Más sobre Vargas Llosa. C. Domínguez Michael

Fin de partida con Mario Vargas Llosa



Ajenas a la pulsión pedagógica de sus narraciones tardías, las primeras novelas de Vargas Llosa apuestan por una prosa densa con estructuras complejas. Un estilo lejano del “formalismo” que más adelante criticó y que, por el contrario, une el virtuosismo de los procedimientos con la pasión fabuladora.


por

Christopher Domínguez Michael*


https://letraslibres.com/revista/dominguez-michael-fin-de-partida-con-mario-vargas-llosa/



                                                            Mario Vargas Llosa

Ante la muerte de Mario Vargas Llosa preferí, sin escribir sobre él, dejar pasar unos días y con ellos la proliferación incesante de obituarios, recuerdos y homenajes a quien al morir se había convertido en la prueba más contundente de la existencia de la literatura latinoamericana, con una singularidad: la de ser un liberal en un continente donde la mayoría de los novelistas y poetas, como él mismo lo dijo tantas veces, pasaron del jesuitismo al marxismo-leninismo sin inmutarse, y algunos allí siguen, incluso en este muy errático año de 2025 donde la “contradicción de las contradicciones” ya no está entre la izquierda y la derecha, sino entre el populismo y la democracia, lo cual crea intimidades insospechadas y sospechosas. Ello me llevaba, por ejemplo, a hablar de la deriva conservadora de Vargas Llosa en los últimos años, tanto en estética como en política, pero escribiendo al respecto me alejaba de lo esencial. Si la palabra “liberal” nació en las Cortes de Cádiz en 1812, que el último gran escritor del antiguo imperio hispanoamericano fuese un liberal cierra un círculo virtuoso en una época en que esos meteoros son fieles a su naturaleza fugaz.

Recibí numerosas (y algunas realmente sorprendentes) muestras de generosidad de Vargas Llosa, como tantos otros con más merecimientos que yo. Sus amigos las han recordado, aquí y allá, tras ese domingo 13 de abril en que nuestro rey viejo murió en Lima, la capital del otro gran virreinato, derrotero que hace pocos años parecía improbable y que a los peruanos emociona por ser el sitio donde decidió morir. De poco valía recordar nuestros encuentros, para mí imborrables y deleznables para el mundo, en São Paulo, Monterrey, Segovia, Santiago de Chile, Ciudad de México o París: Vargas Llosa se entregaba a la amistad en el mismo sentido que Octavio Paz. Ambos la entendían como una suerte de disciplina filosófica, más allá del afecto o la simpatía.

¿De qué podía hablar, entonces, para aliviar mi pena? Reseñé libros suyos desde la Historia de Mayta (1984) hasta La mirada quieta (de Pérez Galdós) (2022), hice su retrato como crítico literario y hasta me atreví a dibujarlo con una figura paterna. Decidí entonces sacar no una, sino las dos últimas cartas que me quedaban bajo la manga.


La primera carta honra (y mucho) a Vargas Llosa. Fue uno de los tres o cuatro escritores que he conocido a lo largo de ya varias décadas de ejercer como crítico literario capaz de aceptar la crítica pública (en el estricto sentido de leer unas líneas donde se consideran fallidos una novela o un ensayo de su autoría) y agradecerla. La agradecía prestándose a discutir el asunto, a rebatirme, a sentirse incómodo, y lo hacía sin que ello hiciese menguar la cortesía y el afecto, antes al contrario, porque l’amitié janséniste (la de Paz y Vargas Llosa) se basaba en un secreto a voces: la complicidad aun en el desacuerdo.

Pienso (no soy el único) que las grandes novelas de Vargas Llosa fueron La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000).1 La primera, sobre la guerra de Canudos en el nordeste brasileño de 1897, es un apocalipsis cum figuris2 que tiene la virtud, tan propia de la “intertextualidad” atribuida a la generación de Vargas Llosa, de ser la reescritura de un libro anterior: Los sertones (1902), de Euclides da Cunha, que es, junto al Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, la gran obra en prosa que cierra el XIX latinoamericano (nada similar se escribió en México en ese lapso).


