I)Edadismo y "boomer" II) Conociendo a J. Habermas y III) Art. M.Molina

I)


El artículo transcripto abajo se publicó en Letras Libres y aborda una temática de gran actualidad. Todavía minoritaria pero en crecimiento, se está implantando en nuestra sociedad sobre todo en sectores de la juventud, un concepto peligroso y reaccionario que debe ser rechazado como es es el edadismo.



Okey, boomer

 

La vejez es una etapa inevitable de una vida larga. Aun así, el edadismo, una suma de prejuicios hacia los viejos, hermana a personas de diversas clases sociales y posiciones políticas.

 

Por Gisela Kozak Rovero. Letras Libres

 

El Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores de México (Inapam) indica que la vejez comienza a los 60 años, edad en la que es posible inscribirse a dicho instituto y disfrutar de sus beneficios, con independencia de que el o la adulta mayor sea Madonna, nacida en 1959, o una mujer anónima que vende caramelos en la Avenida Reforma, Ciudad de México. A los sesenta años, incluso antes, se entra en el pantano de la indiferenciación: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en la presidencia de la república y en el carrito de venta callejera de camotes, la vejez es una etapa de la vida que se extiende como una llanura reseca hasta la muerte. Se olvida que, como en cualquier edad, las diferencias sociales, políticas, educativas y culturales pesan.

 

Tal olvido encubre el rechazo a la vejez, prejuicio que hermana a hombres y mujeres de diversas clases sociales, a la izquierda y la derecha, a feministas y antifeministas, a la población LGBTQ y su contraparte fóbica.

Llama la atención que en el debate entre feministas y el activismo “trans”, el adjetivo “boomer” –referido a personas nacidas entre 1945 y 1964, a quienes empiezan a sumarse los nacidos en los tempranos setenta– funciona cual arma arrojadiza, como si todos los boomers, entre quienes se encuentran activistas clave para nuestros derechos civiles, tuviesen las mismas ideas conservadoras y todas las generaciones subsiguientes fueran progresistas y libertarias. 

 

La Real Academia de la Lengua Española aceptó la palabra edadismo para calificar este generalizado prejuicio, al que se refieren tres textos de enorme interés: Un instante eterno: filosofía de la longevidad (2021), de Pascal Bruckner; La viajera de noche, de Laura Adler (2022); y Envejecer con sentido. Conversación sobre el amor, las arrugas y otros pesares (2018), de Martha Nussbaum y Saul Levmore.

 

Bruckner escribe un manifiesto, un documento de desafío y exigencia. Recuerda que, hasta bien entrado el siglo XX, la madurez era la meta por alcanzar, y no la prolongación de la adolescencia y la veintena temprana. Un sector de los mayores de cincuenta años del siglo XXI –en particular, pero no exclusivamente, los provenientes de los sectores medios y más acomodados– tienen por delante treinta o más años de vida, cuentan con una vasta experiencia profesional y se mantienen en buena forma. Bruckner propone vivir a fondo estos años y entregarse a las pasiones del afecto, del erotismo y del intelecto sin dejarse someter por los mandatos ajenos. Insiste en los inconvenientes de la jubilación sin negar su importancia: un amplio sector ocioso de mayores de 60 años es una catástrofe, el desperdicio de una enorme reserva de energía y talento que bien podría servir a la sociedad, en lugar de considerarse una competencia para las generaciones posteriores.

De acuerdo con el pensador francés, la modernidad es una revuelta contra la fatalidad, una rebelión en contra de la idea de que el destino está escrito. Una vida plena no es una cumbre que se alcanza antes de los cincuenta años para luego dormirse en los laureles, sino una sucesión de desafíos y derrotas que retan nuestra voluntad de continuar en el mundo hasta que nos alcanza la muerte. Por esta razón, no es lo mismo una vida plena que una vida exitosa, afirma Bruckner; la noción misma de éxito es problemática porque alude a un estado deseable que una vez alcanzado debe ser visto como el cierre de la aventura individual.

