1)El miedo en tiempo de depredadores// 2)Günter Walraff. Por W. Gallardo
Dos artículos de Walter Gallardo
I)
El miedo en tiempos de depredadores
Walter Gallardo
https://www.lagaceta.com.ar/nota/1116320/opinion/miedo-tiempos-depredadores.html
MOMENTO INCÓMODO. Trump, reunido con el príncipe Mohamed Bin Salman, responde molesto a la periodista Mary Bruce, de “ABC News”.Salvo por unos pocos matices, podría tratarse de la trama de una película o de una novela policial: el 2 de octubre de 2018, un periodista saudí ingresa en el consulado de su país en Estambul con la intención de realizar un trámite tan rutinario como el de conseguir una cédula para contraer matrimonio con su novia. Ignora que allí dentro lo espera un grupo de 15 agentes enviados por Riad para cumplir una misión cuyo objetivo ha sido planeado al detalle: descuartizarlo vivo sobre la mesa del cónsul y luego esparcir sus miembros por distintos lugares de la ciudad. Mientras ejecutan la faena, y como si todo respondiera a un guion de Quentin Tarantino, el alto volumen de la música sofoca cualquier grito de resistencia o de dolor. Es, sin dudas, gente con experiencia: acaban “el trabajo” en apenas siete minutos, según pudieron constatar los servicios de inteligencia turcos. De inmediato, “los profesionales” le confirman la noticia al mentor de este plan, el príncipe del Reino de Arabia Saudí, Mohamed bin Salman, que así saca de escena a un crítico con voz internacional y, de paso, les muestra el camino a otros que en el futuro se atrevan a cuestionarlo. El periodista, y víctima del caso aún impune, se llamaba Jamal Khashoggi, contaba con una larga trayectoria y por entonces trabajaba para “The Washington Post”, cuyo lema oficial es curiosamente “Democracy dies in darkness” (La democracia muere en la oscuridad).
Silencio en la sala
Pasados siete años, el príncipe y futuro rey, dueño de una fortuna familiar de 320.000 millones de dólares, es recibido con pompa en la Casa Blanca por el presidente de Estados Unidos. Durante la reunión, y con la prensa como testigo, a la periodista de la cadena ABC Mary Bruce se le ocurre romper el clima de armonía recordándoles el episodio sangriento. Su intervención suena a una inconcebible impertinencia, a juzgar por el repentino silencio en la sala. Algo incrédulo, el presidente frunce el entrecejo, y, visiblemente molesto, reprende a la periodista (¿por qué incordiar con tanta descortesía a este ilustre visitante?) A continuación, con una sonrisa cómplice y de disculpas hacia el príncipe saudí, dice en voz alta sobre el asesinato de Khashoggi: “Son cosas que pasan”.
A partir de esta respuesta, y aún con el sudor frío bajando por la espalda, es posible que nos asalte una pregunta inquietante: ¿En manos de quiénes nos encontramos? O tal vez aquella otra que tanto entristecía a Stefan Zweig ante la ola de intolerancia y despotismo de los años 30: “¿Cómo vivir con entusiasmo en un mundo como el de ahora?”. Mirando alrededor, no habría que agregar ni quitar palabra al desasosiego del escritor austríaco; tampoco, hay que admitir, encontraríamos rápidamente consuelo. O quizás imitando al Quijote, trasladando hasta hoy su duda de más de cuatro siglos, diríamos: “¿Puede haber esperanza allí donde hay miedo?”. En efecto, este sentimiento, junto al odio, es el que ha movido el engranaje de la historia, tanto para aceptar mansamente el sometimiento como para rebelarse contra la opresión. Actualmente, renovado y poderoso, ese miedo es hijo de un hartazgo general con sabor a injusticia, de la inseguridad social que deja huérfanos de derechos o abandona a la intemperie a los ciudadanos, más aún a los inmigrantes rebajados a la condición de peste en países como Estados Unidos; un miedo hijo de la indefensión ante líderes políticos tóxicos para la convivencia y no aptos para la democracia; hijo de conflictos globales que han vuelto a exaltar la banalidad del mal y en los que se ha cosificado al ser humano, como ya se ha visto en Gaza; y es hijo también, o sobre todo, de la extendida convicción de que el futuro ha dejado de ser una promesa, un territorio de esperanza y realización, para transformarse en una amenaza de despojo. En miedo sin más.
Tal vez por ello se intenta incluso medir su intensidad con trabajos demoscópicos, como un modo de salir del campo de la abstracción, de la simple percepción subjetiva, y registrar en cifras y porcentajes lo que está ocurriendo para que el miedo se haya vuelto protagonista. Ha sido el caso del Centro de Investigaciones Sociológicas de España que hace unos días publicó una encuesta basada precisamente en los miedos e incertidumbres causados por acontecimientos de estos tiempos: la probabilidad de una guerra, de que la tecnología nos convierta en parias para el mercado laboral o que el costo de la vivienda nos arroje bajo un puente. El resultado fue tan asombroso como abrumador: un 68% cree que el mundo va camino a empeorar, en tanto un 27% es algo más optimista. La diferencia de parecer se nota claramente en relación con la edad. Los jóvenes son quienes ven el horizonte más oscuro: el 73% entre quienes tienen entre 18 y 24 años piensa que las cosas van mal, y aumenta hasta el 83% en la franja entre los 24 y 34 años. Y no es que el resto de la población se distinga por su optimismo: mayoritariamente, es decir, entre el 62 y 67% se suma a las huestes del desaliento.
