Historia de impostores. W. Gallardo
I)
El hombre habitado por una multitud
Por Walter Gallardo
Publicado en La Gaceta Literaria. La Gaceta. Tucumán
Fernando Pessoa, en los 47 años que vivió, intentaría de mil formas burlar sus propias fronteras para actuar en nombre de ingeniosos heterónimos, esos 72 escritores diferentes que llegaron a habitarlo.
Fernando Pessoa
Pueden resultar opresivos los límites de ser una sola persona durante toda la vida, una suerte difícil de aceptar, como si esa condición arbitraria e innegociable conllevara un alto grado de injusticia. De ahí que en tantos casos la simulación y la impostura se conviertan en una manera de huir de un destino indeseado, quizás anodino, quizás doloroso o simplemente sin esperanza, y un alivio para la insoportable asfixia de estar encerrado en una única posibilidad y para siempre. Es probable que el escritor portugués Fernando Pessoa lo sintiera así desde niño.
En principio, fue la soledad: una infancia marcada por la muerte temprana de su padre y la su hermano Jorge de menos de un año; la convivencia en casa con una abuela con problemas mentales, algo que siempre temió heredar, y el destierro, la decisión de su madre de llevarlo a vivir a Sudáfrica al contraer matrimonio en segundas nupcias con el cónsul portugués de Durban. Todo este torbellino de circunstancias se desataría antes de que cumpliera los ocho años. Frente a estos cambios radicales y el desconcierto, se protegería inventando compañeros imaginarios a los que frecuentar. En una carta al poeta Adolfo Casais Monteiro, confesaría que se trataba de una especie de desdoblamiento de personalidad: “Desde niño tuve la tendencia a crear en torno a mí un mundo ficticio, a rodearme de amigos y conocidos que nunca existieron”. De hecho, a sus seis años ya se escribía cartas a sí mismo con el nombre de Chevalier de Pas.
Todas las almas
En la edad adulta, las razones cambiarían: una desdicha continua y un amargo sabor a derrota, lo llevaban a ocultarse detrás de aquellos nombres como si buscara en ellos una coartada o multiplicar sus apuestas ante una suerte esquiva. “Soy más variado que una multitud casual, soy más diverso que el universo espontáneo, todas las épocas me pertenecen un momento, todas las almas tuvieron un momento su sitio en mí”, admitiría. Mientras tanto, se ganaba modestamente la vida como traductor. El inglés sería su lengua adoptiva. Aunque hoy es considerado uno de los mayores poetas de Portugal, casi un sinónimo de la ciudad de Lisboa, y en ella del barrio del Chiado, apenas publicó en vida sólo un libro, Mensaje, y algunos textos sueltos en revistas literarias de escasa difusión que cerraban al cabo de unos pocos números.
Si nos basamos en su correspondencia, todo parecía terminar muy pronto y de la peor manera, dejándole una conciencia abrumadora de fracaso. Ocurriría con su noviazgo con Ofelia Queiroz, una joven de 19 años que conoció cuando él tenía 31. Ella lo quiso e intentó casarse con él, y, aunque el amor duró para siempre, la relación se acabó unos cuantos meses después de comenzar. Escribiría por entonces: “No soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada. Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Y agregaría: “Seré siempre el que no nació para eso. Seré siempre sólo el que tenía algunas cualidades, seré siempre el que aguardó que le abrieran la puerta frente a un muro que no tenía puerta”.
Aquel desasosiego del que tanto habló se extendería a su rutina anárquica, convertida en una vida de trashumante dentro de la propia Lisboa, como si su necesidad de desdoblarse estuviera motivada por un deseo irresistible de escapar de sí mismo. Cambiaría de casa más de veinte veces. Entre sus pocas pertenencias, arrastraría dos baúles hasta cada nuevo domicilio: uno con libros y el otro colmado de manuscritos. Se han encontrado en él entre 25 y 30 mil textos muy desordenados, depositados como en una papelera. Allí hay de todo: poemas eróticos, novelas y cartas astrales (otra de sus aficiones) Gran parte de ese material está aún sin publicar.
Escape de sí mismo
De los muchos escritores que cabían en él, en esa galaxia personal, ninguno sería creado con un afán lúdico o como un refugio con la puerta entreabierta para que se supiera finalmente quién estaba detrás. No le alcanzaba con ocultar su nombre en sus trabajos, porque en ese caso sólo hablaríamos de pseudónimos; eran personajes con una biografía propia, verdaderos “amigos” del autor con sus fechas y lugar de nacimiento, profesión, una orientación política, un domicilio, rasgos definidos de personalidad y estilos literarios muy distintos. “Yo veo, en el espacio incoloro pero real del sueño, los rostros, los gestos, de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Fijé sus edades y construí sus vidas”, reconocía con naturalidad. Alberto Caeiro nació en Lisboa, era rubio y carecía de educación; Ricardo Reis provenía de Porto, era médico y se había instalado en Brasil decepcionado por el triunfo de la república, y Álvaro de Campos, uno de los más prolíficos, era originario de Tavira, se había graduado de ingeniero naval en Glasgow, aunque no ejercía. “Estando de vacaciones, realizó el viaje al Oriente del que resultó el poema Opiario. Aprendió latín con un tío de Beira que era cura”. A Bernardo Soares, otro de los más conocidos, sólo lo consideraba un semi heterónimo por parecérsele demasiado a él. “Aparece siempre que estoy cansado y somnoliento, cuando están en mí como suspendidas las cualidades del razonamiento y la inhibición; su prosa es un constante devaneo”.
