Tres artículos de recomendada lectura

A continuación tres artículos que os recomiendo su lectura


I)


Nostalgias de paz y proyectos de guerra

 

El fanatismo nacionalista de Putin responde a un sentimiento popular, arraigado en amplísimas zonas de la población e impulsado por el Kremlin, pero también por la arrogancia e imprudencia de la OTAN

 

  • Juan Luis Cebrián. El País

 

Vosotros no visteis más que el Gulag y no los campos nazis de exterminio, o no visteis más que esos campos y no el Gulag, vosotros no veis más que la agresión rusa bajo el despotismo de Putin e ignoráis la política imperialista de los Estados Unidos; yo no soy uno de vosotros.

Edgar Morin

 

                                                     Eva Vázquez


No cesamos de oír que Europa está más unida que nunca, y sin embargo hay un resurgir de los nacionalismos

Guardo todavía unos gemelos o pasadores para la camisa que me regalara hace un cuarto de siglo Javier Solana, entonces secretario general de la OTAN. Su valor no es sentimental, ni mucho menos material, sino exclusivamente político. En uno de ellos luce, negro sobre blanco, el nombre de la OTAN. En el otro, el de un país que acababa de firmar un Acta Funcional de Relaciones Mutuas, Cooperación y Seguridad con la Alianza Atlántica: la Federación Rusa. Sellaron el documento el presidente estadounidense, Bill Clinton, y el ruso, Boris Yeltsin. Solana fue principal protagonista de aquella negociación, que en cierto modo había comenzado en tiempos de Gorbachov, antes de la disolución de la Unión Soviética. Recordaba yo el evento, que pretendía alumbrar un nuevo orden basado en la paz y la cooperación, al tiempo que escuchaba decir en el Senado a Pedro Sánchez que no sabía qué iba a pasar con la guerra de Ucrania y echaba toda la culpa de nuestros males, desde la inflación hasta la crisis energética, a Putin. Ya en el franquismo los periodistas aprendimos que cuando no supiéramos qué editorializar, para quedar bien bastaba escribir cualquier cosa bajo el título “Rusia es culpable”. Uno cumplía así con sus obligaciones de buen español y experto analista.


Está fuera de toda duda la culpabilidad de Putin en la invasión de Ucrania, un auténtico crimen y, peor aún, un error que no cesaremos de condenar. Pero los gobiernos europeos tienen ante sí la obligación no solo de denunciar, perseguir y castigar a los culpables, sino de esforzarse por resolver el conflicto y trabajar por un alto el fuego. No lo están haciendo. La guerra no es un evento casual, ni imprevisto. El responsable de la política exterior de la UE se mostró hace días sorprendido de que se hablara más de sus consecuencias que de sus causas. De lo que no se habla, salvo excepciones, es de cómo parar las hostilidades y evitar la continua sangría de vidas humanas y el enorme destrozo de bienes materiales. Cuantos lo han hecho, del papa Francisco a Ségolène Royal, han sido acusados de apoyar a Putin cuando no de complicidad con él.


La muerte de Gorbachov ha motivado un sinfín de comentarios justificadamente elogiosos para el antiguo líder que, al intentar salvar la continuidad de la Unión Soviética, la destruyó. Pero cualquiera que haya visitado Moscú desde entonces ha podido ser testigo de la creciente hostilidad de la opinión pública rusa hacia su figura. El fanatismo nacionalista de Putin no es un desvío intelectual de su carácter. Responde a un sentimiento popular de agravio frente a Occidente, arraigado en amplísimas zonas de la población e impulsado por las políticas del Kremlin, pero también por la arrogancia e imprudencia de la OTAN.

