Actualidad: Guerra en Ucrania y repercusión en Europa. Dos artículos para reflexionar

Dos artículos sobre la invasión de Ucrania y las repercusiones en Europa. El que está ordenado en segundo lugar está escrito por el lúcido filósofo francés de 101 años Edgar Morin. Ambos merecen una detenida lectura.


La guerra en Ucrania y el cambio de época en Europa

 

Rolf Mützenich

Rolf Mützenich es presidente de la bancada del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD, por sus siglas en alemán) en el Bundestag desde septiembre de 2019. De 2013 a 2019 fue vicepresidente de la bancada en asuntos de política exterior, defensa, derechos humanos y cooperación económica.

 

Publicado en Nueva Sociedad

 

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El año 2022 pasará a la historia de Europa como un claro punto de inflexión, quizás incluso como un quiebre de época. La ofensiva bélica de Rusia contra Ucrania comenzada el 24 de febrero marca el comienzo de un profundo cambio de paradigma en el orden europeo de seguridad y paz, quizás también en el orden mundial y económico. Solo 30 años después de la caída de la Cortina de Hierro y la firma de la Carta de París, Europa se encuentra ante las ruinas de lo que Mijaíl Gorbachov denominó el «hogar común» y de la idea de seguridad cooperativa y colectiva en Europa que se le asociaba. La invasión de Vladímir Putin cuestiona muchas certezas y suposiciones previas.


La guerra cambió sustancialmente el papel y las expectativas de Alemania en Europa y el mundo. El «cambio de época» invocado por el canciller alemán Olaf Scholz en su discurso ante el Bundestag del 27 de febrero es testimonio de esta realidad cambiada. En consecuencia, la República Federal de Alemania invertirá en el área de defensa, de aquí en más, 2% de su PIB. Se creará también un «Fondo Especial para las Fuerzas Armadas», amparado por la Constitución, por un total de 100.000 millones de euros. El gobierno alemán está suministrando armas para la autodefensa de Ucrania y ha anunciado que continuará trabajando en proyectos europeos conjuntos de armamento. La magnitud de estas medidas deja claro que estamos ante un profundo cambio de paradigma en la política exterior y de seguridad alemana. 


Sin embargo, más allá de estas decisiones históricas, es urgente realizar un debate estratégico sobre la implementación concreta y los efectos del «cambio de época» en la política exterior y de seguridad de Alemania. Esto plantea la cuestión de qué están en condiciones de hacer y qué deben hacer las Fuerza Armadas alemanas en el marco de la Unión Europea y de la alianza militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Un mayor gasto en defensa no produce automáticamente y por sí solo una mayor seguridad. Los Estados miembros de la Unión Europea ya están gastando un total de más de 200.000 millones de euros en armamento, cuatro veces lo que gasta Rusia. A pesar de ello, las capacidades de defensa europeas les van muy en zaga a las de otros países debido a la falta de interoperabilidad y a la duplicación de estructuras en las Fuerzas Armadas europeas, así como a un uso ineficiente de los recursos disponibles. Además de una frecuentemente exigida reforma del sistema de adquisiciones de las Fuerzas Armadas alemanas, es esencial una integración más estrecha y una mayor unificación de las fuerzas militares dentro de la Unión.


Desde el comienzo de la invasión rusa, la Unión Europea ha encontrado una nueva unidad y ha adoptado el paquete de sanciones más completo de su historia. Además, está entregando por primera vez armas defensivas a una zona de crisis. Momentos de conmoción como la guerra en Ucrania han sido en el pasado un frecuente catalizador dentro de la Unión Europea para una mayor integración. Por ejemplo, tras la anexión de Crimea en 2014, se pusieron en marcha la Cooperación Estructurada Permanente (CEP), la Revisión Anual Coordinada de la Defensa (CARD, por sus siglas en inglés) y el Fondo Europeo de Defensa (FED). Recién en marzo de este año, la Unión Europea dio otro importante paso para mejorar la cooperación en el área de la seguridad y la defensa con la adopción de la Brújula Estratégica como nuevo documento básico de la política de seguridad de la Unión. La Brújula Estratégica prevé, entre otras cosas, la creación de una fuerza de intervención de la Unión Europea que debería estar operativa para 2025. La ministra de Defensa alemana, Christine Lambrecht, ya ha propuesto que las Fuerzas Armadas de su país brinden el núcleo de la fuerza de intervención rápida durante su primer año de actividad. Alemania envió así una señal importante a sus socios europeos de que está lista para asumir una mayor responsabilidad en el marco de la política común de seguridad y defensa de la Unión.


