Epidemias y factores ecológicos

Os invito a leer este importante artículo sobre las epidemias que han azotado a la humanidad y factores comunes con la actual pandemia en su relación con la acción humana en su entorno. Se publicó en la Revista de Investigación y Ciencia de octubre 2020. Adjunto enlace.

https://www.investigacionyciencia.es/revistas/investigacion-y-ciencia/grandes-hitos-y-prximos-retos-de-la-ciencia-811/los-factores-ecolgicos-en-las-epidemias-19149


Los factores ecológicos en las epidemias


¿Cómo ha influido en la salud humana nuestra relación con la naturaleza a lo largo de la historia?

 Jaume Terradas. Excatedrático de Ecología de la Universidad de Barcelona

 

REVISTA INVESTIGACIÓN Y CIENCIA. OCTUBRE 2020



EN SÍNTESIS

La mayoría de las enfermedades infecciosas responsables de epidemias graves las producen patógenos que tienen su origen en animales. Su propagación ha sido favorecida por la ocupación y la explotación humanas del entorno, que han desestabilizado los ecosistemas y el hábitat de los animales.

La historia nos demuestra cómo la salud de las plantas, los animales y los humanos, junto con la organización de nuestra sociedad, han estado enlazadas en una misma trama a lo largo de los siglos.

La comprensión de la existencia de este vínculo ha dado lugar a la noción actual de «Un mundo, una salud», una aproximación holística promulgada por científicos y organizaciones de salud pública y animal para que se diseñen investigaciones, políticas y leyes que ayuden a prevenir epidemias y plagas.

Las enfermedades infecciosas, causantes de epidemias y plagas en humanos, animales y plantas, han existido siempre. Historiadores, escritores, pintores y cineastas han dejado constancia de los estragos de las epidemias, sobre todo de los de la peste bubónica, que en el siglo XIV redujo la población europea por lo menos en un tercio, o la gripe española de 1918, que causó más muertos que la Primera Guerra Mundial, que terminaba ese mismo año.

Según la OMS, una cuarta parte del total de nuestras enfermedades son infecciosas. Todas están provocadas por más de 1400 especies patógenas conocidas, entre ellas virus, bacterias, protozoos, helmintos y priones. El 61 por ciento son zoonóticas, es decir, han saltado de los animales a los humanos. Y de estas, el 75 por ciento son emergentes: son totalmente nuevas, o existen desde hace tiempo pero se hallan hoy en expansión. La más reciente, la responsable de la pandemia de COVID-19, probablemente tiene su origen en una especie asiática de murciélago. Otras más antiguas, como la tuberculosis, el sarampión o la viruela, también son zoonosis y nos llegaron de animales domesticados hace 10.000 años, aunque hoy se transmiten entre personas (si bien la viruela está erradicada). Muchas otras las causan patógenos transmitidos por vectores animales (mosquitos, chinches, garrapatas, pulgas de las ratas, etcétera). Entre ellas destaca la malaria, provocada por un parásito que transmiten ciertos mosquitos y que causa entre 400.000 y 600.000 muertes al año.

Las enfermedades zoonóticas han estado muy influidas por los cambios ambientales, que afectan a los animales y a su interacción con los humanos. Nuestros contactos con la fauna salvaje han aumentado mucho, y con ellos el riesgo de nuevas zoonosis. Las epidemias aparecen asociadas a cambios en los ecosistemas y migraciones de humanos, animales y vegetales, con sus patógenos, y, a su vez, causan notables y complejos cambios ecológicos y socioeconómicos y han contribuido al colapso de sociedades enteras. Estas las han achacado a castigos divinos o a sabotajes y las han combatido mediante medidas de aislamiento e higiene, la mejora en el conocimiento y la producción de vacunas y fármacos. Un vistazo rápido a la historia nos demuestra cómo la salud de las plantas, los animales y los humanos, junto con la organización de nuestra sociedad, han estado enlazadas en una misma trama a lo largo de los siglos.