La amistad firmada por Clinton y Yeltsin no impedía formalmente la extensión de la OTAN hacia la Europa del Este. Incluso algunos acariciaron la idea de que la propia Rusia perteneciera a la organización. Pero conocedores de las conversaciones aseguran que el apoyo de Gorbachov a la reunificación de Alemania incluyó un acuerdo respecto a la desnuclearización de Ucrania (que se llevó a cabo) y la aceptación implícita de que este país y Bielorrusia se mantendrían fuera de la Alianza. Ya con Putin en el poder la OTAN continuó su veloz ampliación hacia el Este, mientras denunciaba incumplimientos de Moscú, como el mantenimiento de tropas en Transnistria (Moldavia), el supuesto despliegue de cohetes nucleares en Kaliningrado, una suspensión temporal de suministro de gas a Ucrania, o el ataque cibernético a Estonia como represalia por la eliminación de un monumento en honor de las tropas soviéticas de la Guerra Mundial. Pero la fractura que ha conducido a lo que ahora vivimos comenzó en 2008, en la reunión del Consejo General de la OTAN en Bucarest, siendo ya miembros de la Alianza la mayoría de los antiguos miembros del Pacto de Varsovia. El presidente Bush convocó una reunión de jefes de Estado y Gobierno, sin ayudantes ni intérpretes, en la que se aprobó la invitación a Ucrania y Georgia para entrar en la organización, pese a la advertencia hecha por Putin de que su país no lo admitiría. “Imagínense, una base de la OTAN en Sebastopol, sede de la Armada rusa”, llegó a decir. 


Luego vinieron las disensiones internas en Ucrania, las luchas entre prooccidentales y prorrusos, alentadas y sostenidas tanto por Washington como por Moscú, el Euromaidán, la anexión de Crimea, la guerra civil en Donbás y el apoyo ruso a los rebeldes. Pero también el fracaso de la OTAN y Estados Unidos en Afganistán e Irak. No parece excesiva la sugerencia de Edgar Morin según la cual nos encontramos ante un conflicto entre dos imperialismos, el americano en declive, y el ruso imposible. Pero la resolución de la OTAN en su reunión de Madrid, calificando a China como su enemiga y a la inmigración ilegal como una amenaza, pone el acento en lo que verdaderamente importa. La Unión Europea se ha sumado con sorprendente énfasis a la resurrección de la Guerra Fría que alienta la Casa Blanca, y renuncia a jugar un papel autónomo y equilibrador en las relaciones con Pekín.


Pedro Sánchez no sabe lo que va a pasar con la guerra, pero esta no es fruto de una conmoción natural sino fruto de políticas equivocadas y perversas. Por eso lo que pase depende en gran medida de la política que adopten los gobiernos europeos, entre ellos el suyo. Las ayudas en armas y tecnología al Gobierno de Zelenski, que superan ya los 10.000 millones de dólares, han servido para frenar en cierta medida el avance ruso, pero también para prolongar y cronificar el conflicto con un alto precio para la población. Repetiré una vez más que las guerras se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo ni cuándo terminan. Suelen hacerlo con un pacto de rendición o de concesiones mutuas. Pero hoy por hoy la desinformación y el espíritu de cruzada son absolutos por parte de ambos bandos. La OTAN ha reemplazado y contaminado el pensamiento político europeo. O Europa recupera su autonomía, ahora todavía más en entredicho debido a la crisis energética, o el brillante papel que ha desempeñado en la historia quedará para el relato de los libros de texto. No cesamos de oír a los políticos que Putin se ha equivocado porque ha querido dividir a Europa y está más unida que nunca. 

Sin embargo, lo que se ve es un resurgir de los nacionalismos, los egoísmos y los intereses particulares y un sufrimiento acrecido de las poblaciones que impulsa el apoyo a soluciones autoritarias y de ultraderecha, como se ha visto en distintas elecciones y está previsto que se confirme en las italianas. El presidente Macron, casi el único líder europeo que ha tratado de buscar soluciones negociadas, ha reconocido abiertamente que Francia “está en esta guerra”. También nosotros lo estamos, aunque no se reconozca abiertamente y se haya decidido, como tantas otras cosas, por decreto ley. Sin que en los debates en el Parlamento, o en los medios de comunicación, se vea esfuerzo alguno por emprender el camino de la paz.

 

                                                                     ***

II) 

Entrevista a Francis Fukuyama

  Hace unos días se publicó en un periódico una interesante entrevista al controvertido Francis Fukuyama, autor de la célebre frase sobre el "fin de la historia" tras la caída de la Unión Soviética.

A continuación transcribo esa entrevista publicada en El País.

“Si pensamos que todo va a ir mal, no haremos ningún esfuerzo”

 

 

  • Sergio Fanjul  entrevista a Francis Fukuyama. El País

 

 

 


/ ÁLVARO GARCÍA. Francis Fukuyama, ayer en la sede madrileña de la Fundación Rafael del Pino.

