivo, tan grosero en su odio contra los judíos y los negros como contra los homosexuales y los disidentes políticos. Con un murmullo sombrío de canalla en una película en blanco y negro, Nixon mostraba en los miles de horas de sus cintas el reverso del personaje que con tanto esfuerzo representaba en público. Que él mismo maquinara tan obsesivamente los medios de su propia caída parece uno de esos efectos de justicia poética que son más frecuentes en la literatura que en la realidad.
La retórica publicitaria y patriótica de la política americana, con su optimismo maniático del éxito individual y sus apelaciones a la protección de la divina providencia, serían difícilmente imaginables en una Europa donde la religión no tiene ninguna influencia, y donde la palabrería de los sueños cumplidos no se la creen ni los concursantes en Eurovisión. Los excesos de elocuencia no despiertan el entusiasmo, sino la desconfianza y la risa, más aún en un país como el nuestro, en el que una de las razones más poderosas para liberarse de la dictadura de Franco era no seguir aguantando la oratoria de sus jerifaltes, aquellas proclamas de “inquebrantable adhesión” recitadas con el trémolo épico de los locutores del NO-DO, o de los entonces llamados “procuradores en Cortes”.
Un idioma limpio, preciso y expresivo es tan esencial para la vida democrática como un buen suministro de agua potable para la salud pública. Antes de que casi acabaran con ellas la polución química de los desechos industriales, colonias de millones de ostras depuraban las aguas de la bahía del Hudson, y habían dado alimento durante siglos a los pobladores nativos de sus orillas. El habla vívida y correcta, la poesía, el periodismo bien escrito, las novelas, las canciones, depuran tan naturalmente el idioma como las ostras suculentas, y por fortuna recuperadas, depuran las aguas del Hudson, pero su eficacia puede ser muy frágil. Cada vez que se publican nuevas grabaciones, la evidencia de las corruptelas y de esa turbia picaresca en la que se mezclan policías mercenarios, empresarios tahúres, parásitos y aprovechados de la política, no sería tan desoladora si no viniera expresada en un idioma bajo y degradado, rufianesco, de timba y puticlub. Valle-Inclán quiso ejercer en sus esperpentos una “estética sistemáticamente degradada” que mostrara en la deformidad de los personajes y en lo paródico y chabacano de la lengua la degradación de la vida política y social española en los años tardíos del reinado de Alfonso XIII. El esperpento más corrosivo sobre nuestro tiempo será el que ponga sobre un escenario las voces literales y las palabras íntegras de nuestros corruptos en las grabaciones.
Durante años, por un contagio de las supersticiones universitarias sobre el lenguaje, la izquierda ha desperdiciado esfuerzos en una especie de inquisición depurativa de las palabras, un empeño entre la cirugía y el puritanismo por eliminar de la lengua cualquier presunto indicio de racismo, sexismo, homofobia, transfobia, gordofobia. Es curioso que entre tantas lacras sociales incrustadas en la expresión verbal esta izquierda tan ensimismada en las identidades de grupo se olvidara del clasismo. Siempre será más descansado cambiar o eliminar por decreto terminante algunas palabras que cambiar la sociedad. Justo en los mismos años en que la izquierda más o menos sesteaba en sus elucubraciones identitarias y verbales, en todo el mundo se agigantaba una desigualdad a la que no se resistía ningún empeño progresista efectivo. Sin necesidad de reglamentos intimidatorios, una conciencia crítica sobre las inercias ofensivas y discriminatorias de la lengua nos ha educado a muchos en nuestra manera de hablar y de escribir, y no lamentamos de que se haya coartado nuestra libertad de expresión por no usar nunca más términos groseros o crueles ni contar chistes cuya triste gracia consiste en el escarnio de los débiles o los marginados. Pero también nos hemos rebelado contra un autoritarismo lingüístico que bajo la consigna paradójica de lo inclusivo consiste en excluir como ilegítima y culpable cualquier expresión verbal que no se ajuste a sus cambiantes ortodoxias.
La lengua es libre, y es de todos, y nadie manda en ella. Y mientras los censores y los inquisidores se empeñaban en crear un idioma artificial, hecho de repeticiones, de duplicaciones, de retorcimientos imposibles y eufemismos con frecuencia grotescos, estaban ocurriendo dos cosas: la primera, que la izquierda política perdía la capacidad de expresarse en la lengua de todos, y por lo tanto de interpelar a la inmensa mayoría de sus destinatarios naturales, y hasta de hacerse comprensible a ellos; y la segunda, que por debajo de esa superficie oficial, y en parte por reacción a ella, se iban haciendo más sórdidas las corrientes que circulaban por las alcantarillas del idioma, tan resistentes a la simple buena educación como a los reglamentos oficiales y las novedades de la moda, como bacterias que se hacen más fuertes por efecto de los antibióticos empleados para combatirlas. Un efecto del puritanismo público es la hipocresía. Ahora sabemos que en el mismo partido y en el mismo Gobierno socialista en los que es obligatoria la duplicación de género había un subsuelo de individuos ladrones que hablaban de las mujeres como de cabezas de ganado o sirvientas sexuales.
Y estamos viendo el regreso, la expansión, el desbordamiento del más inmundo de todos los lenguajes, el del odio puro, que revienta desde sus pantanos pestilentes de las redes sociales, propiciado no ya por la antigua maldad humana, sino por los algoritmos diseñados para incrementar el beneficio de los inversores azuzando las peores pasiones de los usuarios. Hay palabras que conducen directamente al crimen. Llamar públicamente a la cacería de seres humanos no es un ejercicio extremo de libertad de expresión sino un delito abominable. Hay palabras que golpean como palos o piedras, como esos bates de béisbol a los que son tan aficionados los grandes machotes de la patria y el gimnasio. Dicen, a cara descubierta: “Estamos hasta los cojones de los putos moros”. Necesitamos toda la vehemencia de un idioma limpio y libre, racional y fraternal, para no capitular ante las palabras del odio, ante el fascismo regresado.
Publicado en El País
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