Cultura. Literatura. Cine. Estrenos
En este apartado cultural tenemos hoy tres temas diferentes. El primero trata sobre el último Nobel de Literatura, el segundo de la despedida a Diane Keaton recientemente fallecida y el tercero, sobre la película estrenada semanas atrás del director Paul Thomas Anderson e interpretada por Leonardo Di Caprio y Sean Penn.
I)
Nobel de Literatura 2025
Decadencia, ambigüedad y búsqueda de la belleza: László Krasznahorkai se lleva el Nobel de Literatura
Es un gran retratista de las miserias del ser humano. Ha sabido narrar como pocos el mundo en su estadio más disparatado, pero en el que siempre consiguen colarse destellos de belleza.
La Academia sueca lo ha calificado de un escritor épico, con una narrativa caracterizada por el absurdo y el exceso grotesco. Su obra incluye trabajos excepcionales, algunos calificables como obras maestras. Es el caso de su primera novela, Tango satánico (1985), donde ofrece ya una mirada distópica desde un pueblo en desintegración, una característica que se observa también en posteriores trabajos. No obstante, si ha de destacarse una obra sobre el resto, esta es Melancolía de la resistencia (1989), con el personaje inolvidable e ingenuo de Valuska, que recuerda al príncipe Myshkin de Fiódor Dostoievski. El autor de El idiota, como ha reconocido el propio Krasznahorkai, es uno de sus grandes referentes. La última obra del autor húngaro que ha llegado a nuestra lengua es El barón Wenckheim vuelve a casa (2016), publicado en 2024.
Este escritor trotamundos, que ha vivido en los últimos tiempos en Berlín, Viena o Trieste, comparte con sus personajes una cierta errancia. Es un gran retratista de las miserias del ser humano. Ha sabido narrar como pocos el mundo en su estadio más disparatado, pero en el que, de un modo u otro, siempre consiguen colarse algunos destellos de belleza. Es una de las grandezas de su literatura: no trata de explicar la sinrazón –ha escrito que el mal es difícil de comprender–, simplemente la expone, y no ofrece mágicas ni sencillas lecturas esperanzadoras, aunque abra diminutos resquicios para que en un mundo de “decadencia destructiva” se cuele algo de belleza. El lector agradece a Krasznahorkai que no le engañe con falaces soluciones y que no considere el artificio literario como un antídoto eficaz contra la realidad. Aunque haya hueco en sus páginas para detectar guiños de compasión o esperanza –a esta última la define como una “falsa seducción”– las cosas son como son, y no proyecta en el arte o la creación un valor catártico.
Ni ofrece soluciones ni propone lecturas exentas de complejidad. Esa característica de la ambigüedad, tan presente en la obra de autores del XX a los que admira y cuya lectura no se cansa de reivindicar, desde Kafka hasta Musil, sin olvidar a Thomas Mann, se ve claramente en el modo en que construye sus personajes. El quehacer y los movimientos de estos –situados casi siempre en los márgenes, presas de la obsesión o el delirio– son vitales para generar el componente inquietante de sus novelas, donde lo mimético se pone en jaque constantemente de una forma inexplicable. Sus novelas pueden ser un laberinto que, al adentrarse en él, atrapa, y su prosa ha sido definida como “torrencial”.
También resulta realmente interesante en su trabajo el intento de dar un sentido al tiempo presente, y lo paradójico e irónico es que lo hace situando sus historias en una especie de no-tiempo –algo que lo une, de nuevo, con una seña de identidad de la literatura kafkiana, como expresó Martin Walser en su interesante ensayo Descripción de una forma–. Como expone la voz narrativa de Melancolía de la resistencia en sus primeras páginas, el tiempo “transcurre, pero no pasa”. Por ello, y esto también es de agradecer, se opone a las lecturas simplistas que pretenden ver en sus trabajos un retrato y crítica constante de la Hungría bajo el yugo soviético, la que conoció durante sus primeras tres décadas de vida, o de la nación populista actual bajo el mandato iliberal de Viktor Orbán. Aunque haya criticado la mísera realidad comunista del lugar en que creció en sus primeras décadas y la situación actual de su país en tiempos de Fidesz, su fin es más ambicioso: sus trabajos tratan de la Hungría de siempre, con atmósferas y emplazamientos extrapolables a tantos otros lugares sobre la Tierra.