 

Laura Adler, francesa como Bruckner, se interroga sobre el momento justo del comienzo de la vejez. ¿Cuándo empieza exactamente? ¿A la edad que indica el Inapam, 60 años? ¿Con las dificultades para reproducirse, distintas en el hombre que en la mujer? ¿En el momento en que el espejo nos devuelve arrugas y canas que no existían? ¿A los cuarenta años, según tantos empleadores? 

Adler nos recuerda que en El tiempo recobrado, parte del ciclo de novelas En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, el narrador pulsa el tiempo íntimo de la vejez, las huellas de los años en los demás que reflejan las nuestras. También cita a Thérèse Leclerc, fundadora de residencias para mujeres en Francia, quien en la edad madura asumió su destino de lesbiana y feminista. Para Leclerc las viejas son la vanguardia ilustrada que deja el mundo pasado atrás y prefigura el futuro.

 

Adler explora las concepciones sobre la vejez de otras sociedades. La bailarina Germaine Acogny, de origen senegalés, no se retiró de su profesión porque en su país de nacimiento las mujeres bailan hasta la muerte. La vejez, según La viajera de noche, es un arte de vivir, lo cual suena muy bien, pero: ¿qué hacemos con los prejuicios sociales al respecto? ¿Con la creencia de que la juventud significa por sí misma innovación, superior perspectiva ética y talento? 

El edadismo oscurece el entendimiento: el culto a la juventud significa olvidar que seremos viejos. De este modo, quien contrata a un o una joven por prejuicios en detrimento de otras candidaturas mejores pero de mayor edad, olvida que será viejo o vieja algún día. Y no parece muy factible que la seguridad social sufrague veinte o más años de vida sin trabajar, como alguna vez se creyó en el antiguo Estado de Bienestar.

 

La discriminación por edad forma parte de la misma familia del racismo, el clasismo, la condena a la población LGBTQ, la xenofobia, el machismo y la exclusión por razones de discapacidad. Para Adler, el edadismo viola derechos humanos fundamentales y es imprescindible luchar por una sociedad en la que la edad no signifique un inconveniente laboral y una descalificación social e, incluso, política, como si gobernar a un país no requiriese de experiencia. Insiste en un punto clave respecto al final de la existencia: el trato hacia el grupo de personas entre los mayores de ochenta o noventa años que sufren de enfermedades graves tiene que cambiar. La pasada pandemia reveló que solo una minoría rica puede considerarse bien tratada por las instituciones especializadas.

 

Envejecer con sentido. Conversaciones sobre el amor, las arrugas y otros pesares, de los estadounidenses Martha Nussbaum y Saul Levmore, combina el abordaje filosófico de la primera con el económico y jurídico del segundo. El libro se inspira en De senectute (Del envejecimiento), del romano Cicerón, escrito en el año 45 a.C. Me detendré en el pensamiento de Nussbaum, quien exhorta a abandonar las generalizaciones sobre esta etapa de la vida, ajenas al conocimiento e instrumentos de subordinación. La debilidad física, la anemia intelectual y el conservadurismo atribuidos a los mayores es fruto de la más pura ignorancia, como lo demuestran las aportaciones de personas de estas edades en diferentes terrenos públicos y privados. Con Cicerón y Catón, Nussbaum afirma que todos los placeres son posibles, los de la carne incluidos, así no ya no se cuente con el cuerpo de la juventud.

 

Nussbaum, siempre interesada en la psicología evolutiva, señala que la repugnancia hacia la vejez, entrevista incluso en niños muy pequeños, obedece, posiblemente, al mandato biológico de la reproducción, lo que explica la situación específica de la mujer madura en cuanto a su vida sexual y afectiva, antes señalada. Pero la especie humana obedece también a impulsos de afecto, preservación de la vida y seguridad: a menos que se muera joven, escenario generalmente indeseado, el trato a los mayores de cincuenta años en el presente define un escenario posible y probable del futuro que espera a cada uno. Los mayores de cincuenta años deberíamos estar en la primera línea de la lucha contra la discriminación y los más jóvenes tienen que pensárselo mejor: les va a tocar a menos que fallezcan tempranamente.

¿Quién quiere morirse cuando no le toca en una época como esta, tan inclinada a la necedad, pero tan rematadamente interesante?