Más miedos que valores
Paralelamente, hay cierto afán en buscarle una explicación a este fenómeno dominante en estos días. Y en ese sentido, algunos intelectuales se han puesto a la tarea de reflexionar en ensayos cuya lectura no acaban de aplacar las inquietudes más acuciantes, ni parecen ofrecer una salida, aunque ponen un poco luz sobre el momento que vivimos. El historiador británico Robert Peckham, autor de “Fear: an alternative history of the world” (“Miedo: una historia alternativa del mundo”), aún sin versión en castellano, sostiene en una entrevista que “hoy hay más miedos que valores. Y, más que interesado en el miedo, lo que me intriga es cómo vamos a salir de esta situación. Es muy difícil dar con algún movimiento progresista que mire hacia el futuro en lugar de priorizar cómo protegerse. El miedo está vinculado a valores liberales muy apreciados, como la libertad. La gente prefiere ceder su libertad a otra persona para que tome las decisiones. La libertad da miedo”.
Por su lado, el pensador y ensayista italiano Giuliano da Empoli, autor de “La hora de los depredadores”, reafirma la sensación general de estar desamparados, carente de normas, y por lo tanto temerosos de las decisiones arbitrarias, inclusive ilegales, que puedan caer como una bomba sobre cualquier país, grupo o individuo, en un planeta gobernado por una alianza de intereses entre los líderes políticos autocráticos y populistas y las grandes empresas tecnológicas (recordemos que fueron los actores de primera fila durante la ceremonia de asunción de Trump) ¿Y en qué se basa esta alianza, qué los une y qué los diferencia? Da Empoli responde: “(…) no son lo mismo, pero sí quieren lo mismo: liberarse de los límites a su poder, ya sean los procedimientos de la democracia, las leyes, los periodistas, los contrapoderes, los jueces... Quieren deshacerse de todo lo que los ralentiza y entorpece”. Y no en vano en su libro recurre a Maquiavelo para establecer comparaciones con la Italia del siglo XVI: “En un contexto caótico, sin reglas, en el que eres consciente de que el sistema es ineficaz e insatisfactorio para la gente es casi normal, aunque pueda ser irracional, preferir una forma de caos en lugar de quedarse con lo existente”. Es decir, reaccionar sin razonamiento ante lo incontrolable con esa emoción ilógica que es el miedo, a la que Aristóteles le daba tanta entidad e independencia de la voluntad personal como a la compasión.
¿Hay alguna manera de oponerse o de revertir este fenómeno? En principio, habrá que admitir que en este esquema de poder quienes generan ese miedo son los mismos que se ofrecen hoy a ahuyentarlos, por lo cual es obvio que no pueden convertirse en la solución quienes en realidad son el verdadero problema. En segundo lugar, habrá que tener en cuenta que mientras una parte de la franja política y de los ciudadanos se muestran desconcertados y pecan de pasividad, la supremacía del miedo continúa minando la fe en aquellos valores de los que se nutren las instituciones democráticas. Y si sucumbimos a él, favoreceremos a los intereses que lo provocan.
***
II)
Una forma de periodismo
Günter, el indeseable
Walter Gallardo
https://www.lagaceta.com.ar/nota/1114822/la-gaceta-literaria/gunter-indeseable.html
Un buen día su apellido se convirtió en verbo y hoy wallraffear, ya incluido en algunos diccionarios, significa valerse de una estrategia para infiltrarse allí donde se comete una injusticia, pasar a vivirla en primera persona y luego denunciarla. Y es lo que hizo desde muy joven el periodista alemán Günter Wallraff, en muchos casos exponiendo su vida y con frecuencia obligado a defenderse en los juzgados de quienes lo acusaban de usar medios ilegales. De paso, llevó a la profesión a un debate en el que aún no hay acuerdo: ¿Lo suyo es periodismo? Mientras se busca una respuesta que no parece inmediata ni unánime, el éxito, entendido en este caso como la aprobación popular de sus denuncias, lo ha acompañado fielmente.
Günter Wallraff comenzó a utilizar su método personal de investigación en los años 60 y fue perfeccionándolo a medida que su nombre se hacía más conocido en Alemania y, por lo tanto, también su rostro. Se trata de una suerte de juego arriesgado de interpretación que incluye cambios radicales de apariencia física, de vestuario, y de identidad; simular una nacionalidad distinta si fuera necesario y hasta hablar con un acento desfigurado su propia lengua.
