Dos artículos recomendados. L.Padura y E. Lindo
I)
Más libertad, más control
- LEONARDO PADURA*
https://lectura.kioskoymas.com/article/281698325695579
A Vladímir Ilich Lenin se le atribuye la frase “La democracia es bella, pero el control es mejor”. Y aunque no puedo garantizar su autenticidad, sí puedo asegurar que refleja de un modo preciso uno de los principios funcionales de los totalitarismos políticos, donde, como sabemos, el ejercicio de la vigilancia sobre los ciudadanos ha sido una práctica establecida y realizada a veces con esa eficiencia y minuciosidad que, de modo espeluznante, demostró la ventilación del contenido de los archivos de la policía secreta (y no tanto) de la República Democrática Alemana, la tenebrosa Stasi.
Como ciudadano cubano radicado en la isla tengo alguna experiencia sobre la existencia de métodos de control, por cierto, no siempre muy sofisticados. El ejemplo más grosero y repetido concierne a la recepción de correspondencia postal. Sucede que la mayoría de las cartas que recibía parecían tener la pésima fortuna de haber llegado “en mal estado” (así lo aseguraba el cuño que les estampaban) y, curiosa y persistentemente, se habían deteriorado por un extremo del sobre, luego sellado con cinta adhesiva rotulada con la leyenda Correos de Cuba. El colmo de la torpeza requisitoria fue el descuido cometido en algún departamento de las oficinas locales de la agencia DHL en donde, al abrir un envío que contenía la recién realizada impresión de uno de mis libros editado en España, al ser registrado, alguien trastocó los contenidos. Fue así que mientras yo recibía un paquete de fotos impresas en las que un compatriota radicado en Alemania mostraba a su familia cómo la pasaba de bien en su destino europeo —comidas, piscinas, tiendas de ropa— de mi libro nunca se volvió a saber, aunque sería hermoso conjeturar que quien lo recibiera quizás disfrutó con la primicia de su lectura.
En los últimos años, sin embargo, el surgimiento y veloz crecimiento de las tecnologías de la comunicación, esas que se hacen asequibles ya en los finales del siglo pasado y nos envuelven en el presente, dio a los ciudadanos la posibilidad de tener una información mucho más diversificada, al parecer menos controlada, y contribuyó a democratizar la opinión de la gente y a agilizar sus necesidades y exigencias de comunicación. Las redes sociales se nos presentaron como una alternativa plural, una vía para difundir información y conocimiento con una capacidad y velocidad nunca antes vista y, además, con proverbial libertad. Con tales fundamentos, lo que no imaginamos en aquellos primeros años era que esa misma alternativa tan democrática, capaz de romper férreos sistemas de control, se convertiría en todo el mundo en un mecanismo de vigilancia de sus usuarios, y no solo por los conocidos fines mercantiles, sino también por otros más perversos y que afectan directamente la privacidad de las personas y hasta el desenvolvimiento de las sociedades.
En su más reciente obra publicada, el ensayo Nexus (2024), dedicado al desarrollo de las redes de información hasta la explosión de la inteligencia artificial, Yuval Noah Harari comenta el caso de la limpieza étnica cometida por la mayoría budista de Myanmar (antigua Birmania) contra la minoría musulmana de los rohinyás ocurrida entre 2016 y 2017. Según el ensayista israelí, se trata de un caso paradigmático del nuevo poder de los ordenadores y de las redes sociales como agentes instigadores del odio y de alteración del orden social, pues en esos eventos se hizo evidente el papel de los algoritmos manejados por esas plataformas a la hora de alentar la violencia que allí se produjo.
Según Harari, que argumenta su comentario con informes de Amnistía Internacional y una comisión especial de Naciones Unidas creada para investigar esos acontecimientos, las redes sociales, en especial Facebook, fueron uno de los motores que alimentaron una teoría de la conspiración y la consecuente campaña de odio étnico y religioso cuando, para captar más usuarios y por más tiempo, los algoritmos de la plataforma preferenciaron la circulación de noticias (incluso falsas), videos y comentarios adversos a la minoría musulmana. El resultado de ese proceso fue un pogromo de limpieza étnica que se saldó con la muerte de entre 7.000 y 25.000 civiles y la expulsión del país de 730.000 musulmanes rohinyás. Y, siempre según Harari, aunque Facebook reconoció no haber hecho lo suficiente para evitar que la plataforma se utilizara para incitar a la división y la violencia, sus directivos hacían recaer la responsabilidad de lo ocurrido en los usuarios de la red y no en la plataforma: más o menos en el que usaba la pistola, nunca en la pistola.
Pero sucede que esta capacidad de penetración de las redes no solo puede provocar determinados efectos sociales, sino que se empeña en afectar la privacidad de las personas. Para muchos de los más paranoicos lo mejor es abstenerse de hablar de ciertos temas delante del teléfono móvil o de la cámara del ordenador, tienen la certeza de ser escuchados u observados por una IA mucho más eficiente que el Gran Hermano totalitario de Orwell en su novela 1984. Y yo lo creo. Pero de lo que ya no caben dudas es de que tener redes sociales y llevar a ellas ciertos comentarios en los que expresemos opiniones sobre lo que nos atañe o preocupa, también puede ser motivo de represalias en nuestra contra. Y no solo en los sistemas totalitarios.
Una evidencia de lo que puede desencadenar ese sistema de vigilancia la tuve hace unos días, cuando una colega latinoamericana radicada hace mucho en Estados Unidos me advertía que si yo volvía a viajar a ese país, lo más recomendable era no llevar ni teléfono ni ordenador, pues los cada vez más agresivos agentes de inmigración estaban facultados para incautar mis equipos y revisar sus contenidos, incluidos los que se consideran más privados. Por esa misma razón ella, ya ciudadana norteamericana, evitaba utilizar la mensajería de WhatsApp (¿cifrada de extremo a extremo?) para otra cosa que no fuese intercambios de asuntos domésticos. Nada social o político. Porque, me dijo, tenía miedo.