 

Gisela Kozak Rovero

Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


                                                             ***


II) Conociendo al filósofo J. Habermas

 

Pinchar el enlace siguiente para conocer a Habermas, filósofo destacado de nuestro tiempo.


https://www.arte.tv/es/videos/098622-000-A/juergen-habermas/


Recomiendo la lectura de este artículo publicado en el periódico El País por Antonio Muñoz Molina.



III)


Siempre lo supieron

 

Antonio Muñoz Molina. El País

 

La legitimidad del capitalismo se basa en la doctrina de que el enriquecimiento de las empresas favorece el bienestar general. Esa lógica se quiebra con el espectáculo obsceno de una prosperidad alimentada de la pobreza y la muerte 

 

                                                 FRAN PULIDO 

 

En el plazo de poco más de una semana hemos sabido que los últimos ocho años han sido los más cálidos desde que existen registros de temperaturas, y también que la compañía petrolífera Exxon Mobil tuvo antes que nadie la información científica suficiente para prever ese calentamiento y para determinar su causa. En 1980, nadie hablaba todavía de cambio climático. Había incluso predicciones sobre la inminencia de un nuevo período glacial. Pero fue entonces cuando un superpetrolero propiedad de Exxon que cubría el trayecto entre California y el golfo Pérsico fue equipado en secreto y por primera vez con sensores que medirían los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera y en el agua del mar. Año tras año, acaba de saberse ahora, equipos de científicos al servicio de la compañía acumularon datos y crearon modelos matemáticos de una capacidad predictiva tan asombrosa como el cinismo de los ejecutivos que llevan cuatro décadas negando lo que ellos supieron antes que nadie.


Exxon Mobil, igual que las otras petrolíferas que dominan el mundo, han seguido amasando beneficios que nadie puede calcular con el pleno conocimiento de que alimentaban una catástrofe de escala planetaria, y al mismo tiempo, sin el menor escrúpulo, han invertido cantidades colosales de dinero —ínfimas para ellos— no ya en esconder la información que poseían, sino además en negar su evidencia, en sembrar la confusión y la duda, y en comprar a políticos y personajes influyentes y financiar campañas de propaganda y manipulación, saboteando legislaciones protectoras del medio ambiente, desacreditando las energías renovables, alimentando el negacionismo climático o, más sutilmente, la supuesta incertidumbre científica sobre las causas del calentamiento global y hasta su realidad.


En un libro demoledor, Mercaderes de la duda, publicado en España por Capitán Swing, Erik M. Conway y Naomi Oreskes revelan el entramado de astucia y desvergüenza y la enormidad de los recursos invertidos en la construcción de una mentira que se presenta insidiosamente como una muestra de escepticismo y cautela racional, incluso de insobornable rigor científico. Los gobiernos son débiles, las políticas de transformación ambiental son siempre difíciles y pueden ser impopulares, los recursos públicos limitados: el dinero y el poder que acumulan compañías como Exxon Mobil pueden comprarlo y manipularlo todo, y además esconder la evidencia de su propia manipulación. En los años noventa, cuando sus propios informes ya alertaban, con palabras literales, de “un cambio potencialmente catastrófico”, Exxon publicaba anuncios a página entera en el New York Times desmintiendo que hubiera pruebas de la influencia negativa de la quema de combustibles fósiles, y sugiriendo que el calentamiento, en caso de existir, podría tener efectos benéficos.


Los mercaderes de la duda aplicaron un modelo de metódico engaño que había probado su eficacia durante al menos medio siglo, el de las compañías tabaqueras. Fomentar el cáncer de garganta y de pulmón es un negocio tan rentable como envenenar la atmósfera y arruinar la biosfera. Mucho antes que los servicios de salud pública, los empresarios del tabaco habían tenido las pruebas de la letalidad de su mercancía, pero la cuenta de resultados dependía tanto de la del incremento de la adicción y la muerte que valía la pena invertir lo que fuera en ocultar la verdad y en sembrar la confusión y la duda cuando esa ocultación ya no era posible. El vaquero machote que cabalgaba en el anuncio de Marlboro había muerto de cáncer de pulmón por culpa del tabaco, pero aún quedaban expertos venales y lujosos despachos de abogados dispuestos a entorpecer las medidas legales contra el tabaquismo, e incluso almas tenaces cuyo sentido extraviado de la rebeldía les llevaba a vindicar como ejercicio de libertad personal lo que no es ni ha sido nunca más que un cautiverio destructivo.