Al mismo tiempo, la seguridad en Europa sigue dependiendo en buena parte de la capacidad de la OTAN para formar alianzas. Desde la anexión de Crimea en 2014, la defensa provista por la Alianza ha ido deslizándose paulatinamente hasta ser el centro de nuestra política de seguridad. Ha sido precisamente el presidente ruso Putin, quien, con sus acciones en Ucrania, ha puesto un punto final a años de crisis existencial y de sentido de la OTAN y hecho una contribución significativa a la revitalización de la Alianza. No hace mucho tiempo, un presidente estadounidense calificó a la OTAN de «obsoleta» y el presidente de Francia, Emmanuel Macron, la declaró «con muerte cerebral». Sin embargo, nunca desde el final de la Guerra Fría Occidente estuvo más unido que ahora. Incluso algunos países antes neutrales están evaluando unirse a la OTAN.


Sin dudas ha sido un golpe de suerte de la historia que alguien como Joe Biden, que encarna el espíritu de cooperación con Europa como ningún otro, sea actualmente el presidente de Estados Unidos. Esta oportunidad histórica debería ser aprovechada para que la asociación transatlántica tenga una base más fiable y sólida. Sin embargo, los europeos no deberían ilusionarse: la nueva amenaza rusa le hace ver nuevamente a Europa de forma dramática cuán dependiente es de las garantías de seguridad de Estados Unidos. Reducir esta dependencia seguirá siendo un reto formidable para Europa en los años venideros. Porque incluso aunque Estados Unidos volviera a afirmarse en la Alianza occidental, Europa debería no olvidar las amargas lecciones de los años de Donald Trump y aspirar a un mayor grado de autonomía estratégica. De las próximas elecciones presidenciales, en noviembre de 2024, podría surgir un presidente estadounidense que cuestione una vez más la alianza de defensa occidental y las garantías de seguridad que da su país.


La guerra en Europa del Este no puede ocultar que el conflicto por la hegemonía en el futuro orden mundial entre Estados Unidos y China seguirá estando en el foco de la política exterior estadounidense. De un tiempo a esta parte estamos viendo la erosión de las reglas y normas de la política internacional y un regreso a la geopolítica y a la política de potencias clásicas, ya sea en el Indo-Pacífico, Oriente Medio, el continente africano o Europa del Este. La guerra de Putin contra Ucrania es probablemente el ataque más serio al orden mundial liberal y basado en reglas registrado hasta hoy. Es evidente que nos encontramos en una fase de transición hacia una nueva estructura de poder global. Todavía no sabemos con certeza cómo será el futuro orden mundial, pero si observamos en detalle las dos votaciones sobre la invasión de Rusia a Ucrania realizadas el 2 y el 24 de marzo en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ya tendríamos una pista. En ambas resoluciones, una abrumadora mayoría de los Estados miembros votaron a favor de condenar a Rusia (141 y 140). Solo cinco Estados votaron en contra de la condena: Bielorrusia, Eritrea, Corea del Norte, Rusia y Siria. Se abstuvieron 35 y 38 países respectivamente en cada votación, incluidos muchos Estados autoritarios como China, pero también la India, la democracia más grande del mundo. 


