Misceláneas. Breves escritos y viñetas
Este apartado es como una libreta en la que guardo breves escritos o viñetas que me han gustado o me dejaron reflexionando. Las comparto con vosotros. Hoy son tres breves artículos y unas cuantas viñetas tomadas de algunos periódicos. Está dividido en cuatro secciones.
I)
EL MÉDICO QUE YA NO MIRA
Samuel Luis Martínez Roebroek
Director médico en GÉNESIIS | Psiquiatra y psicoterapeuta (Landesärztekammer Hessen – Frankfurt) | Miembro de la ISST | Especialista en Terapia de Esquemas | (Publicado para compartir en Linkedin)
En los últimos años, acompañando a mi hija con una enfermedad grave e irreversible, he aprendido cosas que nadie enseña. Una de las más claras —y más duras— es esta: cuando el sufrimiento se vuelve radical, también lo hace el aislamiento. Y uno de los lugares donde ese aislamiento se revela con más crudeza es muchas veces en la propia consulta médica.
Médicos adjuntos y residentes. Profesionales jóvenes que entran, saludan de manera protocolaria, se sientan frente al ordenador y escriben. Preguntan sin levantar la mirada. Y escriben mientras uno responde.
Pero otras veces —y esto es aún más revelador— ni siquiera preguntan. Somos los padres los que tenemos que forzar la conversación, los que tenemos que preguntar para que nos digan algo.
No se trata solo de la ausencia de exploración física, ni siquiera de la frialdad. Se trata de que el médico ha dejado de usar la palabra, los ojos, la silla, la camilla y el fonendoscopio. Ha dejado incluso de tocar el cuerpo del paciente, de escuchar el relato, de implicarse en la experiencia del otro, de conocer el contexto.
Hoy, en demasiadas consultas, el cuerpo del paciente está presente, pero el del médico no. En su lugar, hay pantallas, formularios, protocolos, derivaciones...
Y detrás de todo eso, un profesional agotado, mal remunerado, desbordado. Un médico que —para protegerse— se distancia. Es comprensible: evita mirar porque mirar compromete. Y automatiza ese comportamiento, porque nadie le ha enseñado que es posible implicarse… sin colapsar.
Pero la implicación no es un lujo moral. Es el fundamento del acto clínico. Sin ella, no hay medicina: hay tramitación.
Y sí: es posible implicarse y luego desconectar. No es fácil. No es natural. Pero es posible si se entrena, si se acompaña, si se institucionaliza e incentiva el cuidado humanizado como parte del trabajo profesional.
Porque cuando se elimina toda implicación, el médico se vuelve una interfaz humana que sirve a una máquina de manera defensiva.
Y entonces la pregunta es inevitable:
"¿Qué diferencia queda entre ese médico y una inteligencia artificial que solicita pruebas sin ver, sin tocar, sin hablar?"
Albert Camus escribió que el absurdo nace cuando uno pide sentido y el mundo no responde. Y eso es exactamente lo que uno vive cuando el sistema médico se desentiende de la dimensión humana del sufrimiento: una forma pura de absurdo institucional.
No lo comparto como denuncia. Lo comparto como reflexión. Y me pregunto si esto es algo nuevo.
Porque el vínculo no es opcional. No es algo que se añade a la medicina: es su núcleo más profundo. La técnica puede curar. Pero solo la presencia puede sostener.
***
II)
El amor ya no es lo que era
- Martín Caparrós (Escritor)
https://lectura.kioskoymas.com/article/282162182290354
Pau Valls
Querría saber cómo se llamaba. Digo saber, no tener dudas. Sospecho que era Sylvie o Julie o Mélanie u otro nombre bien francés, con la i final definitiva. No es importante; incluso podría elegir un nombre entre los probables y dejarme de pruritos puristas, pero mejor le diremos Yvonne, que seguro no era. Yvonne me acordaría.
Yvonne fue, como todo, el resultado de una cadena de casualidades. Corría julio de 1979, tiempos indecisos; yo acababa de cumplir 22 años y vivía en París: estudiaba Historia, trabajaba en un taller de tipografía para revistas izquierdistas, quería escribir una novela. Pero era verano y me había ido a pasar unos días a la casa de mis primos en la isla de Patmos, el mar Egeo, playas de cuento, vacaciones. Ya se acababan y debía volver. El viaje sería largo: el ferri desde Patmos a Atenas —una noche en cubierta—, después unas horas de tren hasta Patras, y allí otra noche de ferri hasta Brindisi, sur de Italia, donde debía tomar un tren que, en unas 20 horas, vía Venecia, me dejaría en París. No tenía un céntimo: ni siquiera para comer en el camino.
