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Una pasión victoriana


Por Walter Gallardo para LA GACETA.


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Quizás nunca me habría atrevido a confesar mi fascinación por los trenes y sus estaciones si no fuera por el historiador británico Tony Judt. Fue él quien me animó a reconocerlo en voz alta al leer su breve autobiografía El refugio de la memoria. Decía, casi interpretando mis sentimientos: “Amo los trenes y ellos siempre me han correspondido”. Y se preguntaba con naturalidad: “¿Qué significa ser amado por un tren?” Ante un interrogante tan poco racional, concluía: “El amor, me parece a mí, es esa situación en la que uno está más satisfecho con uno mismo”. Y el tren lograba ese estado de bienestar. El momento en que escribió esta obra, o la dictó, es fundamental para entender su declaración sin matices. Fue en los tramos finales de una enfermedad cruel como tantas (ELA) que lo dejó inmóvil, convirtiendo su cuerpo en una prisión cada vez más degradante; es decir, cuando todo comenzaba a ser añoranza y despedida, del modo que ocurre a diario en los andenes.


Lo recordé hace unos días al recorrer la bellísima estación de São Bento, en la ciudad de Oporto, al norte de Portugal, y subir allí a uno de sus trenes. Confirmé en mis emociones una atracción por cualquier situación real o representación que los contenga: un tren cruzando el campo a toda velocidad, orgulloso de su solvencia; otro insinuándose a la distancia con las luces encendidas mientras los pasajeros esperan en el andén; su melancolía cuando está detenido en un pueblo solitario un domingo lluvioso de invierno y todos los que pasan en la negrura de la noche con su interior iluminado; también confirmé una vez más que hay pocos placeres para los sentidos que compitan con el espectáculo generoso que ofrecen sus ventanillas, ese que interrumpe abruptamente la lectura de un libro o una conversación animada.


En el trayecto de casi una hora hasta Aveiro, acompañado por la inmensidad del océano Atlántico a mi derecha, rememoré, casi como en un homenaje, una anécdota personal en relación con las estaciones, los trenes y la literatura. Había comenzado en un vuelo de Madrid a Bruselas la lectura de Austerlitz, la novela del escritor alemán W.G. Sebald, afincado durante décadas en Inglaterra. El personaje principal que lleva ese nombre es alguien cuya primera infancia transcurrió con rostros y en lugares velados por la bruma de la memoria; alguien que busca sin brújula su origen arrastrando el sentimiento desolador de ser siempre un extranjero, casi un extraño, y con pocas certezas: llegó en tren a Londres desde algún lugar de Europa y fue criado por una familia austera, sobre todo con las palabras y el afecto. Como consecuencia, creció rodeado de silencio y emocionalmente desnudo, con la percepción de un mundo paralelo habitado por sombras mudas e insidiosas que desaparecen apenas intenta aprehenderlas. Todo le sugiere algo, aunque nada le sirve para completar una imagen o un indicio firme: las cúpulas, los edificios, repetidamente las estaciones de trenes, la música de ciertas palabras en otro idioma, las siluetas de unos molinos, objetos simples y sin valor o territorios que le murmuran algo incomprensible al oído.


En las primeras líneas, Austerlitz está sentado en un banco de la soberbia estación de Amberes, ciudad a la que yo había decidido ir al día siguiente cuando aún ignoraba los pormenores de aquel relato. Esta primera coincidencia haría que al bajar del tren allí y, a partir de los andenes, intentara mirar desde la perspectiva del personaje cada detalle de aquel espacio monumental y concentrarme, en particular, en el enorme reloj de la primera planta descrito en la obra, en el movimiento de sus agujas firmes y categóricas como espadas, inflexibles en su afán de ir segando con precisión las horas, minuto a minuto, y acortando el futuro ante nuestros ojos.


En esos mismos días viajaría también en tren de Bruselas a París, lo cual iba transformando mis desplazamientos en la imitación involuntaria de lo que ocurría en el libro. Impulsado por el hechizo de la buena literatura, y ahora sí con más intención de mi parte, acabaría recorriendo todos los rincones de la Gare D’Austerlitz mencionados en la novela y, con una curiosidad algo insana, me introduciría en el Jardín Des Plantes o daría vueltas por Place D’Italie, yendo y viniendo por los bulevares que se abren como una “etoile”, donde el personaje creía poder encontrar a su padre.