En total, los Estados que no condenaron inequívocamente la agresión rusa constituyen la mitad de la población mundial. Si se agregan los que condenaron a Rusia pero no apoyaron las sanciones occidentales, la cifra asciende incluso a los dos tercios de la población mundial. Cabe señalar que la gran mayoría de estos países están ubicados geográficamente en la masa continental de Eurasia y en África a lo largo de la «Nueva Ruta de la Seda» de China. A pesar de las críticas internacionales, el gobierno chino aún no ha condenado la invasión rusa. Por el contrario: en febrero, Moscú y Beijing reafirmaron su «amistad sin límites» y firmaron un amplio acuerdo de asociación entre ambos países.  Aparentemente, la guerra está llevando a Rusia a depender unilateralmente de China, tanto en lo político como lo económico. Beijing, a su vez, podría aprovechar la dependencia rusa para expandir su área de influencia a las ex-repúblicas soviéticas de Asia Central. Pero la guerra también entraña enormes riesgos para China: contra sus propios principios de política exterior, China ya ha perdido, con su vaga actitud ante la ofensiva bélica de Rusia, una gran cuota de credibilidad como futura potencia ordenadora del mundo. Más allá de la influencia de China, las razones y motivos que tienen los Estados que apoyan –o por lo menos no condenan– a Rusia son muy variados: van desde intereses y dependencias estratégicas y económicas, pasando por relaciones históricas, hasta reflejos antioccidentales. 


Sin embargo, debe decirse que el orden mundial que está surgiendo no puede simplemente ser reducido a una confrontación entre democracias liberales y autocracias. Las líneas de conflicto de poder político y los intereses divergentes de los distintos Estados parecen ser mucho más complejos y se avizoran tiempos turbulentos en las relaciones internacionales.


La historia muestra que las fases de cambio radical en el poder político suelen ser particularmente inestables y propensas a las crisis. Una de las pocas excepciones sigue siendo el final pacífico del conflicto Este-Oeste en 1989-1990, debido sobre todo a la política de paz y distensión de Willy Brandt, así como a los años de negociaciones en el marco de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE): precisamente esos acuerdos e instituciones que Moscú está dañando gravemente en la actualidad. Sigue siendo muy dudoso que alguna vez sea posible restablecer relaciones confiables con Rusia bajo la regencia de Putin. El orden europeo probablemente estará marcado durante los próximos años, si no décadas, por una fase de confrontación o, en el mejor de los casos, de coexistencia.


Al mismo tiempo, el «cambio de época» no debe agotarse exclusivamente en lo militar. La guerra en Ucrania no cambia en nada la necesidad de un concepto integral de seguridad que no solo incluya aspectos militares, sino también políticos, económicos, ecológicos y humanitarios. Al igual que en la crisis anterior desatada por el coronavirus, la guerra en Ucrania subraya una vez más los riesgos que entraña una gran dependencia de ciertas cadenas de suministro, ya sea por la provisión de energía desde Rusia o bien por la infraestructura tecnológica de China. En síntesis: la Unión Europea debe fortalecer su soberanía conjunta y su resiliencia en cuestiones políticas, económicas y tecnológicas estratégicamente importantes.


También es necesario empezar a pensar hoy en cómo se podría restaurar en el futuro un orden de seguridad europeo. Es obvio que con Putin ya no es posible volver al statu quo anterior. Pero tarde o temprano se tendrá que volver a negociar con el Kremlin sobre la seguridad europea. Sin embargo, en el futuro cercano solo podrá haber seguridad contra Rusia y ya no con Rusia. Esto no significa necesariamente que las lecciones de la política de distensión no puedan seguir siendo relevantes en otras regiones del mundo. Por el contrario: en vista de las inmensas tareas que enfrenta la humanidad, como el cambio climático, la lucha contra la pobreza y las pandemias o las migraciones, la cooperación internacional y el sostenimiento de la paz siguen siendo un componente importante de la política exterior y de seguridad alemana y europea, incluso en un mundo cambiante y caracterizado por sistemas de valores en pugna.

