Estados Unidos. Atentado a Trump y la violencia armada

Cuando el polvorín no es solo una metáfora


AMANDA MARS


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                                       Donald Trump, el sábado tras el atentado.


La violencia que ha pespunteado la historia política de Estados Unidos contrasta con el orgullo de un pueblo que lleva más de dos siglos cambiando de jefes de Gobierno en procesos pacíficos, sin guerras o golpes de Estado. “Héroes y filósofos, hombres valientes y viles, desde Roma y Atenas han intentando que este particular traspaso de poder funcione de forma efectiva; ningún pueblo lo ha hecho con más éxito, o durante más tiempo, que los estadounidenses”, escribió el periodista Theodore White en The making of a president, una fabulosa crónica sobre las elecciones de 1960, que ganó John F. Kennedy, asesinado tres años después.


En enero de 2016, en un mitin de las primarias, en Iowa, Donald Trump espetó que podría plantarse en medio de la Quinta Avenida de Nueva York, disparar a alguien y, aun así, no perder votos. Aquella fanfarronada se recordaría durante años. Cuando lo dijo, en medio de una campaña ya notablemente crispada, muchos periodistas comentaban que parecía más probable lo contrario. En un país plagado de armas en manos privadas (unas 120 por cada 100 ciudadanos), propenso a alumbrar a lobos solitarios y con una larga historia de atentados a líderes políticos, el polvorín de la política genera unos temores muy específicos.


El de un atentado como el sufrido por Trump siempre estuvo ahí y no se puede decir que la violencia no hubiera asomado hasta ahora. La mañana del 14 de junio de 2017, con el magnate neoyorquino apenas seis meses en el poder, James T. Hodgkinson, de 66 años, se presentó en un campo de béisbol de Alexandría (Virginia) donde había unos congresistas republicanos entrenando y se lio a tiros contra ellos, dejando cinco heridos antes de morir abatido. Recuerdo, apenas una hora después de los hechos, el ambiente que se respiraba en aquella ciudad aburridota y amable, a 20 minutos de Washington. Nadie parecía demasiado sorprendido por nada.


En el asalto al Capitolio de enero de 2021 se evitó un baño de sangre gracias a la cabeza fría de un cuerpo policial que fue muy criticado por la falta de planificación, pero que minimizó el número de bajas. Había sido una campaña cruenta. Unos meses antes, en octubre, el FBI había detenido a 13 hombres acusados de terrorismo y, seis de ellos, de querer raptar a la gobernadora de Míchigan, la demócrata Gretchen Whitmer, por sus políticas contra la covid. El cabecilla, Adam Fox, trabajaba en una tienda de aspiradoras cuyo sótano había servido de base de operaciones. Estuve allí dos días después. El dueño, Brian Titus, conocía a Fox desde niño y le había dejado vivir un tiempo en la tienda, pero empezó a sospechar que algo no iba bien. “Empezó a comprar demasiadas armas, llegaban aquí, y le dije que prefería que se mudara. Tener armas es legal, pertenecer a una milicia, también; lo que ellos querían hacer, eso no es legal”, me dijo.


De momento se desconocen las motivaciones de Thomas Matthew Crooks, el sospechoso del atentado. Tenía 20 años y estaba registrado como votante republicano, aunque había hecho una donación a un comité del espectro progresista, y, lo más determinante de todo, tenía acceso al rifle más utilizado de las matanzas en Estados Unidos: un AR-15.


El ataque a Trump tiene lugar en un momento en que el riesgo de guerra civil se ha convertido en material de debate intelectual, en el que la polarización geográfica (por la cual los seguidores de un partido tienden a concentrarse en las mismas zonas) ha llegado a sus máximas cotas en más de 150 años y en el que la población sigue armada hasta los dientes. En EE UU, si uno habla de polvorín en la política, puede no hacerlo de forma metafórica.

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