 

Francis Fukuyama (Chicago, 69 años) responde rápido y ajustado, con precisión cirujana, mientras entrecierra los ojos: se ve que le ha dado muchas vueltas a lo que dice. A principios de los noventa ganó fama mundial por dictaminar el “fin de la historia”, después de la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. La democracia liberal había triunfado. En su nuevo libro, El liberalismo y sus desencantados(Deusto), detecta nuevas amenazas al liberalismo clásico que defiende. Por un lado, el neoliberalismo descarriado que demonizó al Estado, acabó con la solidaridad y todo lo fio al empuje individual, lo que generó una desigualdad insostenible. Por otro, las corrientes identitarias desbocadas, tanto la derecha nacionalista conspiranoica como la izquierda demasiado centrada en las minorías. Fukuyama recibe en la sede madrileña de la Fundación Rafael del Pino, donde ayer dio una conferencia.

 

Pregunta. Cuando hablamos de liberalismo, lo asociamos al centroderecha, aunque si pensamos en los tiempos de la Revolución Francesa, parece estar en el germen de la izquierda.

 

Respuesta. Tengo una definición muy amplia de liberalismo que no está relacionada con la ideología. Es cierto que en Europa el liberalismo se asocia al centroderecha. En Estados Unidos se asocia con la izquierda. Mi definición dice que es una doctrina que protege los derechos individuales y limita el poder del Estado. Puede ser de derecha o de izquierda, lo importante es el Estado de derecho como fundamento de una sociedad.

 

P. ¿Cómo desembocó el liberalismo en ese neoliberalismo que usted critica?

 

R. Llegados los años setenta, había un exceso de regulación estatal. Ahí aparecen políticos como Ronald Reagan o Margaret Thatcher, que intentaron limitar algunas de estas regulaciones y se vieron apoyados por economistas muy prominentes como Milton Friedman, con argumentos más sofisticados para limitar al Estado. El problema es que fueron demasiado lejos. Intentaron socavar todo tipo de actuación estatal. Incluso las necesarias, como regular el sistema financiero. El resultado fue una globalización que aumentó la desigualdad y la inestabilidad del sistema financiero global. Y esto provocó una respuesta populista, tanto por la derecha como por la izquierda.

 

P. A veces se justifica desde posturas liberales la desigualdad económica. ¿Hasta qué punto está justificada?

 

R. Creo que siempre tiene que haber equilibrio entre el crecimiento económico estable y la protección social de la ciudadanía. Si tienes un Estado que busca redistribuir los ingresos de manera general, inevitablemente va a disminuir el incentivo de las empresas que más arriesgan. Por eso algunas economías se estancan al no permitir este tipo de economía libre.

 

P. Pero ahora la desigualdad comienza a ser problemática.

 

R. No se puede generalizar. En Latinoamérica se ha experimentado el mayor grado de desigualdad que se ha visto en el mundo, que lleva a resultados económicos nefastos y a una gran polarización entre la izquierda populista y la derecha ultraconservadora. En Europa, en Escandinavia, ha habido socialdemocracia durante mucho tiempo, que se ha encargado de redistribuir la riqueza, lo que ha evitado la polarización.

 

P. Su libro da la impresión de acercarse a la socialdemocracia.

 

R. Nunca me he opuesto a la socialdemocracia. Depende mucho del momento histórico. En los años sesenta muchas sociedades socialdemócratas tuvieron inflación y un crecimiento muy lento y había que frenarlos. Ahora sí que necesitamos más socialdemocracia. Sobre todo en EE UU, donde ni siquiera tenemos una sanidad universal.

 

P. En España, cuando se habla de política identitaria, como el feminismo o el movimiento LGTBI, a veces se la crítica como colectivista. Su libro parece hundir las raíces en el liberalismo clásico.

 

R. La política identitaria surge porque ciertos grupos son discriminados y es perfectamente legítimo utilizar la identidad como un medio para luchar contra esa discriminación. Pero se vuelve problemática cuando la identidad se convierte en lo más esencial, cuando puedes emitir juicios de una persona por su pertenencia a algún grupo y no por lo que es como individuo.