 

Fuente: IPG

Traducción: Carlos Díaz Rocca



Escalada y hundimiento

 

Para salvarse, Ucrania tiene que liberarse de la invasión rusa, pero también del antagonismo entre Rusia y Estados Unidos. Es necesario un acuerdo de neutralidad para no avanzar hacia la tercera guerra mundial

 

EDGAR MORIN 

Publicado en El País

http://lectura.kioskoymas.com/article/281698323332199





 

Vivimos una paz bélica, con el cuerpo en paz y la mente entre bombas y escombros. Atacamos de palabra al enemigo que nos amenaza, pero dormimos en la cama, no en un refugio. Y, sin embargo, también estamos en la guerra de verdad —aunque no en combate—, enviando armas y municiones.

La guerra de Ucrania se ha ido internacionalizando. Primero fue la ayuda humanitaria a la población víctima de la agresión rusa, luego la alimentaria y ahora la ayuda militar, las armas, primero defensivas y luego contraofensivas, cada vez más y de más calidad, sobre todo gracias a la enorme aportación de Estados Unidos y de la mayoría de los países de la UE.

 

La estrategia del Ejército ruso es implacable. Es heredera de la de Zhúkov durante la II Guerra Mundial, con los temibles bombardeos de artillería contra el ejército enemigo y también contra las ciudades que querían capturar; el ejemplo supremo fue la destrucción total de Berlín con la artillería pesada. El avance soviético hacia Alemania —como pasa con todos los ejércitos victoriosos, aunque nunca de forma tan terrible— dejó un rastro de asesinatos y violaciones. Lo supimos entonces, pero no quisimos denunciarlo y lo explicamos como la venganza soviética por todos los sufrimientos y las muertes que había causado la Alemania nazi.

 

En Ucrania, un pueblo que, si no hermano, es al menos primo del ruso, nos preguntamos si los asesinatos y las violaciones se deben al desorden de algunas tropas, la furia del fracaso o el deseo de aterrorizar.

Todavía no sabemos si la intención original de Putin era decapitar Ucrania con los primeros ataques para que cayera como una fruta madura. Parece que el objetivo actual, vista la resistencia ucrania, es conquistar de forma permanente las regiones de Donbás y la costa del mar de Azov. En estos momentos, la lucha es encarnizada e incierta: la ofensiva rusa es potente, pero el Ejército ucranio, en guerra desde 2014 contra los separatistas rusófilos, ha construido unas fortificaciones profundas y escalonadas que, hasta ahora, están frenando los titubeantes avances rusos.

Salvo que haya un golpe de Estado en el Kremlin, o una embestida militar definitiva, o un golpe de teatro diplomático (alto el fuego, acuerdo de paz), parece que la guerra será larga y cada vez más intensa, con más armas occidentales y con el endurecimiento de las represalias rusas.

 

La guerra es cada vez más internacional. Occidente, encabezado por Estados Unidos, declara que no está en guerra con Rusia, pero su intervención militar del lado de Ucrania es una guerra indirecta, además de la guerra económica, acentuada con el aumento de las sanciones.

Estamos en plena escalada, con nuevos bombardeos, nuevas acusaciones mutuas, nuevas oleadas de mutua criminalización. La guerra indirecta dentro de la guerra de Ucrania puede extenderse en cualquier momento, con bombardeos deliberados en territorio ruso o europeo.

 

Además, Putin ha vuelto a anunciar que, si se traspasa un umbral no especificado de hostilidad o injerencia contra Rusia, habrá una respuesta “rápida y fulminante”, y ha mencionado un arma decisiva, desconocida de todos y que solo posee Rusia.

EE UU y sus aliados no se toman en serio esta amenaza con el argumento aparentemente racional de la guerra fría de que, si Rusia quiere aniquilarnos, la aniquilación sería mutua. Este argumento no tiene en cuenta los accidentes ni la irracionalidad. El accidente sería el lanzamiento involuntario de un artefacto nuclear contra el posible enemigo, que desencadenaría una respuesta nuclear inmediata.

La irracionalidad es la de un dictador furioso o en estado de delirio.