Y si el tiempo puede ser inmensurable, el otro tiempo, el meteorológico, también va a ser con frecuencia inclemente: la lluvia, el viento o el frío son un elemento habitual en las narraciones, lo que acrecienta la hostilidad e incomodidad. Como expuso Juan Manuel Ortiz en esta misma revista, es la plasmación irrefutable del apocalipsis cotidiano o, como escribe Krasznahorkai en Melancolía de la resistencia, la “demencial decadencia”: “No quedaba nada de aquel mundo entrañable, salvo un gélido laberinto de calles vacías donde hasta las ventanas, al igual que las personas sentadas detrás de ellas, miraban ciegamente al vacío, y el silencio sepulcral solo se veía interrumpido por los desgarradores ladridos de perros pendencieros”. Dijo Susan Sontag que Krasznahorkai era un visionario del apocalipsis. Más bien habría que decir que en sus textos el apocalipsis ya ha llegado y que los personajes no tienen otra que vivir con él.
En clara relación con el elemento temporal, también lo espacial toma unas características muy sugerentes desde el punto de vista narratológico en sus novelas. Si referíamos como seña de su obra un claro no-tiempo, en los emplazamientos no se puede hablar de no-lugares –esos espacios sin identidad propios de la posmodernidad de los que teorizaba Marc Augé–; más bien, cabría hablar de emplazamientos desapacibles y desprovistos de vitalidad, lo que ha de interpretarse como una alegoría del estado anímico de esos personajes extraños y misteriosos que parecen vagar por un mundo cuya comprensión se les escapa.
Y aunque más sutil, el humor, en la literatura de Krasznahorkai, puede ser un claro atisbo para no enloquecer. Como defendió Friedrich Schlegel, la ironía puede verse como otra forma de la paradoja. Este interesante uso de lo humorístico se observa en el retrato del personaje central de El barón Wenckheim vuelve a casa, alguien quijotesco, que regresa cuatro décadas después a su localidad natal y pone todo allí patas arriba. Se trata de otro “elemento” engorroso que llega para poner patas arriba la aparente –pero falsa– tranquilidad de un determinado emplazamiento.
Lo mismo ocurre en Melancolía de la resistencia, con la llegada al pueblo de un misterioso circo ambulante que tiene como principal atracción una gran ballena, y que se sitúa en la plaza central. Este espectáculo viene acompañado de un particular líder enigmático y un conjunto de personas, también misteriosas, que se sitúan hieráticos en la misma plaza y que parecen ser autómatas sin alma. Esta masa parece estar formada, según la describe el escritor, por personajes sin rostro, figuras fantasmagóricas que pueden recordar a aquellos sujetos que pueblan el lienzo Tarde en Karl Johan, de Edward Munch. En esa población cualquiera en que se desarrolla la novela, la sensación beligerante crece conforme avanzan las páginas, y Krasznahorkai habla de “ejército” y “gentuza”, hasta que se produce el inevitable estallido de destrucción final. Hasta los personajes más bondadosos, como el ingenuo Valuska, acaban sumándose al estallido de violencia.
