"Sobre la mentira". Dos artículos

El tema de la mentira está siempre presente en las preocupaciones del individuo y de la sociedad en su conjunto. 

Comparto  dos artículos que pueden servir para reflexión y debate sobre estos asuntos. El primero es un enfoque más general y el segundo hace referencia a la mentira en la política.


I)

 ¿PUEDE SER MÁS ÉTICO MENTIR QUE DECIR LA VERDAD?

 

A primera vista, la moral de mentir está clara. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando se siente que la mentira aporta un bien mayor? Es ahí cuando empiezan los dilemas y se busca lo relativo. 

 

Artículo David Lorenzo Cardiel

    (Filósofo, escritor y crítico literario)

    (Artículo publicado en Ethic)

 

Dos marionetas, un escenario y varios bebés de ambos sexos que atienden sus movimientos. Uno de los personajes le asesta un golpe al otro. Terminada la función, las marionetas ofrecen galletas a sus particulares espectadores. Y una y otra vez se repite el resultado. Aunque cambien de colores, de atuendos y de relato, los bebés prefieren por unanimidad escoger las galletas que les ofrece la marioneta que actúa bien, a pesar de que la cantidad es menor que la que podrían recibir de la otra.

 

Este estudio, realizado en el año 2011 y repetido con semejantes resultados en siguientes trabajos científicos, reveló que parece existir una tendencia innata para distinguir el bien del mal. La ética, aunque quede enmarcada en el contexto de una cultura, es, realmente, universal: lo preferible y lo detestable existen al margen de precisiones subjetivas, como por otra parte ya había sido demostrado desde el pensamiento filosófico.

Una de nuestras infamias cotidianas es mentir. Mentimos por interés, pero también por vergüenza, por una mala gestión de nuestros actos y sentimientos ante determinadas situaciones o, entre otras muchas inclinaciones psicológicas hacia esa actitud, por bondad. ¿Puede llegar a ser el ejercicio de la mentira un deber ético? ¿Puede ser más ético engañar que ser franco con nuestros semejantes?

 

No solo ante la interacción humana, sino que, en su origen, en nuestros propios pensamientos enseguida aprendemos a desarrollar el arte de decir la verdad y de evadirnos de ella. Cuando un suceso o estado real nos es reconfortante intentamos ser objetivos: desatacamos los detalles que nos enorgullecen, revisamos la secuencia de los acontecimientos, nos deleitamos del resultado definitivo. Sucede todo lo contrario ante aquellas circunstancias que nos resultan desagradables o que atentan contra nuestros intereses con los demás, como la imagen que éstos puedan tener de nosotros, por ejemplo. Así que convertimos nuestros recuerdos en un relato bastante distorsionado. 

 

Cada vez que esto sucede ejercitamos el mecanismo mental para construir mentiras.

A mentir aprendemos, por tanto, justo después de saber decir la verdad. El contacto con los demás, o sea, con sus intenciones, forma de entender el mundo y distinta personalidad nos conduce a enriquecer ambas dimensiones del discurso y del saber pensar. La franqueza y la falsedad pueden tener múltiples grados: desde los niveles más abyectos y burdos hasta el refinamiento dialéctico y narrativo más delicado y elegante. Por supuesto, la elevación de estas dos posturas éticas depende de la naturaleza de cada cual y de su esfuerzo por desarrollar ambas vises.

 

A casi nadie se le escapa que mentir posee unas frecuentes implicaciones negativas, y no solo para quienes se dirige el engaño. El mentiroso siempre acaba perjudicado por el ardid. El mejor reflejo de esta verdad se vislumbra en el refranero popular que advierte aquello de que «la mentira tiene las garras muy cortas». En efecto, para mentir, primero, debemos ser actores de nuestro propio engaño, y para eso necesitamos construir un papel, decidir cómo va a ser el relato que queramos hacer pasar por el original, el real y veraz. Este proceso nos obliga a convencernos a nosotros mismos de que nuestra invención es real a pesar de que sabemos muy bien que la verdad es muy diferente a lo que nos estamos contando a nosotros mismos, salvo que perdamos el juicio como el bueno de Don Quijote de tanto leer novelas de caballerías. El buen mentiroso no es, por tanto, un buen actor, sino un magnífico crédulo de su propia inventiva.