Pocos meses después, ya leído el libro, aunque con algunas preguntas pendientes, me pasaría parte de una tarde lluviosa en la estación de Liverpool Street, en Londres, la estación a donde Austerlitz había llegado y cuyo recuerdo seguía siendo vago para él. Para matizar la larga espera de mi tren, salí a tomar aire. En una de sus entradas, precisamente por la calle Liverpool, me daría de bruces con una suerte de revelación o hallazgo inesperado: un conjunto de esculturas en bronce llamado “the arrival” con pequeños al lado de sus maletas y una mujer acompañándolos, rinde homenaje a aquella heroica operación de rescate llamada “Kindertransport”, que salvó a unos 10 mil niños, sobre todo judíos, de la persecución nazi en 1938 y 1939 en varios países de Europa. La mayoría no volvería a ver a sus padres. Uno de ellos había sido Austerlitz. Incrédulo del azar, y como en un juego, elegiría entre el grupo a quien podría parecérsele, y me incliné por el que eleva su mirada hacia el cielo, en dirección a los altos edificios de la City, el distrito financiero. Un íntimo regocijo me estremeció entonces y no pude contener una sonrisa de complacencia, como si por fin pudiera cerrar el círculo con la información que al propio Austerlitz le había llevado muchos años encontrar.


Tony Judt murió en 2010, a los 62 años. En las últimas páginas de su autobiografía, conocedor de su propio crepúsculo, admitía que nada le causaba más desazón que la conciencia de que no podría subir a un tren otra vez y repetir sus aventuras ferroviarias o deleitarse con las más emblemáticas estaciones, a las que llamó “catedrales victorianas”. Como en todas las enfermedades terminales -lamentaba- se debe aceptar con amarga resignación que “algunas cosas nunca más volverán a pasar”.


Artículo publicado en © LA GACETA


                                                       

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El don de la conversación



IRENE VALLEJO (Filóloga y escritora, premio Nacional de Ensayo de 2020 por su libro El infinito en un junco).


https://lectura.kioskoymas.com/article/281672555281709


Era una promesa tentadora. La utopía del tercer milenio presagiaba la comunicación sin límites. Con la superación de antiguos tabúes, la aparición de los teléfonos inteligentes y la exuberancia de amistades en redes sociales, el futuro auguraba un desconocido esplendor de conversaciones y conexiones. Y, sin embargo, hoy nos descubrimos atrincherados mentalmente y más solitarios que nunca. Aunque compartimos una honda sed de atención y escucha, hacemos oídos sordos y nos hablamos con hostilidad o indiferencia. En todas partes aflora una queja recurrente: la falta de consideración. Unas pocas personas reciben todo el reconocimiento, mientras una inmensa mayoría se siente desatendida, acallada y aislada.


Buena parte de las conversaciones cotidianas son distraídas y rutinarias. Se arrojan palabras al vacío para llenar el tiempo y conjurar la incomodidad. Nos educan para temer el silencio como algo hostil, pero lo esquivamos con torpeza. Seríamos personas distintas si los encuentros que decidieron el rumbo de nuestra vida hubieran sido menos mudos y superficiales, si de verdad hubiéramos intercambiado pensamientos. Quizás este mundo hechizado por la exuberancia de información empieza a añorar el placer —y el poder— de la conversación. Como dijo Luis Buñuel: “Yo adoro la soledad a cambio de que un amigo venga a hablarme de ella”.


En su Historia íntima de la humanidad, Theodore Zeldin recuerda dos momentos decisivos en la crónica de los hallazgos parlantes de nuestra especie. La primera de esas etapas estelares tuvo lugar cuando la filosofía griega descubrió el diálogo. Hasta entonces, el modelo de aprendizaje era el monólogo: el hombre sabio o el dios hablaban, y los demás escuchaban. Los tempranos filósofos helenos proclamaron que los individuos no podían ser inteligentes por separado, sino que necesitaban el acicate de otras mentes. Sócrates fue el primero en sostener audazmente que dos personas pueden aprender interrogándose mutuamente y examinando las ideas heredadas hasta detectar sus fallos, sin atacarse ni insultarse. Sócrates admitía con humor que, siendo extraordinariamente feo, luchó por demostrar que todo el mundo puede resultar hermoso por su forma de hablar.


Aquel caudal desembocó en Roma. Cicerón, líder político y pensador, heredó la misma fascinación por las palabras entretejidas en común. Afirmó que “quien entabla una conversación no debe impedir entrar a los demás, como si fuera una propiedad particular suya; debe pensar que, como en todo lo demás, también en la conversación general es justo que haya turnos”. Sus escritos no eran ensayos concluyentes, sino diálogos a varias voces en los cuales él desempeñaba solo un pequeño papel y que terminaban sin un claro vencedor. Cicerón, gran conocedor de los entresijos del poder y a la vez enamorado de la filosofía, se adiestraba en el debate de ideas, que nos ayuda a encontrar archipiélagos de concordancia entre los océanos del desacuerdo.