Tan pronto leí La guerra del fin del mundo, me lancé sobre Los sertones, libro de difícil posesión en ese entonces (aunque publicado en español por primera vez en 1938 solo hasta 1980 lo reeditó una Biblioteca Ayacucho que no llegaba a México), y hasta la fecha son para mí una sola obra en dos libros: el “informe antropológico” del polifacético y trágico Euclides Da Cunha es un urLa guerra del fin del mundo y esta novela es la reescritura que garantiza la multiplicación de Los sertones. Y en cuanto a La fiesta del Chivo, cuando el género parecía muerto y bien muerto, y ya era vox populi aquello de que el riesgo de escribir sobre nuestros dictadores era enamorarse de ellos, como lo dijo Augusto Monterroso en La palabra mágica (1983), demostrado por Miguel Ángel Asturias, por Augusto Roa Bastos, por Alejo Carpentier y por Gabriel García Márquez (aunque sigo siendo lector agradecido y muy solitario de El otoño del patriarca y no solo por lo que tiene de profecía del connubio entre García Márquez y Fidel Castro), aparece Vargas Llosa y hace del dictador Leónidas Trujillo, de República Dominicana, ese monstruo perfecto, es decir, abominable y aborrecible.

Si La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo son mis clásicos vargasllosianos, insisto (porque ya lo he dicho) en que las últimas novelas de Vargas Llosa me fueron decepcionando, pero no únicamente porque el nivel alcanzado era tan alto que, artísticamente, solo quedaba el descenso. También me daba la impresión de que la prodigiosa ingeniería del novelista de Conversación en La Catedral empezaba a fallar debido, sobre todo, al didacticismo, la tendencia al mode d’emploi del cual es una muestra “La verdad de las mentiras” (1989), un ensayo sobre la ficción certero pero limitado y binario. Aquí en Letras Libres, en mayo de 2003, reseñando El Paraíso en la otra esquina, escribí: “Tanta pasión puso el novelista en la imitación del saber novelesco decimonónico que incurrió en las facilidades de la pedagogía, alejando de Flora Tristán y de Paul Gauguin los verdaderos demonios, las crueles paradojas, esa ambigüedad fatal que hace la diferencia entre una buena novela y una obra genial. Él como, como otros escritores de su generación, tiende a hacer del arte de la novela una disertación didáctica, como si el lector fuese solamente un buen alumno a quien hay que darle una lección magistral.”3

Ese didacticismo se extremó en El sueño del celta (2010), donde la vida y milagros del aventurero irlandés Roger Casement (a excepción de las escenas que transcurren en el Perú) parecen más materia de un reportaje en El País Semanal que de una novela de quien ese año había ganado el Premio Nobel. Así se lo dije y el momento no fue, desde luego, agradable para ninguno de los dos, pero a partir de allí, quizá por aquello de la complicidad, sus muestras de afecto, atención y simpatía hacía mí se volvieron más cálidas, si cabe, y más frecuentes las ocasiones en las que le pedía su ayuda o compartía con él algo que pudiera interesarle.

La respuesta que me daba Vargas Llosa ante el asunto del didacticismo era, como es comprensible, vaga: advertía que el (gran) periodista que llevaba dentro le ganaba… aunque creo que la opinión más acertada la dio hace días Javier Cercas (con Juan Gabriel Vásquez, uno de los discípulos más libres y ambiciosos del peruano en el actual dominio del idioma), al decir que Vargas Llosa fue una combinación entre Victor Hugo y Gustave Flaubert: ganó el primero, optimista enemigo de todas las violencias, casi presidente de la Segunda República en 1871 y abogado de todos los lectores contra el huraño estilista de Croisset, entusiasta ante la masacre de los comuneros en París, ese mismo año. No es extraño que el libro con el que Vargas Llosa soñaba despedirse fuese sobre Jean-Paul Sartre. Piénsese lo que se piense de su filosofía, este nunca permitió cerrar las puertas dejando al público en la calle. Por ello, las exequias de Sartre, como las de Hugo, fueron multitudinarias, como lo hubieran sido las de Vargas Llosa, si su familia no hubiese decidido recluirse.

Ese didacticismo era, estoy convencido, una pulsión pedagógica que compartió con Julio Cortázar (que rejuveneció ingenuamente para estar al nivel de las cruentas inocentadas guevaristas), con García Márquez (que banalizó, entre otras cosas, el secuestro como drama nacional colombiano en Noticia de un secuestro) o de Carlos Fuentes (preso a perpetuidad en la cárcel de la mexicanosofía). Todos ellos fueron, a veces a su pesar y muchas veces equivocándose –hasta presidente del Perú quiso ser Vargas Llosa–, maestros de las naciones, en una forma que los acerca más a los José Vasconcelos y a los Rómulo Gallegos que a las figuras del siglo XXI.