 

Preferimos disfrutar de la ficción que indagar si lo que nos cuentan es cierto, de la misma manera que no hacemos asco a un buen dulce

 

En cuanto al éxito de una mentira depende, además de la verosimilitud del relato, de la calidad con la que sea planteado y de la experiencia comunicativa que genere en el espectador. Porque, en efecto, rara vez reflexionamos con una profundidad cual que nos permita analizar cada detalle de lo que nos cuentan. Menos aún desconfiamos de cuanto que creemos que percibimos. Y si personas de nuestra confianza asumen la trola, las posibilidades de que también nosotros la aceptemos como interpretación de la realidad aumentan muy considerablemente. En resumen, una buena mentira hace daño mientras deleita. Preferimos disfrutar de la ficción que indagar si lo que nos cuentan es cierto, de la misma manera que no hacemos asco a un buen dulce antes que limitarnos a comer una pieza de fruta.

 

La mentira contamina el sentido de la realidad al mentiroso y a quienes es dirigida, limita las capacidades para actuar y solucionar problemas, puede generar abundante dolor tanto en el nivel físico como en el emocional y el mental. Otra cosa es que este daño quede asumido por la rentabilidad que aspire a llegar a extraer el deshonesto de su falsedad, aunque el resultado de estos particulares cálculos sean bastante cuestionables desde una perspectiva analítica que aspire a la certera objetividad. Ahora bien, ¿mentir es siempre un acto perverso? A este dilema ético nos enfrentamos, de nuevo, desde que somos muy pequeñosEs en la niñez cuando descubrimos los posibles beneficios de la mentira, como señaló un estudio realizado por el Instituto de Estudios sobre el Niño de la Universidad de Toronto.

 

El dilema de la mentira blanca

 

Sin embargo, junto con la utilidad del arte de mentir pronto surge un dilema ético más profundo: ¿qué hacer cuando el engaño tiene utilidades positivas y «preferibles» a las que podría provocar decir la verdad? Son las llamadas «mentiras blancas», una particularidad de la singularidad ética del «mal menor». La situación es sencilla: existen unas circunstancias en las que, al analizar todas las posibilidades, se descubre que idear un engaño genera más beneficios hacia quienes va dirigido que asumir una realidad que, desnuda, podría causar grandes daños. Es el caso de enfermedades terminales donde el paciente puede sufrir gran angustia ante su terrible pronóstico. En las parejas, ante asuntos obviados, infidelidades e ocasiones en las que pueden existir enfrentamientos. O cuando sufrimos un trauma, para permitirnos continuar con renovada ilusión, convenciéndonos de que algo grave que ha sucedido no ha sido tan importante, por poner algunos ejemplos entre miles posibles.

El problema es que todas estas estratagemas acaban por enfrentarse con la realidad. La verdad, como reconocimiento conciso y objetivo de la naturaleza de las cosas que existen, es ineludible. Más allá de que las mentiras se descubran o no como tales, es el devenir de los acontecimientos que sí existen y son consecuencia los unos de los otros los que acaban por revelarse. Al obrar conforme una visión desfasada de los hechos que existen se producen disonancias que invitan o bien a reconsiderar su postura al mentiroso o bien a revisar la narración que hemos asumido como cierta y que no lo es.

 

La verdad, como reconocimiento conciso y objetivo de la naturaleza de las cosas que existen, es ineludible

 

Aprender a aceptar las cualidades de nuestros semejantes, a encajar los acontecimientos y a actuar en consecuencia es indispensable para aspirar a lo que el filósofo alemán Arthur Schopenhauer denominó «eudemonología», o la ciencia de aspirar a conservar un espíritu feliz. Si bien la filosofía debe ocuparse de la felicidad política (o sea, de la que afecta al conjunto, de las condiciones que permitan a los ciudadanos desarrollar su propia felicidad individual), esta es imposible sin atender al estudio de aquellos elementos de la condición humana que intervienen en la génesis de la felicidad. La psicología moderna acepta las observaciones de filósofos, científicos y diletantes desde la antigüedad: profundizar en una ética, construir un sistema de valores (propio y social) y practicar el bien ayuda a mantener la mente y el cuerpo sanos.