Tras los hallazgos antiguos, el Renacimiento alumbró un nuevo escenario de pasión parlante, protagonizado ahora por mujeres. En los círculos intelectuales, las damas se cansaron de la conducta tosca y ostentosa de los cortesanos, que se pavoneaban como gallos de pelea. El movimiento brotó en las principales ciudades italianas, se extendió por Francia e Inglaterra, y finalmente por el resto de Europa y América. Frente a la arrogancia, nacía otro ideal: cortesía, delicadeza, tacto y cultura. El modelo más imitado fue el de Madame de Rambouillet, que inventó a principios del siglo XVII la orquesta de cámara de la conversación. Enseñó a sus contemporáneos a filtrar sus ideas a través de mentes ajenas. Sus reuniones dieron vida a epigramas, versos, máximas, retratos, panegíricos, música y juegos. 


Sobre todo, derribaron el modelo de debate orientado a aplastar a los demás: acordaron que la seriedad sería liviana, que la razón escucharía a la emoción, que practicarían la cortesía sin asfixiar la sinceridad. Aunque ese baremo del gusto y el refinamiento fue privilegio de círculos aristócratas, aquellos salones —casi siempre liderados por sabias anfitrionas— dieron cobijo a las ideas ilustradas. En ocasiones, el diálogo se volvió vanidoso y pedante, encantado de su propio lustre, hasta derivar en manierismos impostados, pero aquella costumbre dejó un valioso legado: la cultura de la conversación. Según la ensayista Benedetta Craveri, lo extraordinario de aquellas charlas de salón fue que aspiraban a la claridad, la mesura, la elegancia, y el respeto por el amor propio ajeno.


Estas sendas humanistas ofrecen rutas para los retos de hoy. Aún debemos aprender el arte de hablarnos con respeto, incluso entre desconocidos, conscientes del impacto de nuestras palabras sobre el equilibrio, a veces frágil, del ánimo de los demás. En el siglo pasado, filósofos como Martin Buber o Emmanuel Levinas pensaron que, en esencia, somos seres de encuentros: el yo emerge del diálogo con un tú, el otro, el diferente. La conversación real entre dos personas que se escuchan es la mejor herramienta para derribar barreras en un mundo tan desigual como enfrentado, donde la ausencia de comunicación se está convirtiendo en un gran problema sumergido en el silencio. El aislamiento prolongado daña la salud y, si perdura en el tiempo, el sufrimiento de no poder hablar libremente, sin máscaras ni miedo a la incomprensión, puede derivar en estados de angustia. Un número creciente de jóvenes empieza a confesar que sufren soledad no deseada, cuando solía ser la franja de edad menos amenazada. Se extiende la sensación de distancia, de frustración, presión y falta de calidez en los encuentros con otras personas. De ver pasar los días y la vida desde una prisión de cristal o tras la trinchera de una pantalla, donde nadie puede llegar hasta ti. Una clave esencial para entender los estallidos y los aullidos de nuestro tiempo es esa ira que se puede mitigar con escucha o, al contrario, azuzar en una espiral de agresividad.


Toda auténtica colaboración precisa conversación, esos diálogos donde, mientras jugamos —sin juzgarnos— con las ideas, forjamos alianzas. La acción colectiva gana fuerza cuando somos capaces de verbalizar nuestras debilidades y complejidades. Sin miedo, asumiendo el peligro, ya que al escuchar corremos el riesgo de que nos convenzan. De hecho, “conversar” proviene del latín versare, “girar”. Se refiere a convivir, converger, pero también cambiar, darse la vuelta en compañía. De alguna forma, con-versar es una actividad de calado político y poético —tejer versos con otras personas—. En lugar de trenzar palabras vivas, nos agazapamos tras nuestras caras pantallas para no hablar cara a cara. Los teléfonos nos silencian más a menudo que nosotros a ellos. Mientras nuestros dedos escriben hipnotizados a un rostro lejano, no miramos a quienes nos rodean: estamos desperdiciando experiencias, protagonizando huidas fallidas. El inconveniente de esta edad de oro de la comunicación y la información es que todavía no hemos aprendido a hablarnos. Humanizamos y amamos a nuestros aparatos, mientras somos cada vez más maquinales con otras personas. El error fue creer que la tecnología nos enseñaría a conversar. Para el algoritmo, una persona queda reducida tan solo a un mero “cliente”, “seguidor” o “usuario”. Cuando la red digital nos atrapa en nichos de mercado, y el griterío político nos enclaustra en bandos enfrentados, la antigua invitación al diálogo mantiene viva la esperanza de abrir jaulas, serenar estridencias y construir encuentros. Tal vez más que nunca, de la conversación depende la conservación de la comunidad.

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