Las sociedades cazadoras-recolectoras primitivas se sentían parte de la naturaleza, como los animales, las plantas, el agua, las rocas o los «espíritus» que inventaban para explicar el mundo. Pero cuando, 10.000 años atrás, se inició la domesticación de plantas y animales, los humanos creyeron establecer una relación directa con los espíritus o dioses y vieron al resto de la realidad como algo que usar. Agricultores y pastores se infectaron con los patógenos de los animales domesticados. Con el tiempo, adquirieron resistencia a algunos de ellos.

La agricultura llevó a la sedentarización y a tener reservas alimentarias, aunque ello conllevó una dieta menos variada que tuvo efectos negativos en la salud por déficits de proteínas y micronutrientes. La relativa seguridad de las reservas permitió que parte de la población se dedicara a tareas no agrícolas, aumentó la población y aparecieron ciudades donde se practicaban oficios cada vez más diversos. Sin embargo, la producción de los cultivos no era siempre fiable, y podía resultar insuficiente para la creciente población. Hubo intercambios comerciales entre sociedades, y algunas empezaron a desear las tierras de otras. Se crearon, con uso de la fuerza, reinos e imperios. Al desplazarse entre ecosistemas, por el comercio o la guerra, los viajeros llevaban consigo a sus patógenos y, a su vez, se contagiaban con los ajenos.

La historia de las epidemias y el imperialismo ha sido relatada magníficamente por Alfred W. Crosby en la obra Imperialismo ecológico. Los cruzados sufrieron en Oriente Medio enfermedades poco frecuentes en Europa, y sabemos de las epidemias que los europeos llevaron a América, Oceanía y África entre los siglos XVI y XIX. Los amerindios murieron como moscas por las enfermedades europeas y los europeos llevaron al continente esclavos negros, secuestrados y maltratados, cuyos descendientes aún padecen el racismo. La vida media de un marinero en un barco esclavista era de dos años, debido a la malaria, la fiebre amarilla y otras causas. Mientras amplias regiones africanas se despoblaban, apunta Crosby, los descendientes de los esclavos africanos se expandieron en la América cálida y húmeda, donde las poblaciones indígenas se habían reducido mucho a causa de la viruela y otras enfermedades. Ello llevó a la mezcla racial que observamos hoy en día.

Al mismo tiempo que se producían migraciones y colonizaciones, se alteraban la composición y la estructura de los ecosistemas invadidos. Un 40 por ciento de las hierbas de los pastos norteamericanos son europeas, introducidas por los colonos y sus rebaños. Se cultivó donde nunca se había hecho y se talaron bosques para tener pastos o cultivos, lo que a menudo provocaba una pérdida de la fertilidad y la erosión del suelo. La ocupación de deltas y llanos aluviales y la creación de embalses y regadíos propagaron enfermedades cuyos vectores eran mosquitos. Todas estas perturbaciones se han perpetuado e intensificado a lo largo de los siglos.

 


CON LA AYUDA DE MÁQUINAS, los humanos invadimos espacios que aún permanecían inalterados, como esta pluvisilva en Tailandia. Entramos así en contacto con especies silvestres portadoras de millones de patógenos desconocidos, sobre todo virus, lo que aumenta enormemente el riesgo de aparición de nuevas enfermedades zoonóticas. [GETTY IMAGES/PLACEBO365/ISTOCK]

Un ejemplo ilustrativo de la estrecha interconexión entre la salud de los animales, de los ecosistemas y de las personas es la expansión de la peste bovina en el Serengueti, en el África oriental, a finales del siglo XIX, que ha sido bien descrita por Anthony R. E. Sinclair, de la Universidad de la Columbia Británica, y Michael Norton-Griffith, del Centro de Investigación de la Propiedad y el Medioambiente (PERC, por sus siglas en inglés), en Montana, EE.UU. El origen de la enfermedad suele atribuirse a los rebaños rusos procedentes del Mar Negro que llevó el Ejército del General Gordon a Jartum en 1884, aunque también pudieron ser los de las tropas italianas que invadieron Etiopía en 1989. La plaga provocó un 95 por ciento de mortalidad entre las reses domésticas y, como consecuencia, una gran hambruna entre los masáis, dos terceras partes los cuales fallecieron. Pero, además, la peste se extendió entre la fauna salvaje y causó una fuerte reducción de las poblaciones de ñus, búfalos y jirafas, que dejaron de alimentarse de las plantas leñosas. Estas invadieron la sabana y ofrecieron un ambiente propicio para la propagación de la mosca tsé-tsé, un vector de la tripanosomiasis. La plaga repercutió, pues, en la ecología de la sabana, en la ganadería, en la agricultura y en las sociedades humanas que dependían de estas actividades, y generó otra epidemia, la tripanosomiasis.