 

No se trata, en consecuencia, de un gesto estratégico, porque de hacerse mediante esta mira implicaría un fin egoísta y, por tanto, la imposibilidad de alcanzar un beneficio personal y común significativos, hundiendo el modelo. La práctica del bien ha de realizarse desde un estado superior del pensamiento humano como es una conciencia superior a la asumida por contexto social y cultural de que realizar ese bien es el camino correcto. Bajo esta perspectiva, la mentira blanca o piadosa resulta un obstáculo, ya que si bien nos auxilia a corto plazo nos impone una pesada carga para nuestro desarrollo perceptivo en tiempos algo más generosos.

 

¿Hasta dónde se reduce el valor de la mentira piadosa? Como la situación de mal menor sigue motivando esta clase de mentira «beneficiosa», su límite queda reducido a aquellas situaciones extremas en las que sirva para aliviar un sufrimiento inevitable previo a un resultado devastador. En el resto de los casos, decir la verdad, con tacto y con inteligencia, por dolorosa que resulte, siempre acaba por ser la opción más justa y favorecedora para quien la reciba. De igual manera que un antiséptico puede llegar a escocer en la herida, pero, a la larga, será clave para su curación.

 

                                                             ***

 

II)


Mentiras en la política

 

Silvia Hinojosa. La Vanguardia 

 

Algunos políticos mienten, a veces; lo hacen para eludir responsabilidades, apuntarse un éxito que no es suyo... y muchas otras cosas

 

¿Mienten los políticos? La desafección hacia la clase política se ha forjado en parte en la creencia de que todos ellos mienten y además con impunidad. Los sondeos recogen desde hace años un nivel alto de desconfianza hacia la política en España que apunta en ese sentido. Pero hay políticos sinceros y farsantes en un porcentaje similar al resto de los ciudadanos, aunque las consecuencias de sus mentiras son mucho mayores. También sus recursos para mentir o, como en los buenos trucos de magia, presentar la realidad de forma distinta a como es. ¿Es eso una mentira? En todo caso, no siempre es voluntaria. La distracción es también una técnica de los políticos para que el ciudadano desvíe la atención de lo importante y se fije en un punto de interés alternativo que no compromete el truco. Si sale bien, los suyos le aplauden.

 

“No mienten todos los políticos. Los hay que mienten algo y a veces, y otros intentan mucho no mentir. Los que más mienten son los corruptos para intentar tapar sus actos, es evidente y explica un determinado tipo de mentira –apunta el sociólogo y politólogo Robert Fishman, profesor de ambas materias en la Universidad Carlos III de Madrid–. Pero, en términos generales, los políticos españoles se distinguen más por el intento de excluir a otros actores de la esfera de la legitimidad que por mentir. Me preocupa más esa tendencia a excluir, aunque obviamente se miente”.

 

Fishman, que fue profesor de Ciencia Política en la Universidad de Harvard y de Sociología en la de Notre Dame, ambas en Estados Unidos, conoce bien la realidad de España, donde vive desde hace años a caballo entre Barcelona y Madrid. Muy crítico con la particular relación de Donald Trump con la verdad, constata que “es una presidencia que miente de forma clara y reiterada” y lamenta que una parte de los estadounidenses lo acepte, “aunque muchos piensen que el nivel de exigencia allí es alto”.

 

“Aquí en España también hay mentiras obvias –añade–. Mucha gente piensa que el Gobierno se formó gracias a los votos de los independentistas porque la oposición ha intentado convencer de ello a la opinión pública, pero unas formaciones independentistas se abstuvieran y otras votaron en contra”.