La porosidad del sistema, los niveles alcanzados por los mecanismos de control y la difuminación de una privacidad que siempre se consideró un territorio casi sagrado ahora ha sido refrendada por la decisión del Departamento de Estado norteamericano de que los estudiantes extranjeros que aspiren a obtener una visa de estudios en universidades del país deberán mostrar (o les serán registradas y monitoreadas) sus redes sociales. En dependencia de su contenido, convenientemente juzgado por algún funcionario, entonces se les tramitaría o no el visado. Que sea justo en Estados Unidos, donde se han creado y desde donde se ha exportado las grandes plataformas de comunicación y redes sociales, nos advierte de los niveles de perversión de la distopía universal del control en que estamos viviendo. Si desde siempre se acusó a los totalitarismos comunistas y fascistas de coartar las libertades individuales y de ejercer la vigilancia sobre sus ciudadanos, lo que hoy y de manera tan escandalosa se magnifica en los Estados Unidos de la era Trump (por no hablar de China o la Rusia de Putin) nos coloca ante la evidencia de que la belleza de la democracia está siendo derrotada por la sociedad del control. Un siglo después, el mundo democrático le está dando la razón a Vladímir Ilich, sea apócrifa o auténtica su afirmación.
*Leonardo Padura es escritor. Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2015 y premio Nacional de Literatura de Cuba en 2012. Su último libro publicado es Ir a La Habana (Tusquets).
***
II)
La internacional grosera
ELVIRA LINDO
https://lectura.kioskoymas.com/article/281715505564763
Cuando Donald y Elon comenzaron su apasionado romance a la vista de todo el planeta algunos escribimos que tan gigantescos egos no tenían cabida en la misma jaula. Ya lo decía la canción de Cole Porter, todo calentón tiene el peligro de enfriarse. Pero aun habiendo estado en boca de todos la certeza de que aquella desatada calentura estaba condenada al fracaso no dejan de sorprendernos las formas. A pesar de haber asistido a sus grotescas demostraciones de complicidad (Elon con el pequeño X AE A-Xii en el Despacho Oval, Donald promocionando coches de Elon, Elon siendo llamado tío Elon) su ruptura encarnizada asombra. Siempre he pensado que hay algo en la devoción ciega que algunos machos sienten por otros que hace sospechar que su relación con las mujeres es puramente funcionarial, porque la auténtica pasión testosterónica la experimentan con sus pares. Hay hombres embriagados por otros hombres y les encanta que las mujeres presencien ese cortejo: la manera en que se escuchan, comparan su potencial, por decirlo finamente, y muestran una camaradería tan arrebatada que si de pronto interrumpiéramos el embeleso y preguntáramos, “vosotros, ¿estáis enamorados?”, responderían con asombro e indignación.
Hay hoy en el mundo hombres que se sienten inspirados por la hombría gorilesca de otros, a veces se dan palmadotas amistosas en la espalda, otras, como varones pasionales que son, enfurecen, embisten al homólogo por rencor o celos y se llevan por delante, sin mala conciencia alguna, a pueblos enteros. Si algo les llena de orgullo es carecer de modales, gustan de hacer alarde de grosería, y no les importa provocar situaciones incómodas. Las buscan. No es que carezcan de habilidad diplomática, es que piensan que la violencia es el motor que hace girar el mundo. El espectáculo que más les excita es el de la humillación, por eso quieren representarlo ante los ojos de una audiencia planetaria. Tienen afán por demostrar que carecen de escrúpulos, y ajustan su grosería al historial del invitado: si es alemán se le recuerda el pasado nazi, si se enfrentan a un negro sudafricano se le cuenta el bulo del linchamiento a los blancos, si de un ucraniano bajo la zarpa rusa se trata lo ridiculizan como al mugriento que va a pedir limosna.
En este sistema de individualismo extremo los groseros juegan con ventaja. Libres de remordimientos, palabra absurdamente denostada por considerarse religiosa, pero esencial para el reconocimiento del daño causado, los líderes celebrados por haber hecho de la grosería un estilo político actúan sin reparar en daños y no les pesa enturbiar la convivencia, muy al contrario, son conscientes de que su éxito depende de la confrontación. Su falta de modales es contagiosa y esa parte del pueblo que los apoya se siente invitada a actuar con agresividad. El día del apagón contemplé una escena desagradable en la calle: pasaba un periodista, Jesús Maraña, delante de mi portal, seguramente camino del Pirulí. Un joven trajeado le gritó algo que yo no entendí. Maraña se volvió y dijo: “¿Qué, has dicho, que te doy asco?”, y el tipo le contestó: “He dicho que me estoy poniendo los cascos”. Cuando quise acercarme a Maraña este ya corría calle abajo. Es obvio que el insulto estaba calcado del ya mítico “hijo de puta” de Ayuso. La mala educación es contagiosa, y gracias a la inmediatez de la comunicación se respira hoy una grosería sin fronteras. De momento, funciona. Ayuso consiguió que algo tan naturalizado como el uso de lenguas cooficiales en un acto institucional se convirtiera en una afrenta. ¿Conseguirá gobernar esta España con semejante rechazo? El aturdido Feijóo la sigue sin resuello en la actual carrera de malotes. Dirán ustedes que Ayuso es mujer y que yo sostengo que la internacional de la mala educación es masculina. No se contradice: se trata de un sistema testosterónico y a veces algunas mujeres quieren ser una más entre los chicos, the first guy in the pool.
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