 

En cualquier caso, es probable (aunque puede suceder lo improbable) que en esta deriva la guerra acabe extendiéndose a otros países europeos y haya un intercambio de misiles intercontinentales entre Rusia y Estados Unidos, pero sin que Europa se libre. El resultado lógico sería una tercera guerra mundial, distinta, con armas nucleares tácticas de alcance limitado, drones y la ciberguerra para destruir las comunicaciones que sostienen las sociedades.

 

Y otra cosa importante: la guerra hace que en los países involucrados se instauren controles, vigilancia, la eliminación de toda opinión fuera de la línea oficial y la propaganda para justificar los actos propios y criminalizar al enemigo. La Rusia de Putin ya era un Estado autoritario presidido por un dictador y la guerra ha agravado el control y la represión, no solo contra quienes se oponen a la agresión, sino incluso contra quienes se permiten dudar. En Ucrania, la búsqueda de espías y terroristas ha derivado en el control de la población, el ocultamiento de los excesos cometidos por algunos soldados o por los banderivtsi y, además de denunciar los atropellos reales, la propaganda desatada contra un enemigo totalmente criminalizado. En Francia, no somos beligerantes y nos sentimos arropados por los últimos momentos de paz, pero no nos llegan más que las mentiras de Putin y las imágenes de la destrucción que produce.

 

Estamos ante la escalada de la falta de humanidad y el hundimiento de la humanidad, la escalada del simplismo y el hundimiento de la complejidad. Y, sobre todo, la escalada hacia una guerra mundial que supone el hundimiento de la humanidad en el abismo. ¿Podemos escapar de esta lógica infernal?

La única posibilidad sería un acuerdo que garantizara la neutralidad de Ucrania. Quizá un referéndum para decidir sobre las regiones rusoparlantes de Donbás. Crimea, una región tártara parcialmente rusificada, merecería un estatus especial. Las condiciones para lograr un acuerdo, aunque sea difícil, están claras. Pero es evidente que la radicalización y la escalada de la guerra disminuyen las posibilidades. La situación geopolítica de Ucrania y su riqueza en trigo, acero, carbón y metales raros la convierten en presa de los grandes depredadores, las dos superpotencias. El giro de Ucrania hacia Occidente después del Maidán provocó la agresión rusa, y esta ha provocado el apoyo a una nación invadida y el deseo de integrarla en Occidente, lo que quería una mayoría de ucranios.

 

Ucrania es víctima de Rusia, pero también del deterioro de las relaciones entre las dos potencias, incluida la ampliación de la OTAN, que a su vez se debe a la preocupación por la guerra rusa en Chechenia y la intervención militar en Georgia.

Para salvarse, Ucrania tiene que liberarse de la invasión rusa, pero también del antagonismo entre Rusia y Estados Unidos. Eso permitiría a la Unión Europea liberarse también e intentar vincular seguridad y autonomía. Las sanciones contra Rusia, además de golpear duramente al régimen de Putin y al pueblo ruso —no se sabe hasta qué punto—, se vuelven en parte contra quienes las imponen: no solo corre peligro el abastecimiento de energía y alimentos, sino también, vistas la inflación y las restricciones que se avecinan, la economía y toda la vida social: una crisis económica siempre genera retrocesos autoritarios y la instauración de sociedades sumisas.

 

La Rusia de Putin es un régimen autoritario abominable. Pero no es la Alemania de Hitler; su hegemonismo paneslavo no es el deseo de Hitler de colonizar Europa y esclavizar a los pueblos racialmente inferiores. Equiparar a Putin con Hitler es excesivo.

Vivimos en un mundo dominado por los antagonismos de las superpotencias y entregado a los delirios religiosos, étnicos, nacionalistas y racistas. Por repugnantes que nos resulten en varios aspectos, la paz entre ellas es una condición indispensable para evitar una catástrofe general. Así que tenemos que alcanzar un acuerdo. No salvará a la humanidad, pero sí le dará un respiro y tal vez una esperanza.

 

Edgar Morin es filósofo y sociólogo, autor de Cambiemos de vía. Lecciones de la pandemia (Paidós). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

  

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