 

Los efectos de la mentira en política suelen tener consecuencias en la vida de los ciudadanos y es un factor que influye en el rechazo hacia ese comportamiento, que tiene una dimensión pública. Pero no está claro que a los políticos se les censure por mentir en la misma medida que se hace en el ámbito privado.

 

“No hay diferencias entre la mentira social y la política. La mentira siempre persigue encubrir algo que está mal o hacer ver que has hecho algo mejor de lo que es –asegura el politólogo Oriol Bartomeus, profesor de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona–. La diferencia entre una y otra es a cuánta gente mientes. Y también que se considera que en política la mentira es consustancial. Lo vemos en las encuestas, la gente cree que los políticos mienten y en eso tienen ellos una ventaja, que es que de entrada no sorprende”.

 

Los políticos mienten para eludir responsabilidades o para apuntarse algún tanto que no les corresponde. También para facilitar negociaciones y para conseguir apoyo social. “La política va de ganar el poder y mantenerlo, ya lo dijo Maquiavelo –añade Bartomeus–. Así funciona. El problema con la mentira de los políticos es que en el fondo nos molesta que nos tomen por tontos. Y últimamente se lo toleramos menos. Antes el político era una persona respetada, ahora a las autoridades en general se les reconoce menos una estatura moral”. Respecto al castigo social a la mentira, marca una distinción: “Se lo toleramos en función del ambiente. Cuando las cosas van bien, somos más tolerantes, cuando van mal, tenemos menos manga ancha”, sostiene.

 

Algunos dirigentes se aprovechan de la ignorancia política de una parte de la población para disfrazar sus opiniones y proyectos sobre determinados temas sensibles. “Hay formas de hablar que acaban matizando o manipulando tanto la verdad –apunta Robert Fishman– que el efecto puede ser parecido a la mentira, aunque el político no sea consciente, pero hace una selección de los elementos de la verdad de forma tan interesada que el impacto es parecido a la mentira. A veces mienten con desfachatez, se da entre políticos y entre personas, pero no creo que sea la mayoría”.

 

Ahí entran en juego los mecanismos de control de que dispone la esfera pública. Entre ellos, la prensa, un instrumento básico de la democracia para que los ciudadanos puedan acceder a la información y no dependan solo de lo que les cuentan los políticos. “Tiene que haber diferentes fuentes para que la gente pueda contrastar. La principal es la prensa, pero también los comentarios públicos de otros actores de la esfera pública, y las redes de contacto entre personas, como conversaciones privadas, las organizaciones cívicas o las redes sociales –subraya Fishman–. Por otra parte, nos quejamos más de las mentiras de los políticos que de las que se producen en el ámbito privado, pero no quiere decir que en su magnitud o su ética sean peores unas que otras”.

 

La gran diferencia está en el altavoz de las mentiras políticas y en su potencial creador o destructivo. “El criterio de lo que es verdad o mentira ha cambiado, la frontera es difusa –señala Bartomeus–. Utilizamos ambos conceptos como arma arrojadiza sin acabar de saber si lo que vemos es cierto, pero nos sirve para defender una posición ideológica”.

 

La polarización de la política se traslada a la población, y se atribuye la verdad en función de la ideología. En las redes sociales, la opinión se expresa muchas veces sin matices y se difunde con una falta de sentido crítico que en cambio sí se da en las relaciones personales. “La gente no se cree a nadie, pero a la vez tiene necesidad de confiar, de reconfortarse con alguna verdad. También vivimos en la sociedad del grito, nos creemos al que grita más, tiene más repercusión”, subraya Bartomeus.

 

La pérdida del matiz es un drama de la sociedad actual. Y la política está a veces detrás de algunas ideas manifiestamente falsas que se acaban instalando en la opinión pública. “El debate público debería basarse en el respeto, escuchar al otro y aceptar su legitimidad advierte Fishman, para que los ciudadanos puedan decidir a partir de diferencias verdaderas entre unos y otros y no inventadas o manipuladas.

(Artículo publicado en junio de 2020 en La Vanguardia)

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