Las enfermedades que han afectado a las plantas han tenido también grandes repercusiones sociales. Un pulgón americano, la filoxera (Daktulosphaira vitifoliae), devastó las viñas francesas hasta 1870. Al aumentar la demanda de caldos españoles, se expandieron las viñas en nuestro país, pero al final llegó aquí también la plaga y muchos campesinos arruinados migraron a las ciudades, donde se convirtieron en mano de obra para la industrialización. La hambruna irlandesa de 1845 a 1850 fue desencadenada por el hongo Phytophtora infestans, que ataca a la patata, un monocultivo que alimentaba a los 8 millones de irlandeses. Los ingleses se habían repartido las mejores tierras y habían dictado leyes que forzaban la venta a Inglaterra de la carne y otros productos. El resultado fue un millón de muertos y un millón de emigrantes a Estados Unidos. Los ingleses asistieron —muchos con satisfacción— al drama de los irlandeses, pobres y la mayoría analfabetos, y convirtieron los campos abandonados en pastos para producir más carne.

 


EN LOS DOS ÚLTIMOS SIGLOS hemos sido golpeados por enfermedades infecciosas que han causado una gran mortalidad. Nuestra vulnerabilidad ha aumentado con la explosión demográfica, las alteraciones del entorno y la intensificación del transporte y, pese a la mejora de los conocimientos en medicina, biología y ecología, han surgido nuevos patógenos y han evolucionado variedades resistentes de otros ya conocidos.

La segunda revolución agrícola y la industrialización marcaron un gran paso en la transformación del entorno. Los regadíos se expandieron, la gente del campo se desplazó a las ciudades y hubo un aumento enorme del transporte horizontal (automóvil, ferrocarril, navegación a vapor, aviación). Esa transformación repercutió en la salud humana. La contaminación de fábricas y motores hizo insalubre el aire de las ciudades, y enfermedades como la tuberculosis causaban mucha mortalidad de personas jóvenes. También el cólera atacaba a las poblaciones urbanas. Sus brotes en Londres eran atribuidos a «miasmas» hasta que se aceptó la idea del médico John Snow de que había una «materia mórbida» en el agua del Támesis y de algunas fuentes. Cuando Robert Koch aisló el patógeno responsable, Vibrium cholerae, Snow llevaba casi 30 años muerto, pero su estudio sobre la distribución de la infección fundó la epidemiología.

La importancia de la higiene se evidenció con el descubrimiento de los gérmenes, que repercutió en la gestión del agua potable y los alimentos y en las prácticas médicas. Se construyeron alcantarillas, hubo grandes avances médicos, con el desarrollo de las primeras vacunas y luego los antibióticos [véase «El retorno de las epidemias», por Maryn McKenna en este mismo número]. Se redujo así la mortalidad infantil, lo que impulsó la demografía: en los últimos 75 años, la población mundial se ha triplicado. Además, la población urbana ha pasado de ser de menos del 30 por ciento a casi el 80 por ciento. La población total tiende a estabilizarse, pero puede alcanzar aún 9600 millones hacia 2050 y quizás 11.000 millones en el 2100, un crecimiento que se producirá sobre todo en las ciudades. En una población que crece tanto y tiende a vivir hacinada aumenta el riesgo de epidemias: según Kate E. Jones, de la Sociedad Zoológica de Londres, entre 1940 y 2004 han aparecido unas 300 zoonosis nuevas o variedades resistentes de enfermedades conocidas.