¿Cómo, ante semejante panorama, se pueden colar nimios destellos de conmiseración o de engañosa esperanza? En buena medida, por esos atisbos inequívocos de belleza que sabe capturar. No solo en el contenido, también en el andamiaje formal y el uso que hace del lenguaje, tan fascinante. Hay cierta belleza en su intento por retratar la melancolía de un determinado tiempo, esa “dicha de estar triste” de la que habló Victor Hugo en Los trabajadores del mar, aunque no puede quedar al margen lo distópico y sobresalga una lectura pesimista. Si bien, donde más trabaja lo bello de forma nítida es en obras como Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003). El texto, de apenas ciento cincuenta páginas, es otra reflexión sobre la condición humana, donde deja constancia de su conocimiento de la cultura nipona, con la búsqueda del jardín anhelado en Kioto que actúa como refugio frente al mundanal caos. También del país del sol naciente parte Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), donde dedica páginas de gran belleza a La Alhambra.
Muchos lectores han llegado a Krasznahorkai gracias a la obra cinematográfica de Bela Tarr. Como guionista y director, respectivamente, ambos constituyeron una de las más interesantes parejas creativas en la última década del pasado siglo y en la primera del presente. Armonías de Werckmeister, aparecida en 2000, adapta la obra mayor del reciente Nobel, aunque es justo admitir la superioridad como texto fílmico de Sátántangó, ese prodigio de más de siete horas de duración que parte de la primera novela de Krasznahorkai. Otros textos literarios del escritor aparecidos en castellano son Guerra y guerra (1999, traducido en 2009) o Ha llegado Isaías (1998; 2009).
En un texto por el aniversario de Franz Kafka, y justo después de que Han Kang ganase el Nobel del pasado año, Daniel Gascón extraía una regla que parece irrefutable en la literatura contemporánea: los escritores cuyo apellido empieza por K son buenos. La concesión del galardón a Krasznahorkai es la enésima demostración. Estamos de enhorabuena.
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II)
CINE
Adiós a Diane Keaton
https://www.lavanguardia.com/cultura/20251011/11149616/mejores-peliculas-diane-keaton.html?facet=app&didomiConfig.notice.enable=false
El mundo del séptimo arte llora a la actriz fallecida hoy a los 79 años. A continuación se mencionan sus intervenciones en las mejores películas y también en su recuerdo comparto un tráiler de una de sus actuaciones (Misterioso asesinato en Manhattan)
https://youtu.be/RlkCD-9-gpI?si=BhgaA2aYNOjmYphi
Películas
Francis Ford Coppola (1972)
El padrino
Diane Keaton y Al Pacino en una imagen de la película Paramount Pictures
Diane Keaton, que ha fallecido hoy a los 79 años, protagonizó películas inolvidables, formó parte del elenco de algunas obras maestras y en su madurez se convirtió en una reina indiscutible de la comedia. Aunque ya había participado en un par de títulos, Keaton saltó a la fama gracias a Francis Ford Coppola que le dio el papel de Kay Adams, la sufrida segundo esposa de Michael Corleone (Al Pacino) en El padrino. La cinta esta considerada una de los mejores películas de la historia. Kay era una ingenua chica que se enamoraba de Michael al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Él la abandonaba por una serie de avatares mafiosos y se casaba con una siciliana. Ya viudo, Michael recuperaba a Kay, que sin quererlo se veía sumergida en el mundo del crimen organizado.
Herbert Ross (1972)
Sueños de un seductor
Sueños de un seductor
Primera colaboración de Keaton con Allen, que sería su pareja durante años en la vida real. En esta adaptación de la obra teatral del propio Allen, Diane interpretaba a una mujer que presentaba a sus amigas a un Woody incapaz de ligar ni siquiera con los consejos de un imaginario Humphrey Bogart.
Francis Ford Coppola (1974)
El padrino II
El padrino II
Francis Ford Coppola rompió el mito de que nunca segundas partes fueron buenas. En 1974 rodó la secuela de El padrino, basada también en buena parte en la novela de Mario Puzo, y fue otra obra maestra. Aquí Kay (Keaton) ya está arte de su marido y de la mafia y pide el divorcio, una decisión que acarrea consecuencias.