Ninguno de ellos fue feliz. Tal vez por esa razón se lamentaba de haber ido tan lejos en su papel de impostor: “El disfraz que me puse no era el mío. Creyeron que yo era el que no era, no los desmentí y me perdí”, confiesa en su poema Tabaquería. “Cuando me quise quitar la máscara, la tenía pegada a la cara. Cuando la arranqué y me vi en el espejo, estaba desfigurado”.
El 29 de noviembre de 1935 lo ingresarían en el Hospital de São Luís dos Franceses. Sufría de cirrosis, consecuencia de su gran afición por el alcohol. Allí moriría al día siguiente. Tuvo tiempo de escribir una última frase en inglés: “I know not what tomorrow will bring” (no sé lo que el mañana traerá, usando una forma arcaica de “I do not know”) Menos de un siglo después, tenemos respuestas aún incompletas a esa inquietud, algunas de ellas posiblemente ocultas en esos textos inéditos y otras en el indescifrable hechizo que su obra no ha dejado de ejercer.
***
II)
Los habitantes de la zona gris
Walter Gallardo
Publicado en La Gaceta. Tucumán
Chaim RumkowskiLa palabra “villano” ha tenido casi siempre un matiz literario o cinematográfico, satírico en ocasiones, por lo cual no serviría para pintar de cuerpo entero a Chaim Rumkowski, de quien hay que decir, en principio, que era un cretino megalómano. Su historia es la de un traidor con peligrosas veleidades de tirano, pomposo y pedante, útil como sirviente de los mandamases, un abusador en el sentido más amplio y repugnante del término, dedicado noche y día a construir y mantener un pequeño imperio tan estrafalario como siniestro.
Antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Rumkowski era un mediocre empresario judío, dotado de una energía contagiosa y una notable capacidad de persuasión. Tenía una activa presencia social y dedicaba parte de su tiempo a obras piadosas, entre ellas, a administrar un orfanato en el que surgieron sospechas de que había violado a una considerable cantidad de niños tras conocerse inusuales casos de gonorrea. En octubre de 1939, el ocupante nazi, sagaz y perverso en la lectura psicológica, lo nombró presidente del Judenrat, máxima autoridad del gueto de Lodz, el segundo más grande de Polonia. Nadie supo nunca cómo llegó hasta allí, un cargo que puso a más de 150.000 personas a merced de sus delirios y arbitrariedades. Rumkowski, embriagado de importancia, confió en la improbable recompensa de trabajar en favor de la causa del enemigo alemán.
Acumuló tanto poder que se hizo llamar Chaim I, como si fuera el fundador de una dinastía, ordenó la impresión de moneda propia, en metal y en billetes, conocida como “rumkie”, y de sellos con su efigie. Solía pasearse en una carroza rodeado de la policía del gueto, golpear a voluntad a quien lo contradijera, asaltar sexualmente a las jóvenes y niñas y deportar, y por lo tanto condenar a una muerte segura, a los rebeldes. De hecho, la primera prueba de fidelidad que las fuerzas de ocupación le pidieron fue la entrega de los menores de 10 años y los mayores de 65. En su discurso para explicar la aparente inevitabilidad de esta ofrenda, dijo: “Nunca imaginé ser forzado a entregar este sacrificio al altar con mis propias manos (…) Hermanos y hermanas, padres y madres, ¡denme a sus niños!”. Como consecuencia, alrededor de 20.000 personas fueron a parar a las cámaras de gas. Esta infamia, uno de los episodios más aberrantes del conflicto, no le quitó ni un minuto de sueño a Rumkowski. Por el contrario, ser temido alimentaría sus ínfulas de déspota y el número de secuaces y delatores.
Su reinado duró un poco menos que la guerra. Y duró sólo porque Lodz era por entonces un centro industrial altamente productivo que contribuía a la maquinaria bélica alemana. En el verano de 1944, con la liberación de Europa en marcha y el régimen nazi en declive, el gueto comenzó a ser desmantelado y sus habitantes enviados a campos de exterminio. De un total aproximado de 200.000 personas que habían pasado por allí, sobrevivirían apenas unas 10.000. Rumkowski, creyéndose todavía un aliado de las SS, trató de conseguir un salvoconducto, pero fue obligado a subir con su familia en uno de los trenes que lo llevarían a Auschwitz junto a otros miles de judíos hacinados en vagones de mercancías. Aun así, hasta último momento, con insólita candidez intentó obtener al menos algún privilegio: pidió una carta de recomendación al empresario alemán Hans Biebow, socio en sus negocios, para que le concedieran una estancia cómoda y segura en el lager. Carta en mano, al llegar a destino le dispensaron el mismo trato que al resto. Por lo tanto, sus parientes fueron a las cámaras de gas y él, el rey de Lodz, sería apaleado hasta la muerte por otros paisanos que aprovecharon la ocasión para cobrarle viejas deudas.