Pero además del hacinamiento, las nuevas actividades en el entorno y la invasión humana de ambientes con abundante fauna salvaje favorecen también la aparición de estas enfermedades. Las ciudades ocupan solo un 2 por ciento de las tierras emergidas del planeta, pero necesitan recursos de superficies muy superiores. Para satisfacer esa demanda, los humanos penetramos en todos los territorios. La explotación de recursos de todo tipo, los viajes de negocios, los transportes comerciales o el turismo llevan nuestra actividad a los lugares más remotos, incluidos el Polo Norte, la Antártida y la Estación Espacial Internacional. El avance de campesinos, ganaderos y mineros sobre las selvas tropicales en Sudamérica, África, China, Indonesia, Filipinas o Nueva Guinea destruye ambientes salvajes y pone a los humanos en contacto con especies nuevas, lo que genera riesgos de zoonosis.

El riesgo de enfermedades humanas es especialmente alto en las zonas de frontera entre los ecosistemas naturales y las zonas urbanas. Según los trabajos del entomólogo Felix P. Amerasinghe y sus colaboradores, en el contacto entre bosques y áreas urbanas de las regiones tropicales se propagan la malaria, el dengue y la fiebre amarilla; entre bosques y cultivos hay riesgo de propagación de fiebres hemorrágicas; entre marismas y cultivos son más probables la esquistosomiasis, la filariasis linfática y la encefalitis del Japón. La leishmaniasis y la enfermedad de Chagas se dan en zonas forestales y tierras áridas, y el cólera, en zonas urbanas próximas al litoral o a ríos y lagos. El virus del Nilo occidental y la enfermedad de Lyme se propagan en zonas urbanas y suburbanas de Europa y Norteamérica.

 


LOS MERCADOS «húmedos» asiáticos son un ejemplo flagrante de las numerosas imprudencias que cometemos los humanos al relacionarnos con los animales silvestres. Animales vivos y muertos se amontonan en jaulas donde, sobre lechos de paja, se mezclan con heces, orina y sangre. Es un ambiente ideal para el contagio entre animales y, también, de las personas que los manipulan y consumen. [GETTY IMAGES/XXCHENG/ISTOCK]

El hecho de que las especies silvestres suponen una fuente de patógenos podría hacer pensar que una biodiversidad elevada aumenta el riesgo de zoonosis. Sin embargo, Serge Morand, de la Universidad de Montpellier, y sus colaboradores han demostrado que donde se han producido más zoonosis es en regiones donde hay más especies en riesgo de extinción y mayor pérdida de superficie forestal, es decir, en zonas fuertemente alteradas. Más recientemente, Rory Gibb, del Colegio Universitario de Londres, y su equipo han ofrecido nuevas pruebas en este sentido: han hallado que no solo es más probable que las especies de fauna que se multiplican en los entornos transformados por los humanos (sobre todo roedores, murciélagos y aves paseriformes) actúen como vectores de patógenos, sino también que alberguen en su cuerpo una mayor variedad de ellos, algunos nocivos para nuestra especie. Por consiguiente, la conservación de la naturaleza y de la biodiversidad podría ser un seguro contra brotes epidémicos. No obstante, se necesitan nuevas investigaciones para poder integrar los objetivos de gestión de la biodiversidad y de mejora de la salud humana.

Hay otros factores derivados de las actividades humanas que pueden favorecer la propagación de enfermedades. El cambio climático, unido a los desplazamientos de personas y el comercio internacional, puede extender enfermedades tropicales a zonas hoy templadas. Un ejemplo lo hallamos en las tres especies del género Aedes que han llegado en los últimos años a España procedentes de regiones tropicales: A. aegypti, A. albopictus (mosquito tigre) y A. japonicus. Estos mosquitos son vectores de la fiebre amarilla, la malaria, el mal de Mayaro, la fiebre de Zika, la fiebre del Nilo occidental, el dengue y el chikunguña. Los afectados por dichas enfermedades en Europa corresponden, en su mayoría, a casos importados: personas procedentes de zonas endémicas que cuando llegan no propagan a otras la enfermedad. Pero en algunas ocasiones, gracias a la presencia de los mosquitos vectores, se han transmitido puntualmente dentro del continente y han provocado pequeños brotes. Ha habido casos autóctonos de chikunguña desde 2007 en Italia y en Francia, y de dengue, desde 2010 en Madeira, Croacia, Francia y España; y este pasado verano se ha producido un brote de fiebre del Nilo en Sevilla. Aunque por ahora la transmisión autóctona de estas enfermedades queda restringida a determinadas zonas y momentos, no puede descartarse que en un futuro, sobre todo con el agravamiento del calentamiento global, se propaguen con mayor facilidad.