Woody Allen (1977)
Annie Hall
Una escena de la película “Annie Hall”. EEUU, 1977. Director: Allen, Woody. Intérpretes: Woody Allen, Diane Keaton, Tony Roberts(I), Carol Kane Otras Fuentes
Otra cinta que esta considerada como obra maestra por buena parte de la crítica. Aquí Allen era un cómico neurótico que le daba vueltas a por qué su novia Annie (Keaton) le había dejado. El papel de Annie le reportó a Diane Keaton un Oscar a la mejor actriz principal.
Woody Allen (1979)
Manhattan
Manhattan
No hay dos sin tes. Manhattan es también una obra maestra del cine. Aquí Allen se enamora de Mary (Keaton), la sexy y snob amante de su mejor amigo, mientras lidia con su ex esposa, Meryl Streep en uno de sus primeros papeles importantes, y trata de analizar lo que siente por su joven ex amante de solo 17 años, a la que da vida Mariel Hemingway.
Warren Beatty (1981
Rojos
Rojos
El periodista John Reed dejó constancia del estallido de la Revolución Rusa que vivió de primera mano en el libro Diez días que estremecieron el mundo. Warren Beatty llevó al cine la obra de Reed en 1981. Beatty escribió, produjo y dirigió y protagonizó la cinta en la que Keaton daba viada a la periodista Louise Bryant esposa de Reed.
Francis Ford Coppola (1990)
El padrino III
Diane Keaton y Al Pacino en 'El Padrino III' Terceros
Hubo una tercera parte de el padrino, no tan celebrada por la crítica como las anteriores, pero no deja de ser una gran película, una obra de madurez en la que los ya distanciados Michael y Kay se reencuentran con una trama mafiosa en el seno del Vaticano.
Charles Shyer (1991)
El padre de la novia
El padre de la novia
A partir de los 90, Keaton se convirtió en una de las reinas indiscutibles de la comedia de Hollwood. El padre de la novia tuvo mucho que ver con ese estrellato. Keaton era la sufrida esposa de Steve Martin, un hombre que no acababa de aceptar que un novio estupendo le arrebatase a su querida hija.
Woody Allen (1993)
Misterioso asesinato en Manhattan
Misterioso asesinato en Manhattan
Y si hay una comedia por excelencia de los años 90 no es otra que Misterioso asesinato en Manhattan con Allen y Keaton, que ya no eran pareja en la vida real, en estado de gloria. El dúo interpreta a un matrimonio bienestante de Nueva York. Ella se empeña en que en vecino ha matado a su esposa y pese a la oposición de su marido, que no quiere líos, se sumerge en una investigación delirante convertida en una detective aficionada.
Hugh Wilson (1996)
El club de las primeras esposas
El club de las primeras esposas
Otra comedia, quizá hoy algo olvidada, pero que tenía su gracia. Basada en una novela de Goldsmith, Keaton, Bette Midler y Goldie Hawn daban vida a un trío de señoras ya maduras que veían como sus estables vidas se hacían añicos cuando sus maridos las abandonaban por mujeres más jóvenes. Ni cortas ni perezosas, creaban un club para vengarse de sus infieles ex esposos.
Nancy Meyers (2003)
Cuando menos te lo esperas
Cuando menos te lo esperas
Y ya en la madurez, Keaton supo reivindicar el papel de las señoras mayores en la sociedad y en el amor en cintas como Cuando menos te lo esperas. Keaton se veía obligada a alojar en su casa de la playa al mujeriego amante de su hija interpretado por Jack Nicholson. Como es natural el hombre se enamoraba de ella, quien no acababa de decidirse porque en paralelo le salía otro pretendiente interpretado ni más ni menos que por un guapísimo Keanu Reeves.
Castille Landon (2024)
Campamento de verano
Campamento de verano
Estuvo en el set de rodaje hasta el último momento. Keaton rodó el año asado Campamento de verano, donde se iba de vacaciones con sus amigas de la infancia, Kathy Bates y lfre Woodard.