 

P. A veces se acusa a estos colectivos de fomentar una cultura de la cancelación. ¿Existe tal cultura?

 

R. En EE UU se dan algunas formas intolerantes de política progresista que no quieren que se expresen visiones alternativas, algo especialmente problemático en las universidades, que son lugares dedicados a la libertad de expresión.

 

P. ¿Cómo ha afectado internet a la forma en la que hablamos de política?

 

R. Creo que internet ha hecho posible la amplificación de ciertas voces en una escala sin precedentes. Pero también ha podido silenciar otras. Porque las redes sociales son el medio más potente de crítica política y eso es problemático. Queremos que todas las voces tengan un peso similar, pero no parece legítimo que una empresa tecnológica privada tenga ese poder.

 

P. ¿Hay una crisis de confianza provocada por las redes?

 

R. La confianza en las instituciones ha estado en declive durante los últimos 50 años. En los últimos tiempos ese declive se ha acelerado: hay fuerzas antidemocráticas que quieren acabar con esa confianza. La polarización política muchas veces es fruto de un intento deliberado de polarizar en las redes. Hay veces que la pérdida de confianza está bien merecida, como en el caso de la Iglesia católica y la falta de responsabilidad e hipocresía de su jerarquía.

 

P. El liberalismo defiende la autonomía del individuo. ¿Hasta qué punto deben ser individualistas las sociedades?

 

R. Creo que todas las sociedades deben tener valores sociales comunes. Un idioma común, un conjunto de referencias comunes, para poder interactuar. Cuando los individuos se inventan sus propios valores o viven en comunidades burbuja, creo que es un exceso de individualismo. Y eso ha sido la tendencia en las sociedades liberales: se ha promovido al individuo hasta que ha perdido el sentido.

 

P. ¿Qué opina del recientemente fallecido Mijaíl Gorbachov?

 

R. Deja un legado muy mezclado. No quería que la URSS se descompusiera, pero entre los comunistas era de tendencias muy liberales. También hizo un llamamiento a una mayor libertad de expresión y eso acabó erosionando la Unión Soviética: cuando se pudo hablar libremente, lo que dijeron en muchos lugares es que querían la independencia de su país. Creo que sin Gorbachov esos países seguirían estancados en una dictadura, así que a nivel histórico le estoy muy agradecido.

 

P. Usted habló entonces del famoso fin de la historia. Ahora hablamos más del fin del mundo.

 

R. Nunca dije que la democracia liberal fuera a triunfar en todas partes, ni que fuera el sistema que acabaría con todos nuestros problemas. Si coges algo como el cambio climático, sobre todo generado por el crecimiento económico, no creo que la democracia liberal sea peor para gestionarlo que un gobierno autoritario. Las democracias han sido más eficientes a la hora de reducir las emisiones. La economía china se basa en combustibles fósiles.

 

P. ¿Cómo ve el futuro de la civilización?

 

R. Supongo que soy optimista en el sentido de que ha habido mucho progreso histórico. Y creo que seguirá pasando en el futuro. Si pensamos que todo va a ir mal, no haremos ningún esfuerzo por corregir lo que no va bien.

                                                                 ***

III)

De seres menstruantes y personas eyaculantes

 

La falta de capacidad, voluntad, o lo que sea, para definir la palabra mujer está generalizándose sobre todo desde posiciones de la izquierda posmoderna nacida en Estados Unidos y ha sido adoptada en estos lares

  • CARMEN DOMINGO (Es escritora. Su último libro es Derecho a decidir. El mercado y el cuerpo de la mujer (Akal).

Artículo Publicado en El País

 


Mujer, define el Diccionario de la lengua española (DLE), es “persona del sexo femenino”. Nos lo enseñan —o nos lo enseñaban— desde niños en el colegio y al poco nos decían que sexo era —y sigo con el DLE—: “Condición orgánica, masculina o femenina, de los animales y las plantas”, relacionado, claro está, con los órganos sexuales del sujeto o la sujeto en cuestión. Una diría que era fácil, es fácil, distinguir y definir a mujeres y a hombres aplicando la biología. Pues parece que no lo es tanto, o que su uso, o su no uso, obedece a razones que nada tienen que ver con la ciencia, y mucho con la “religión de lo sentido” que ha tenido a bien inventarse un lenguaje inclusivo en el que se borra la palabra mujer.

