Premio Cervantes 2020. Francisco Brines

Premio Miguel de Cervantes 2020

Francisco Brines Bañó




Francisco Brines Bañó (Oliva, Valencia, 22 de enero de 1932) es un poeta español encuadrado en el grupo poético de los años 50. Desde 2001, es Académico de la Real Academia Española. Ha sido reconocido con distinciones como el Premio Nacional de las Letras Españolas (1999), el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2010) o el Premio Miguel de Cervantes (2020). Un amplio sector de la crítica cataloga su obra en el capítulo elegíaco de la poesía española del siglo xx, como continuador de Luis Cernuda y Constantino Kavafis. Su poemario La última costa, fue elegido libro del año 1996 por el suplemento ABC Cultural y ganó el Premio Fastenrath de 1998.

“Con la poesía he tratado de tantear respuestas, clarificar oscuras emociones y, así, ir tratando de ver con mayor nitidez, con mayor claridad, las oscuridades que nos acompañan en la vida. La poesía tantea las sombras para encontrar un poco de luz”.

Autor de obra breve, cincelada, nada profusa, Brines se define como un eslabón de la tradición, marcado por sus lecturas de Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda. “Somos poetas porque una vez fuimos lectores”

Admirado poeta y también criticado por defender la tauromaquia ya que a pesar de su extraordinaria sensibilidad, según algunos, no es capaz de percibir el sufrimiento producto de la tortura innecesaria a un animal dentro de las tradiciones más rechazables en este siglo XXI.

A pesar de esa crítica que comparto, sin duda Brines Bañó enriquece nuestro idioma con sus poemas que destilan humanidad y sentimientos.

A continuación alguno de éstos:

Conversación con un amigo

Se me ha quemado el pecho, como un horno

Por el dolor de tus palabras

Y también de las mías.

Hablamos del mundo, y desde el cielo

Descendía su paz a nuestros ojos.

Hay momentos del hombre en que le duele

Amar, pensar, mirar, sentirse vivo,

Y se sabe en la tierra por azar

Solo, inútilmente en ella.

Como si se tratase de algo ajeno

Hablamos de nosotros

Y nos vimos inciertos, unas sombras.

Con poca fe, con las creencias rotas

Con un madero en la marea,

Con toda la esperanza naufragando

Porque no es la que llega a nuestra barca,

Sólo la caridad nos redimía

Del mal nuestro de ser.

Mirábamos la calle, rodeados

De luz, de tiempo, de palabras, de hombres.


«Donde muere la muerte»

Donde muere la muerte,

porque en la vida tiene tan sólo su existencia. 

En ese punto oscuro de la nada

que nace en el cerebro,

cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,

ahora que la ceniza, como un cielo llagado,

penetra en las costillas con silencio y dolor,

y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita

hacia lo negro.

Beso tu carne aún tibia.

Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido

en tus brazos,

un niño de pañales mira caer la luz,

sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,

que habrá de abandonarle.

Madre, devuélveme mi beso.

[Publicado por primera vez en la revista «Cuadernos Aispi», publicación semestral de la Associazione Ispanisti Italiani]


«El testigo»

La luz,

Aun no la sombra.

Y vivo en la penumbra oscurecida

(La luz es cálida,

cuando roza, besa.)

Es todo mi deseo; saberse ser,

aun existente.

Antes que todo sea

como antes de ser.

Nuestra esencia es ceguera,

y aquello que lo niega es un misterio

sin significación.

¿Quién pone en nuestra mente

la incógnita de Dios?

Él es Amigo y Enemigo.

Es el nombre otorgado a la ignorancia. Su aletazo nos borra

Nada he sido.

Mi testigo, lector, pongo en tus manos.


«La última costa»

Había una barcaza, con personajes torvos,

en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,

sepultada.

Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,

en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,

un gentío enlutado.

Enfrente, aquella bruma

cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.

Y una barca esperando, y otras varadas.

Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.

Un aire inmóvil, con flecos de humedad,

flotaba en el lugar.

Todo estaba dispuesto.

La niebla, aún más cerrada,

exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.

Dispusimos los remos desgastados

y como esclavos, mudos,

empujamos aquellas aguas negras.

Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco

en el viaje aquel de todos a la niebla.