Por último, cabe destacar el modo en que los problemas de nutrición y contaminación ambiental hacen aumentar la vulnerabilidad de las personas a las enfermedades infecciosas. Nuestra salud requiere muy diversos nutrientes en una proporción adecuada. Sin embargo, aunque la producción del sistema alimentario mundial es suficiente, aún hay cerca de 1000 millones de personas con déficits en micronutrientes, 800 millones con una dieta baja en proteínas o energía y una cifra similar con una dieta excesiva. La falta de agua potable (por escasez o por la presencia de contaminantes químicos o biológicos) es un problema mayor para 2000 millones de personas. En la comida, el agua y el aire hay muchas sustancias que no deberían estar, incluidos los microplásticos, los policlorobifenilos (PCB), las dioxinas y el DDT de los plaguicidas. Muchos actúan como disruptores endocrinos que alteran la resistencia a las infecciones y otras enfermedades. El cambio climático influye también en la cantidad y la calidad del agua y en la intensidad y la frecuencia de los episodios meteorológicos extremos (como sequías o lluvias torrenciales), lo que altera la distribución geográfica de los cultivos y repercute, a escala global, en la disponibilidad de alimentos.

En los últimos decenios se ha observado un aumento de las enfermedades infecciosas emergentes que han causado epidemias. Las enfermedades emergentes son aquellas cuya incidencia o área de distribución aumenta (como la tuberculosis y la enfermedad de Lyme, o los virus del Nilo occidental y de Nipah); las que han evolucionado (las nuevas variantes de gripe o las malarias resistentes a los medicamentos); o las totalmente nuevas (virus de Hendra, del Ébola, el SARS o la COVID-19). Según la OMS, en los últimos 35 años se han detectado unas 30 enfermedades nuevas.

Numerosas enfermedades emergentes son causadas por virus que, al pasar a un nuevo huésped, evolucionan, por lo que es casi imposible tener vacunas o fármacos para combatirlas desde su aparición. Así ha sucedido con el VIH, el virus del Ébola, el de Nipah, los hantavirus, los recientes virus de la gripe (el H5N1 o el H7N9) y los coronavirus. Bastan muy pocas mutaciones para que los virus gripales pasen de las aves a los mamíferos.

Un caso particular de enfermedad emergente fue la encefalopatía espongiforme bovina (más conocida como enfermedad de las vacas locas), cuyos primeros casos se detectaron en el ganado bovino del Reino Unido en 1986, y que después se transmitió a humanos a través del consumo de su carne. La enfermedad la produce un prion (un tipo peculiar de proteína) que surgió en las vacas a cuya dieta se añadieron residuos de matadero que contenían tejidos de vacuno —un alimento singular para animales herbívoros, dicho sea de paso.

El SARS (síndrome agudo respiratorio agudo) lo produce un coronavirus que, como el SARS-CoV-2 (el responsable de la COVID-19) o el virus de la gripe de los años 1970, apareció en los mercados de animales vivos de la China y provocó una epidemia en 2003. El MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio) lo produce otro coronavirus y apareció en Arabia Saudí en 2012, con una letalidad del 30 por ciento.


 

LA OCUPACIÓN HUMANA de zonas próximas a los bosques tropicales y subtropicales, unida al calentamiento global, están ayudando a la expansión de especies de mosquitos que son portadoras de patógenos, como Plasmodium falciparum. Este parásito, responsable de la malaria, sigue causando medio millón de muertes y más de 200 millones de infecciones al año. La foto está tomada en Brasil, donde el avance humano acelerado sobre las selvas genera un aumento del riesgo. [GETTY IMAGES/JOA_SOUZA/ISTOCK]