Pero a diferencia de sus tres célebres amigos del boom, Vargas Llosa fue también un magnífico crítico literario: su García Márquez (García Márquez. Historia de un deicidio, 1971) y La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary (1975) determinaron vocaciones (la mía, por ejemplo) y serán –siempre– clásicos de nuestra crítica, de la misma manera en que numerosos de sus textos de crítica breve son memorables (como su tristemente fallida vindicación de Henry Miller), ejemplares sus libros sobre José María Arguedas (donde ahondó en el misterio del indigenismo peruano) y sobre Hugo, aunque el didacticismo maltrate su libro sobre Juan Carlos Onetti y, curiosamente, haga de La mirada quieta (de Pérez Galdós) una suerte de autobiografía, a la vez falsa y vicaria.

Una tarde, a fines de los años ochenta del siglo pasado, en el bar La Ópera de la Ciudad de México, José Miguel Oviedo (¿quién podía conocerlo mejor que él, su amigo de infancia y compañero de tantos encuentros y desencuentros?) me dijo: “Mario, no tan en el fondo, es un maniqueo.” Ello, un maniqueísmo del que Oviedo habló no solo conmigo, explicaría sus últimas opiniones políticas y su tendencia a la pedagogía ante Flora Tristán, Paul Gauguin, Roger Casement… y frente al dictador Trujillo: La fiesta del Chivo funciona porque su autor no duda en que el tirano encarna el Mal absoluto. Y solo un “hereje maniqueo”, agrego un tanto irresponsablemente, puede entrar a las entrañas del milenarismo de la guerra de Canudos de 1897. Incluso, la impaciencia que le causaban las explicaciones mexicanas sobre la sofisticación del régimen priista provenía de esa exasperación maniquea.

Hasta aquí mi primera carta, la que muestra a un Vargas Llosa abierto y generoso, como muy pocos, a la crítica y a la que más hiere la vanidad artística: la crítica literaria.

Saqué la segunda carta bajo la manga cuando leí en su libro sobre Benito Pérez Galdós que Vargas Llosa confesaba no gustar de Marcel Proust. Todo lector tiene esa clase de secretos, que la edad va tornando menos graves como para motivar su ocultamiento, una forma de la facundia. Personalmente, no sé si porque el caso Padilla en 1971 había hecho bajar los bonos de Vargas Llosa en mi casa o por casualidad, yo no leí en la adolescencia –como fue el caso de Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Cortázar, Fuentes o García Márquez– sus novelas (ya conocía su García Márquez y su Flaubert), sino que me inicié, hacia los veinte años, con Pantaleón y las visitadoras (1973), que me divirtió tanto que no he querido releerla, e Historia de Mayta, que fue la primera de sus novelas que reseñé, en la revista Proceso. Como fueron pasando los días tras la muerte de Vargas Llosa decidí que leería La ciudad y los perros (1963), pues la confundía adrede con Los cachorros (1967), que sí leí, y La Casa Verde (1966), omisiones que no quería seguir guardando en mi conciencia avergonzada puesto que Conversación en La Catedral (1969) la leí hasta principios de siglo.

Desprovisto de las valiosas primeras ediciones que hubo de esos libros en la biblioteca de mi padre, agarré el tomo I de las Obras completas de Círculo de Lectores y de inmediato empecé La ciudad y los perros. Como hace un año, cuando releí Bajo el volcán en su nueva traducción, me alegró la complejidad de las estructuras y la densidad prosística de aquella novela, donde se nota el esmero de la manufactura en cada párrafo (e incluso las famosas “costuras”) en contraste con lo que hoy se tiene por “buena” literatura, más legible, afantasmada, distópica, antiflaubertiana. Sentí orgullo de formar parte, como lector en lengua española, de una generación de lectores para los cuales la gran literatura era esa y no otra. Y de inmediato coincidí con la opinión de Fuentes, en una carta a Vargas Llosa del 29 de febrero de 1964, sobre La ciudad y los perros como “la mejor novela latinoamericana sobre la adolescencia, pero también una gran novela universal sobre el mito doloroso de la promesa, la juventud, la edad de oro mentirosa y espléndida en la que tantas cosas son anuncio nunca cumplido, plenitud de actos que la convivencia no admite después, pesadilla que por milagro se sobrevive” porque “la adolescencia no se puede conservar”.4

Tarde, muy tarde, me encontraba yo con una Bildungsroman de la que había yo oído hablar mucho pero no había leído donde el tema, el de La ciudad y los perros, no solo era la traición, el racismo o el autoritarismo en una academia militarizada, sino la pelea entre el sexo y el honor entre los jóvenes, y donde hasta aparece una perra, la Malpapeada, que ha pasado a mi antología personal de animales domésticos fabulosos en la literatura universal. Debilidades del tiempo.