«El otoño de las rosas»

Vives ya en la estación del tiempo rezagado:

lo has llamado el otoño de las rosas.

Aspíralas y enciéndete. Y escucha

cuando el cielo se apague, el silencio del mundo.


«Epitafio romano»

«No fui nada, y ahora nada soy.

Pero tú, que aún existes, bebe, goza

de la vida..., y luego ven.»

Eres un buen amigo.

Ya sé que hablas en serio, porque la amable piedra

la dictaste con vida: no es tuyo el privilegio,

ni de nadie,

poder decir si es bueno o malo

llegar ahí.

Quien lea, debe saber que el tuyo

también es mi epitafio. Valgan tópicas frases

por tópicas cenizas.


«Alocución pagana»

¿Es que, acaso, estimáis que por creer

en la inmortalidad,

os tendrá que ser dada?

Es obra de la fe, del egoísmo

o la desolación.

Y si existe, no importa no haber creído en ella:

respuestas ignorantes son todas las humanas

si a la muerte interroga.

Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,

o grandes monumentos funerarios,

las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega.

O aceptad el vacío que vendrá,

en donde ni siquiera soplará un viento estéril.

Lo que habrá de venir será de todos,

pues no hay merecimiento en el nacer

y nada justifica nuestra muerte.


Tras estos poemas os transcribo un artículo de la poetisa Aurora Luque sobre este autor.


Con Brines en Egipto

Es uno de los grandes poetas mediterráneos de todos los tiempos, al lado de Calímaco, Riba, Cavafis, Elitis o Safo

En las navidades de 2003 me hice regalar una sofisticada grabadora Sony con un único objetivo: grabar una lectura de Francisco Brines, una lectura, eso sí, muy especial. Se iba a celebrar una edición de Ardentísima, aquel festival tan rico en molicie que promovía José María Álvarez, nada menos que en Egipto, y yo quería pedir a Brines que leyera en la ciudad de Cavafis aquellos de sus poemas en los que de una manera o de otra se filtraba Grecia. Y no eran pocos. Se prestó pacientemente, aunque la calle alejandrina crujía seductora y decrépita, al otro lado de las ventanas del salón del hotel en que grabamos. Francisco Brines es uno de los grandes poetas mediterráneos de todos los tiempos, al lado de Calímaco, de Riba, de Cavafis, de Leopardi, de Mimnermo, de Elitis, de Safo. Y no solo por querencias puntuales visibles desde títulos como La muerte de Sócrates, Tera, Amor en Agrigento o En la república de Platón, sino por la construcción de un espacio no concretamente físico pero sí sensual, sensorial, desde el que nacer al mundo y donde vivir la plenitud absoluta del amor; un lugar que la elegía añora y reconstruye más tarde en el poema.

“Van llamando los años en mi cuerpo / y los voy alojando con incomodidad / vanos y numerosos. Se tienden en mi cama, / manchan mi soledad”: el arcaico Mimnermo se emocionaría si supiera que Brines, en la otra orilla del tiempo, reescribe la experiencia de los cuerpos: la vejez es dolorosa cuando Eros ha colmado con su completitud los días del pasado. El reino de Brines es la tierra: “Era viejo aquel valle/ de olivares nocturnos / de almendros de hojas finas. / Y fui creciendo en el amor dichoso/ del hombre y de la tierra”. Oliva luminosa, islas innominadas que el amor sacraliza (“el mundo se imagina/ con el amor que quiere el pecho”), y el mar (¿no se ha hecho todavía la antología del mar de Brines?): el mar “en esas horas solas de la siesta,/ cuando el sol enloquece su extensa superficie”.

“El viaje de Grecia, más que de sorpresas, es un viaje de conocer en mí lo que yo era sin saberlo”, comentaba por teléfono hace unos meses. Ya se tardaba demasiado en acoger a Brines al amparo de Cervantes. Es un clásico, heredero de Cernuda en ritmos, ensueños y mesuras, heredero del Góngora sensual y enamorado de la luz. Un poeta elegíaco, erótico, esencial, pleno, intemporal, que sabe que la belleza anula el tiempo y que la memoria la salva: “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”. Solo las Musas saben que esa grabación la hice por placer y que escuché leer a Brines sus poemas junto al mar de Alejandría. Días de enero de 2004.

Comentarios

Entradas populares