El recuerdo de este personaje vil trae inmediatamente la imagen, con todos sus parecidos y grandes matices, de los que merodean las altas esferas deshaciéndose en halagos y ofreciendo generosos servicios de traición. ¿Cuántos Rumkowskis se han visto a lo largo de los años en casi todos los ámbitos que destilan algo de autoridad, en oficinas de grandes empresas, mezclados entre ejecutivos, en reuniones de presidentes y ministros, actuando como “la mano derecha” de muchos de ellos, en gobernaciones y parlamentos como correveidiles o intermediarios, y en entidades y clubes en aparente actitud de “desinteresados” colaboradores?
Sólo hace falta una rápida mirada alrededor para identificarlos. En los espacios de poder, los Rumkowskis se ubican en una zona intermedia, flexible, elástica, funcional y servil a la cúspide, antropofágica en su desesperación por destacar o condescender, fácilmente corruptibles, y con una disposición cruel a ejecutar órdenes o sacrificios como prueba de lealtad a sus amos. Es una zona difusa, de vagas y cambiantes fronteras, poblada, sin contradicciones, por personas con diferentes coeficientes de inteligencia, aunque con una debilidad común: el hambre patológica por una cuota de mando o tal vez sólo por un escritorio propio al final de un pasillo oscuro y frío.
Sus nombres son poco o nada conocidos, pero por sus manos pasan decisiones, si hablamos de política, trascendentales para la vida cotidiana de una sociedad. ¿Cuántas leyes injustas están hoy en vigencia por sus maniobras en la trastienda, cuántos talentos se frustran por sus zancadillas paralegales, cuántas licitaciones se amañaron en beneficio de un grupo de aliados y en contra de empresas “no amigas”, cuántos permisos para productos no saludables que consumimos se aprobaron gracias a sus gestiones fraudulentas o cuántas elecciones de cargos políticos pasaron por sus manos?
Límite ético
Sus jefes suelen asignarles misiones en las que no se les exige respetar un límite ético, si acaso uno mínimo, es decir, un rango bajo de compasión para lograr el objetivo. En su tarea no hay reparos morales, ni podría haberlos: la dignidad es lo primero que se desecha para formar parte de ese raro paraíso. No hacerlo significaría algo tan ridículo como declararse honesto mientras se tira un cadáver al río.
Alguien podrá pensar que se trata de una elección personal con efectos limitados a una esfera privada. Pero no es así, y quizás aquí radica la confusión. Quien renuncia a la decencia con el propósito de mantener o aumentar su retazo de poder reclutará a otros que se le parezcan, gente despojada de escrúpulos. Esto multiplicará, como en un juego de espejos, los comportamientos enfermos en una sociedad.
El escritor Primo Levi, en “Los hundidos y los salvados”, habla de “la zona gris”, esa región en la que el ser humano resulta moralmente impredecible, sobre todo cuando se ve acorralado y en peligro; el mismo que puede, sin desmentir su naturaleza, ser un héroe o a alguien despreciable, incluso un poco de cada uno según las circunstancias, y no por ello objeto de un juicio definitivo. Levi ubica a Rumkowski en esa “zona gris” y a la altura de los presos que en los campos de exterminio aceptaron la tarea de recibir a los nuevos prisioneros, llevarlos a las cámaras de gas y luego, concluida la primera parte del trabajo, ocuparse de los cadáveres, quitarles las muelas de oro e introducirlos en los hornos.
Y para acabar, deshacerse de las cenizas. Todo esto por un día más de vida (si aquello podía llamarse así) y a cambio de medio litro extra de sopa, y quizás algo de alcohol para amortiguar la conciencia, con la certeza de que serían eliminados para evitar su testimonio y reemplazados por otro escuadrón que se encargaría a su vez de eliminarlos a ellos, como ellos habían eliminado al anterior.
Los Rumkowskis de hoy no son distintos al original en su apetito, entrega y talento para la servidumbre. Pertenecen al mismo género, de manera que son bestias imprevisibles y temerarias deambulando en la imprecisa “zona gris”, en un terreno moralmente movedizo o amoral, conviviendo con ciudadanos honestos, respetuosos de sus deberes, que ignoran qué parte de sus vidas depende de aquellos, de sus intrigas y maquinaciones, de sus febriles labores en las cloacas de un país o de una comunidad y del contenido de sus ofrendas a los que mandan.
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