Pero mi descubrimiento capital fue La Casa Verde porque vi que Vargas Llosa no únicamente le aprendió los planos arquitectónicos a William Faulkner, sino que estaba lejos de ser solo un proyectista, “un narrador sin talento” como él llegó a definirse, porque creía –o eso pensaba en Historia secreta de una novela (1971), a propósito de La Casa Verde– que “la inspiración no existía” para los novelistas. A diferencia de los milagros que suelen bendecir a poetas, pintores, escultores y músicos, al novelista solo le queda –Jules Renard dixit– arar como un buey, y si el talento llegaba para ellos, sería por cantidad, no por calidad. Inspiración o no, suele olvidarse (o yo lo ignoraba) la concisa belleza de la prosa de ese Vargas Llosa que no tiene nada de “real maravillosa” (supongo que ya no hay idiotas que repiten esa tontería).

Me gusta el apestado Fushía (“–Al infierno nadie lo ha visto –dijo Fushía–. Y esos me veían a mí todo el tiempo”)5 y algo más Bonifacia pero lo que al joven Vargas Llosa atormentaba en su hotelito de París donde escribió La Casa Verde, es decir el plan maestro de la novela, “la estructura” como se decía en aquellos años, a mí no me interesaba demasiado –en cambio el asesinato del Esclavo en La ciudad y los perros sí me intrigó–, perdido como estaba en esa batalla de los climas, entre el norte terroso y la selva amazónica, y sobre todo entre los “paganos” y los cristianos donde podían leerse frases como las siguientes: “por las ventanas entran suntuosas, llamativas lenguas de sol que lamen las vigas del techo”,6 o como “Pero en torno al sargento, los guardias y Nieves, el bosque seguía chorreando: goterones calientes rodaban desde los árboles, los filos de la carpa y las raíces adventicias hasta la playa de guijarros convertida en ciénaga y, al recibirlos, el fango se abría en diminutos cráteres, parecía hervir”.7 O una descripción que dice: “También tiene tatuajes a ambos lados de la boca: dos aspas negras, pequeñitas. Su expresión es tranquila pero en sus ojos amarillos hay vibraciones indóciles, medio fanáticas”8 y otra que subraya: “El prisionero goteaba igual que los árboles, alrededor de sus pies había ya una lagunita. El pelo le cubría las orejas y la frente, unas ojeras de zorro circundaban sus ojos, dos carbones desconfiados y saltones.”9

Encontré en La Casa Verde, para decirlo así, un espeso universo sonoro, cercano a Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss, una suerte de inmensa antropología musical, una ópera imposible de montar pero audible en casi todos los registros que van obviamente desde esa novela de caballerías que Vargas Llosa redescubrió para nosotros a compositores modernistas (que muy probablemente a Vargas Llosa no le interesaban pero sí al incómodo Carpentier) como Darius Milhaud, Heitor Villa-Lobos o Bohuslav Martinů, un libro, como todo verdadero clásico, a la vez antiguo y moderno y una imagen, inolvidable para el autor e inolvidable para sus lectores, que es la casa pintada de verde, el primer burdel y acaso el último. Por momentos, mi familiaridad con La Casa Verde fue absoluta y me surgió la sospecha de que, si no la leí, al menos lo intenté en aquella adolescencia donde descubríamos lo ignoto guiados por la gente del boom y sus maestros.

Ello no quiere decir que, a ratos, la exigencia impuesta por La Casa Verde no me venciese y me distrajese un rato hojeando, aliviado, el recién llegado libro de Cercas sobre el papa argentino difunto, que es la clase de “literatura fácil” que hoy se prefiere. No lo digo en demérito del español: me hubiese ocurrido también con Evelyn Waugh o con Graham Greene, un par de grandes escritores “fáciles” que admiro mucho y que acaso también admirase el otro Vargas Llosa, “el didáctico”.