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III)
Cine. Estreno
Fui a ver "Una batalla tras otra" previa lectura de buenas críticas a este filme y también precedido por la excelente impresión que me había dejado una obra anterior de este director como fue Magnolia.
Sin embargo, quedé decepcionado por "Una batalla tras otra". La interpretación es correcta, la música impone un buen ritmo a la película pero la historia y el guión no son creíbles. Hay diálogos y escenas tan poco realistas que invitan a la risa. Sí se transmite en segundo plano, las tensiones socio políticas que están presentes desde hace décadas en USA. Pero por lo demás es una típica película "americana" de acción para un público que quizás le gusta ver estas obras acompañados de palomitas y Coca Cola. Una oportunidad desperdiciada por el director para transmitir la oscura y tensionante realidad que se vive hoy en Estados Unidos. JP
A pesar de mi opinión, comparto más abajo otra mirada sobre la misma obra.
“Una batalla tras otra”
La revolución de Paul Thomas Anderson
https://letraslibres.com/cine-tv/diezmartinez-paul-thomas-anderson-una-batalla-tras-otra/
Puede discutirse si “Una batalla tras otra” es la obra maestra del director estadounidense. Sin duda, se trata de la película más urgente y abiertamente política que ha hecho.
En los créditos finales de Una batalla tras otra (One battle after another, E.U., 2025), apenas décimo largometraje del cineasta californiano Paul Thomas Anderson (de su temprana y verbosa obra mayor Sydney: Juego, prostitución y muerte, 1996 al encantador capricho nostálgico Licorice Pizza, 2021, pasando por obras maestras de la talla de Boogie nights: Juegos de placer, 1997, Magnolia, 1999 y El hilo fantasma, 2017), empezamos a escuchar el clásico setentero de Gil Scott-Heron que nos advierte que la revolución no será televisada y que, por lo mismo, más nos vale que nos levantemos de donde estamos sentadotes y empecemos a movernos. Este emblemático poema musical funky es un motivo recurrente en los diálogos de la segunda parte de la película porque a todos los personajes del más reciente filme de Anderson les importa la revolución, sea porque la quieren retomar, continuar o detener. De cualquier modo, por más importante que resulte la revolución, no lo es todo. Es solo una parte de algo mucho más trascendente.
Escrita por el propio cineasta a partir de la libérrima adaptación de la novela Vineland (1990) de Thomas Pynchon, he aquí una inabarcable y caleidoscópica película carnavalesca que contiene una multitud de otras cintas que chocan, se complementan, se superponen y, a veces, hasta se sabotean conscientemente. Es decir, estamos ante una acezante cinta política que de repente se detiene para entregarnos una desternillante escena sexosa que podría haber aparecido en alguna sexy-comedia mexicana del Güero Castro, una filme de acción con la mejor persecución automovilística en muchos años que no obstante es montada con una desafiante languidez hipnotizante, una divertida comedia de costumbres con una de las últimas auténticas estrellas del cine hollywoodense en plan gozosamente autoirrisorio. Y, last but not least, un emotivo llamado a la acción para todos esos gringos que siguen aplastadotes frente a la tele viendo cómo se va deslizando su país hacia el totalitarismo, sin dejar de subrayar que levantarse para luchar significa, también, levantarse para abrazar, para amar, para preocuparse por el otro y por la otra.
Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) y Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio) son los revolucionarios estrella del movimiento radical anti-establishment French 75, dedicado a combatir al Estado represor gringo asaltando bancos, colocando bombas y liberando inmigrantes indocumentados. Después de que un golpe sale trágicamente mal, la voluptuosa Perfidia –quien es perseguida/protegida por el atrabiliario coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn)– deja atrás a su hijita recién nacida en manos de Bob y desaparece del mapa. Dieciséis años después, la chamaquita ha crecido para convertirse en una determinada y rebelde adolescente llamada Willa (la debutante en pantalla grande Chase Infiniti), siempre bajo la sobreprotección de su exrevolucionario papá que se ha convertido, después de tanta mota fumada, en hermano gemelo del Jeff Bridges de El gran Lebowski (Joel Coen y Ethan Coen, 1998). La relativa placidez de la vida de este pachorrudo padre soltero y esta claridosa jovencita se vendrá abajo cuando el obsesivo Lockjaw vaya por ellos ahí en la pequeña ciudad santuario en la que se ocultan. Bob, sin tener tiempo para quitarse la percudida bata que lleva durante toda la película, tendrá que sacar juventud de su pasado para salvar a su hija, aunque la chamaca no necesite en realidad de mucha ayuda y aunque el pobre Bob ya ni se acuerde de las contraseñas correctas por haberse metido en el cuerpo tantas cochinadas entre una batalla y otra.
¿Estamos ante la obra maestra definitiva de Paul Thomas Anderson? Puede ser que sí, por más que el director de Embriagado de amor (2002) tenga apenas 55 años y le queden, a su espacioso ritmo de trabajo, por lo menos otros diez largometrajes por dirigir. Lo que sí es cierto es que Una batalla tras otra es la cinta más urgente, necesaria y abiertamente política que ha hecho, sin desbarrancarse, en ningún momento, en el más facilón didactismo militante. La sociedad estadounidense que retrata es un claro reflejo de lo que está sucediendo en este momento en ese país –los centros de detención de inmigrantes, el supremacismo racista incrustado en el poder, los disturbios apagados a golpes de fuerza militar–, aunque en sentido estricto la historia inicial de Perfidia y Bob y, después, la de Bob y Willa tenga un regusto atemporal. El filme sucede en una suerte de presente constante, en un eterno retorno a los mismos abusos cometidos por las mismas personas con los mismos argumentos.
Una batalla tras otra ha aparecido en los cines de todo el mundo, sin pretenderlo, en medio del zeitgeist político y cultural en el que se encuentra Estados Unidos, pues Anderson tenía la idea de llevar al cine la novela de Pynchon desde hace más de dos décadas, cuando Trump no era más que un conductor televisivo sin mucho rating y las siglas ICE no servían más que para señalar el depósito del hielo en cualquier motel de segunda. En todo caso, el filme nos remite, sin quererlo o no, al noticiero del día, aunque la terrible realidad retratada se nos muestre a través del filtro de la sátira kubrickiana, con ese puñado de viejos decrépitos y supremacistas reunidos en el “Club de Aventureros Navideños” –casi igual de ridículos que los creadores del Proyecto 2025– o con ese desatado Sean Penn de “mandíbula bloqueada” (“¡Sufrí de una violación inversa!”) que parece haber sido poseído por el espíritu del general Jack D. Ripper de Dr. Insólito (Kubrick, 1964).
A final de cuentas, lo que ha quedado fijo en mi memoria después de varios días de haber visto Una batalla tras otra no es el jocoso rapport entre el desesperado DiCaprio y el relajado subversivo Sensei Sergio interpretado por Benicio del Toro, ni los fascinantes encuadres abiertos en los que seguimos una persecución automovilística en medio del desierto californiano, ni el estado de trance en el que nos hace caer la música de Johnny Greenwood que lo mismo acompaña, comenta o se la aleja de la acción.
Lo que se ha quedado en mi memoria y, además, me ha dejado un nudo en la garganta, es la ausencia total de cinismo de parte de Anderson. A contracorriente de su nihilista melliza temática Eddington (Aster, 2025), lo que propone Una batalla tras otra es que hay que seguir luchando por lo que uno cree, pero hay que pasar la estafeta a los más jóvenes que, aunque uno se preocupe por ellos, no tienen por qué cuidarse –¡para eso son jóvenes!– cuando lo que está en juego es la libertad. Camaradas, hay que seguir haciendo la revolución y, además, con un bote de cerveza en la mano. ~
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