Los ejemplos se suceden a diario. El pasado 13 de julio, a Fatima Goss Graves, presidenta del National Women’s Law Center, durante una audiencia en el Congreso estadounidense, le pidieron que definiera la palabra mujer: “Lo que le digo es que yo soy una mujer, así me identifico, pero me pregunto si quizás la razón por la que usted me pregunta eso es que usted está sugiriendo que la gente que no se identifica como mujer no...”.No pudo ni acabar.

 ¿Una mujer, que trabaja para defender los derechos de las mujeres, que no sabe a quién va dirigido su trabajo? “Yo esperaba que usted se refiriera a lo que nos enseñan en biología en la escuela elemental, algo sobre los cromosomas masculino y femenino, pero veo que no”, le insistía el senador republicano. Pero es que parece que esa falta de capacidad, voluntad, o lo que sea, para definir la palabra mujer está generalizándose sobre todo desde posiciones de la izquierda posmoderna nacida en Estados Unidos y adoptada en estos lares.

 Y ¿a qué obedece? Fácil, a esa pátina de corrección política que ha impuesto todo lo relacionado con lo trans que, sin dudarlo, se ha dispuesto a sustituir la palabra mujer por eufemismos de neolengua posmoderna: “Personas gestantes”, “personas que menstrúan”, “leche humana”, “persona embarazada”, “cuerpos con vagina”, “progenitor que da a luz”… ¿Motivo?

Que los hombres se sientan incluidos, aplicando la doctrina queer.

 Parece mentira que nos hayamos sumado a ese totalitarismo intolerante hasta negar la biología y evitar la palabra mujer. Es como el terraplanismo, pero peor, pues los terraplanistas si miran a su alrededor pueden creer que la Tierra es plana, pero los totalitaristas queer niegan incluso que su visión cercana está plagada de mujeres.

Y así, vivimos utilizando un lenguaje políticamente correcto al que se han sumado, no se sabe si por miedo, o intereses, académicos progresistas, profesionales sanitarios, activistas buenistas, organizaciones de libertades civiles, partidos políticos situados, dicen, a la izquierda, organizaciones médicas que trabajan por negar a las mujeres su humanidad, reduciéndolas a estereotipos de género…

Continuamos con los ejemplos. Hay varios. Dispónganse a sorprenderse.

Stonewall, una organización social inglesa centrada en la defensa de personas trans, emitió un comunicado dirigido a aquellas empresas que desearan seguir formando parte de su listado de empresas inclusivas advirtiéndoles que deberían sustituir la palabra “madre” por “progenitor que dio a luz”.

 La secta que borra la palabra mujer existe en muchos países: en el Congreso chileno se aprobó reemplazar la palabra “mujer” por “persona menstruante”. En Australia los investigadores de género de ANU (Universidad Nacional Australiana) sugieren cambiar los términos “madre”, “padre” para que sean más inclusivos, por “progenitores”. Sands UK, una organización benéfica de muertes neonatales, evitó decir “madres” en un tuit. Femcare, con sede en Canadá, una empresa que presume de ser “líder mundial en emprendimiento de políticas menstruales”, escribió un tuit en el que se refirieron a las mujeres embarazadas como “menstruadoras”, a pesar de que, precisamente durante el embarazo, las mujeres no menstrúan. Hasta The Lancet, la prestigiosa revista médica, habla de las mujeres como “cuerpos con vaginas”, pero mantiene, claro, su referencia a los hombres y el cáncer de próstata, o una conocida marca de tampones, para no ser acusada de tránsfoba, acabó por anunciar tampones no binarios, eliminando el símbolo de Venus en sus envases para hacerlos transinclusivos.

 Suma y siguen los despropósitos. Alguien intentará contraargumentarme apelando a los derechos de las personas trans, pero es que no logro entender qué derecho se le sustrae a una persona trans eliminando la palabra mujer. Lo que no deja de ser sorprendente es que las palabras varón y niño no molesten y nunca se pase a utilizar “peneportante” o “personas eyaculantes”, lo que hace pensar de nuevo en el poder del patriarcado.

¿El intento oculto tras todo esto? Invisibilizarnos. ¿Cómo vamos a reivindicar derechos para las mujeres si ni siquiera nos nombran? Pues se equivocan, aquí seguiremos. Existiendo y reivindicando derechos.

 

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