En 2018, se registraron en el mundo 228 millones de casos de malaria (provocada por un protozoo, Plasmodium falciparum), de los cuales el 93 por ciento viven en África y el 67 por ciento son niños de menos de cinco años. El cambio global, el conjunto de transformaciones a las que está sometido nuestro planeta (la fragmentación de los bosques, la expansión de los monocultivos y del riego, el uso de productos tóxicos, el ascenso de las temperaturas y los episodios meteorológicos extremos), reduce la eficacia de los depredadores de mosquitos y favorece la propagación de la malaria, para la que no hay vacuna. Algunas de las medidas con las que puede paliarse dicha propagación se basan en la gestión ambiental y la lucha biológica. Los setos, los bosques galería (los que crecen a lo largo de los ríos o alrededor de las zonas húmedas) o los árboles dispersos en zonas de cultivo mantienen estables las poblaciones de depredadores de los vectores, y en las pequeñas lagunas de aguas limpias pueden vivir peces que comen larvas de mosquitos. Fue con medidas de este tipo, sobre todo, como se extirpó el paludismo en España en 1964 (aunque aún haya casos importados).

Cada vez más se ha ido comprendiendo que nuestra salud depende de la de los sistemas ecológicos, tanto de los naturales como de los antropógenos (agroecosistemas, ecosistemas urbanos, etcétera), y que su simplificación excesiva facilita la expansión de plagas y patógenos infecciosos.

El concepto «Un mundo, una salud», propuesto inicialmente por la Sociedad para la Conservación de la Vida Silvestre con el apoyo de otras entidades de salud pública y animal (entre ellas, la OMS, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, y la Organización Mundial de Sanidad Animal), nació precisamente de la comprensión de que nuestra salud está íntimamente ligada a la de los ecosistemas que sostienen la vida en el mundo, o sea, a la de la red de relaciones entre personas, animales, plantas y microorganismos. Esta noción se define como una aproximación holística a la prevención de epidemias y epizootias (el equivalente de las epidemias en el mundo animal): mantener la integridad de los ecosistemas beneficia a la humanidad, a nuestros animales y a la biodiversidad.

Bajo la premisa de «Un mundo, una salud», un grupo de expertos estableció en setiembre de 2004 los Principios de Manhattan. En el preámbulo se dice que los brotes epidémicos recientes muestran que la comprensión amplia de la salud y la enfermedad exige una aproximación que concilie la salud de humanos, animales domésticos y vida salvaje. Para ganar la batalla a las enfermedades del siglo XXI y mantener la integridad biológica de la Tierra para las futuras generaciones, se requieren aproximaciones interdisciplinares e intersectoriales a la prevención, vigilancia, monitoreo, control y mitigación de epidemias, así como a la conservación ambiental.

La ciencia de la salud de la vida salvaje es esencial para estos fines, que demandan acciones de largo alcance que consideren las complejas interacciones entre especies. Las alteraciones en los ecosistemas se vinculan a variaciones en las pautas de emergencia y propagación de enfermedades. Hay que integrar la conservación de la biodiversidad con las necesidades de salud humana y de los animales domésticos. Hay que reducir la demanda de animales vivos y regular su comercio internacional y el de carne y productos de pesca para reducir los movimientos de especies, la transmisión de enfermedades entre especies, y el desarrollo de nuevas relaciones entre patógeno y huésped. Resulta esencial aumentar la inversión en infraestructuras para la salud humana y animal, y en la vigilancia, la información y la coordinación entre agencias, instituciones y laboratorios farmacéuticos, así como en la educación y la concienciación de la ciudadanía.

La defensa de la salud de los ecosistemas no solo exige la preservación de espacios naturales de especial interés. Hay que reducir la deforestación y la penetración humana en medios salvajes, el consumo de energía y las emisiones, y el uso excesivo de abonos y plaguicidas. Hay que cambiar a una economía circular que reduzca los residuos, remodelar la vida urbana hacia vías sostenibles, con menor huella ecológica, y buscar soluciones de gestión basadas en la naturaleza, desde perspectivas multidisciplinares y con la mirada puesta en objetivos a corto y largo plazo. Cabe insistir en que las epidemias tienen potencial para desbaratar organizaciones sociales complejas y que son, por consiguiente, una amenaza muy real ahora y en el futuro, como lo han sido siempre. La pandemia actual es solo un aviso.




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