El papel que más ha repetido fue el de obrero en distintas fábricas, aunque hubo otros que compitieron en audacia y riesgo, como si en ellos fuera imprescindible vivir en carne propia el dolor y la denigración de las clases explotadas para transformarlos en una prueba irrefutable de los atropellos del mercado laboral; ese mercado laboral donde la repetida violación de derechos fundamentales y la hipocresía institucional o corporativas dejaban al descubierto una verdadera trituradora de carne al servicio de beneficios económicos cada vez mayores. En paralelo, esto significaba sacudir el hombro e interrogar a una sociedad a la que el progreso y la vida acomodada la volvían sorda y ciega, impermeable al sufrimiento ajeno. Lo tantas veces visto, a fuerza de repetirse, había dejado de ser anómalo.
Inservible para la guerra y la paz
En su catálogo versátil incluiría un vagabundo expuesto al frío despiadado de Alemania, un alcohólico en tratamiento en un manicomio, un cura, un millonario de ultraderecha a quien el general portugués Spínola le pide ayuda para dar un golpe de estado, un chofer de un traficante de indocumentados, un panadero de una gran franquicia, un obrero iraní en Japón o un empleado de un call center dedicado a las estafas telefónicas. Incluso interpretó al tipo de periodista al que detesta, con tal de desnudar a los medios sin escrúpulos, verdaderas factorías de mentiras, termitas de la reputación ajena. Así, con un nombre falso llegó a trabajar durante cuatro meses para el diario sensacionalista Bild Zeitung, el más vendido de Europa. Ese corto tiempo le alcanzó para recoger evidencias de las sucias maniobras con la que el periódico hurgaba en la intimidad de quienes se proponía destruir, con periodistas que en ocasiones se hacían pasar por policías para obtener fotos o grababan ilegalmente conversaciones privadas. El resultado forma parte de su libro El Periodista Indeseable, en el que incluye un compendio de historias. Al comentar esa aventura, Le Nouvel Observateur tituló “El hombre que hace temblar a Springer” (el temible zar de la prensa amarilla alemana). En la crónica lo llamaba “El Robin de los Bosques del periodismo”. El pleito con Springer duró tres años. Finalmente, el Tribunal Federal constató en su sentencia que Bild es “una evolución errónea de la prensa alemana”. Es decir, perdió Bild y ganó “el indeseable”.
Günter Wallraff nació en 1942, en Burscheid, cerca de Colonia. Ha reconocido en numerosas entrevistas que nunca fue un buen estudiante, salvo en unas pocas asignaturas como deportes o lengua. En algún momento, cuando parecía iniciar un camino como librero y pretendía dedicarse a la poesía, fue convocado para hacer el servicio militar obligatorio. “No quería aprender a matar -admitió-, mientras que mis superiores buscaban quebrar mi voluntad”. Pero su falta de disposición y destreza para aprender el oficio de soldado hizo que lo expulsaran con un certificado que ratificaba su inoperancia: “No sirve ni para la guerra ni para la paz”. En la calle y sin trabajo, decidió que empezaría a disfrazarse.
“Así fue el modo en que se inició este juego de personalidades”, confesó.
En sótanos de Alemania
Entre todos, quizás su trabajo más destacado por su repercusión pública y el peligro que encerraba fue transformarse en Alí, un inmigrante turco. Era 1983. Ya con varios reportajes reconocidos y premiados, comenzó por poner un anuncio en los periódicos de mayor tirada ofreciendo sus servicios. “Extranjero, fuerte, busca trabajo, no importa cuál, incluso pesado y de limpieza, también por poco dinero”. A continuación, compuso su personaje: usaría lentes de contacto oscuros para velar sus ojos claros, una peluca de pelo negro para cubrir su calva y se dejaría crecer unos bigotes tupidos a tono con la falsa cabellera. Nada estaba improvisado, en realidad llevaba diez años considerando la representación de ese papel. El toque final sería agregar un acento extranjero a su idioma. “Este nuevo aspecto -contó más tarde- me convertía en un marginado, en la más ínfima de las basuras”.
De inmediato recibió ofertas y emprendería un periplo de sometimiento a la explotación más indigna en una nación orgullosa de pertenecer supuestamente al mejor de los mundos. Aprendió entonces “hasta qué extremos puede llegar en este país (Alemania Occidental, en aquellos años) el desprecio humano (…) Cuanto más asqueroso y agotador era el trabajo, cuanto más exigía la puesta en juego de mis últimas reservas, tanto mayor fue el ultraje y la humillación que sentí”. Esta experiencia fue publicada dos años más tarde en forma de libro. Abajo del todo era su título, en referencia al subsuelo social donde vivían los inmigrantes. Al español se tradujo como Cabeza de turco. En pocos meses, pasaría a ser un best-seller con más de dos millones de ejemplares vendidos. El caso sacudiría a un país enamorado de sí mismo, de su desarrollo, de su supuesta eficiencia y seriedad, y por todo ello resuelto a ignorar sus propios defectos. En cuestionas más prácticas, ayudaría a forzar la modificación de leyes referidas a condiciones laborales.
Muchas veces se le preguntó si su técnica del engaño era un recurso honesto. Y la respuesta no dejó lugar a dudas: “Para no ser engañado hay que engañar, transgredir las reglas del juego para divulgar las reglas secretas de la dominación”. Y como una simple definición de su trabajo, agregaría: “Me pongo máscaras para buscarme y para, al mismo tiempo, esconderme”.
Publicado en © LA GACETA




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