Iba cumpliendo cada etapa: leía, miraba, dormitaba, el tedio habitual de la aventura. Mientras subía al ferri de Patras vi a uno de mi edad que mostró un pasaporte argentino, y oculté el mío: no quería una noche de charla melancólica. Pero, ya zarpados, él se acercó a mi rincón bajo un bote salvavidas y me saludó con un acento tan porteño. Le pregunté cómo sabía y me señaló mi cinturón de cuero crudo. Me resigné, charlamos; al cabo de un rato descubrimos que habíamos ido al mismo colegio, encontramos amigos comunes. Él tenía dos o tres años más y algo de plata, y compró una botella; yo le conté mi pena de pasar por primera vez por Venecia y no poder parar. ¿Y por qué no vas a parar? Porque no tengo un mango, ni para comer un día ni para dormir una noche. Mi nuevo mejor amigo me ofreció 100 dólares: me dijo que no fuera boludo, que no me perdiera de conocer Venecia, que ya se los devolvería.
A las diez de la mañana siguiente estaba ante la puerta cerrada del Albergue de Juventud de la Giudecca, orilla pobre del Canal tan rico. Un cartel decía que abría a las doce; me senté en la vereda. Unos metros más allá había una muchacha de mi edad vestida de francesa de esos tiempos: el pelo rojo de henna, el vestido violeta de algodón arrugado, un pañolón al cuello, los ojos casi verdes, flaca, pies descalzos. Era obvio que ella también esperaba que se abriera el albergue. Yo imaginé la escena: me acercaría y le diría en francés si creía que tendrían lugar para nosotros. Con una frase conseguiría dos golpes importantes: le habría hablado en su idioma, le habría hablado de lo que pensaba. Yo entonces era así: ideaba con gran detalle situaciones en que hacía cosas tan astutas pero me daba mucha vergüenza hacerlas. Hasta que, esa mañana, me dije qué carajo, a quién le importa, quién se va a enterar.
Le pregunté en francés, me contestó en francés, seguimos charlando, confirmamos que ni ella ni yo teníamos techo y en algún momento nos dijimos que por qué no ir a buscarlo juntos. Todo parecía claro, sin más vueltas: necesitábamos un lugar, sería más fácil si lo compartíamos. También era evidente que un cuarto para los dos no suponía lo mismo que un dormitorio para 10 o 12, pero de eso no dijimos nada. Caminábamos, nos hablábamos poco, preguntábamos por una habitación aquí o allá, las que no eran muy caras estaban ocupadas. Al cabo de un rato yo también me saqué las alpargatas: éramos dos jovencitos descalzos, las mochilas al hombro, divagando por calles en el agua. Esa modestia nos volvía cercanos: personas nos hablaban, tres albañiles nos dieron trozos de su almuerzo, un frutero dos duraznos maduros, el dependiente de una cuchillería nos dijo que también era acomodador del teatro Goldoni, maravilla del siglo XVII, que si queríamos esa noche podía hacernos entrar.
A las nueve fuimos al teatro, nos coló en un palco, los pies descalzos sobre terciopelo, y cuando salimos nos preguntó si teníamos dónde dormir; le dijimos que no, nos dijo que su casa. Nos llevó a un departamento muy chiquito, un sótano a la altura de un canal, tan húmedo; se durmió en un sillón en la salita y nos dejó su cama. Era grande; Yvonne se echó de un lado, yo del otro: antes de cerrar los ojos nos sonreímos casi tiernos.
Por la mañana seguimos caminando. Ella me dijo que todavía podía quedarse un día más; yo le dije que bueno, yo también. Hablábamos poco, de a ratos nos dábamos la mano. El silencio no parecía un problema. Caminamos y caminamos, caminamos; más personas nos dieron más cosas, pero a la noche no hubo sino un parque. Dormimos desparramados en el pasto, nos despertamos con el alba, caminamos hasta Santa Lucía, la estación de tren.
Allí, en las escaleras, nos dimos, para despedirnos, un beso leve muy cerca de los labios. Yvonne me sonrió y me dijo que cuando fuera a París iría a buscarme. Yo le pregunté muy amable para qué, ella sonrió otra vez, se sacó el pelo rojo de la cara y se dio media vuelta. Mientras se iba, su vestido violeta flameaba con el viento. Había sido, creo, una historia de amor.
***
III)
Viñetas
Ricardo (En El Mundo)
Idígoras y Pachi (En el Mundo)
Miki y Duarte (Diario Sevilla)
Daniella Martí (El País)
Riki Blanco
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