Como prolegómeno de una historia de las ideas literarias de Vargas Llosa encontré en el prólogo a esa edición de las Obras completas, fechado en Lima en febrero de 2004, unas declaraciones inquietantes. Tras citar el famoso párrafo de Flaubert a Louise Colet sobre que él quisiese escribir un libro sobre nada, Vargas Llosa se aventura a decir que esos libros ya se hicieron, como Finnegans wake o Paradiso, donde “la materia verbal ha sido artísticamente depurada hasta el extremo de que las palabras existen en ellos para no decir nada fuera de ellas, solo para exhibirse a sí mismas en su originalidad, en su música, en su elegancia y su color, desasidas de ‘un tema’ –unos personajes, unas tramas, unas anécdotas, un discurrir– que ha quedado enterrado bajo la abrumadora belleza de la expresión”.10

Discrepo con Vargas Llosa sobre si Finnegans wake o Paradiso son solo “lenguaje puro” aunque bello, artefactos inútiles para el arte de contar. Pero esa sería materia de otra discusión, la de si, en realidad y, para empezar, se puede cumplir con el sueño flaubertiano de un libro sobre nada, o fue una boutade, que no sería la primera ni la última que el XIX, el llamado “siglo idiota” por Léon Daudet, le arrojó al candoroso siglo XX. Pero me interesa subrayar lo dicho por Vargas Llosa en el siguiente párrafo: “Nunca antes y nunca después de La Casa Verde he estado tan cerca de sucumbir a la tentación formalista, en la que frustraron su talento algunos escritores de mi generación”,11 caídos en la idolatría de la forma.

Es curioso que, en 2004, un Vargas Llosa encontrase La Casa Verde como el paso que lo acercó al abismo del formalismo cuando por formalismo hueco y estéril, que lo hay (y él lo denuncia en La civilización del espectáculo, de 2012), yo entiendo algo muy distinto. Es difícil imaginar una novela tan rica para los cinco sentidos (todo buen lector los tiene) como La Casa Verde y aquí pareciese que, en aras de la pedagogía, Vargas Llosa se confunde. Esa novela de 1966 es compleja pero no es formalista en la acepción peyorativa que él mismo le está dando al concepto: negar el arte de contar historias para solazarse en “exhibir los secretos del arte de contar”.12

La grandeza de Vargas Llosa es que realizó de manera prolífica y apasionada tanto la mentira al contar –la ficción– como la veracidad de exhibir sus procedimientos narrativos. De un lado al otro del Perú, de Piura a Santa María de Nieva, La Casa Verde ofrece un universo pobladísimo de vida y destino. En sus últimos años, al leerse todo Benito Pérez Galdós y olvidándose de Flaubert, durante la pandemia y confinado en Madrid, pareció confirmar esa lectura conservadora de su propia obra, de la cual había salido, según mi modesta opinión, el didacticismo de novelas como El Paraíso en la otra esquina y El sueño del celta, entre otras de la última etapa,al cual se opondría, maniqueo, el riguroso fabulador de La guerra del fin del mundo y de La fiesta del Chivo, que le deben más de lo que Vargas Llosa quisiera imaginar al “peligroso” formalismo de La Casa Verde.

Si fue involuntario, prejuicioso o parcial mi olvido de La Casa Verde durante la adolescencia, el resultado de la omisión ha sido magnífico: me brinda la oportunidad de empezar con Mario Vargas Llosa una nueva, inédita, segunda vida. Y es aquí donde el duelo por su muerte me alcanza verdaderamente porque me estoy condenando a emprender el diálogo entre los vivos y los muertos, el más bello y triste de los tratos. ~



  1. Creo que como los grandes decimonónicos, a excepción de Benito Pérez Galdós, Vargas Llosa fracasó en el teatro y su lado de escritor libertino nunca logró interesarme. También debo decir que su última obra maestra fue un cuento: “Los vientos”, aparecido aquí, en Letras Libres, en octubre de 2021. ↩︎
  2. Esta expresión latina también es el título de una novela de 1982 de Luisa Josefina Hernández (1928-2023) a su vez inspirada en xilografías de Albrecht Dürer. ↩︎
  3. Christopher Domínguez Michael, “El Paraíso en la otra esquina, de Mario Vargas Llosa”, en Letras Libres, mayo de 2003. ↩︎
  4. Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, Las cartas del boom, edición de Carlos Aguirre, Gerald Martin, Javier Munguía y Augusto Wong Campos, Madrid, Alfaguara, 2023, pp. 81-82. ↩︎
  5. 5 Mario Vargas Llosa, Obras completas I. Narraciones y novelas (1959-1967), edición del autor al cuidado de Antoni Munné y prólogo de M. Vargas Llosa, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004, p. 652 [Opera mundi]. ↩︎
  6. Ibid., p. 616. ↩︎
  7. Ibid., p. 624. ↩︎
  8. Ibid., p. 696. ↩︎
  9. Ibid., p. 774. ↩︎
  10. Ibid., p. 22. ↩︎
  11. Ibid. ↩︎
  12. Ibid., p. 23. ↩︎


*AUTOR

CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL


es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile

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