Ellos siempre son los primeros en saber. Los magnates de las empresas tecnológicas son tan conscientes del daño que pueden hacer sus productos que en las escuelas de élite de Silicon Valley no están permitidas las pantallas. Un exdirectivo de Facebook declaraba hace poco: “No sabemos lo que estamos haciendo a los cerebros de nuestros hijos”. También los dueños de la compañía Purdue Pharma tenían la certeza de que el opiáceo OxyContin era más adictivo que la cocaína y de que cuantas más personas se engancharan a él y más devastadores fueran sus efectos personales y sociales mayores dividendos les regalaría.


No estoy seguro de que las compañías petrolíferas tengan miedo de verse sometidas, como las tabaqueras en Estados Unidos en los años noventa o como los dueños de Purdue Pharma, a demandas judiciales que les cuesten miles de millones. Ganan tanto dinero que hasta la multa más cuantiosa que pueda imponerles un Estado o un tribunal les parecerá risible. No hay poder en el mundo equiparable al suyo. No hay calamidad que no les favorezca ni crisis de la que no salgan fortalecidas. En un tiempo de empobrecimiento para la inmensa mayoría leo en este periódico: “Las refinerías de Repsol multiplicaron por seis su margen de ganancia”. La legitimidad del capitalismo se basa en la doctrina de que el enriquecimiento de las empresas privadas favorece el bienestar general, pero esa lógica se quiebra con el espectáculo obsceno de una prosperidad que se alimenta directamente de la pobreza, de la guerra, de la enfermedad, de la muerte. “Repsol, como el resto de colosos petroleros mundiales, vivió en 2022 un año de vino y rosas”, dice el periódico. “La reciente fase de escasez de gasolina y, sobre todo, de gasóleo en Occidente a raíz de la guerra ha provocado un drástico aumento de los beneficios en las refinerías”. Los Estados no disponen de medios para sostener la sanidad pública. Incluso teniendo contratos dignos de trabajo, muchas personas no pueden costearse el alquiler de una vivienda. Hay niños que llegan a la escuela sin haber desayunado. En los nueve primeros meses del año pasado, sigo leyendo en el periódico, Repsol se anotó un beneficio de 3.200 millones de euros, “un 66% más que en el mismo periodo de 2021″.


Los países más pobres, que son los más azotados ya por el cambio climático y los menos culpables de sus causas, exigen en vano ayudas económicas que serían apenas una fracción de los beneficios que esas compañías siguen acumulando a costa de la aceleración del desastre. Ahora ya sabemos todos lo que descubrieron a principios de los años ochenta los científicos de Exxon Mobil, y lo que sus ejecutivos han hecho tanto esfuerzo por esconder a lo largo de estas cuatro décadas, mientras la curva de sus beneficios dibujaba una trayectoria ascendente paralela a la de la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Estos han sido también los 40 años en que los Estados y las instituciones internacionales se han ido debilitando, sometiéndose a las presiones de fuerzas económicas formidables que han impuesto por todas partes la eliminación de las garantías legales y las regulaciones que en Estados Unidos durante el New Deal y luego en la Europa de posguerra sirvieron para poner límites a la codicia y al abuso de los más poderosos y favorecer un cierto grado de justicia social. También los señores de las finanzas sabían antes de 2008 que la burbuja de especulación que los estaba enriqueciendo era insostenible, y también ellos se arreglaron para ser los únicos que no pagaran las consecuencias de su propio delirio. Millones de personas se quedaron sin casa, pero ningún banquero fue a la cárcel. Solo un masivo impulso progresista en una institución democrática supranacional como la Unión Europea tendría algo de la fuerza necesaria para poner coto a esta gente. Es una pobre esperanza, pero me temo que no hay otra.

 

 

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