"Tan callando" Muñoz Molina y El mundo en guerra. Arias Maldonado

Tan callando

  • ANTONIO MUÑOZ MOLINA 
  • Publicado en El País

https://lectura.kioskoymas.com/article/281668260709008



Hablando no se entiende la gente. Para comprobarlo basta con prestar algo de atención a los debates, por llamarlos de algún modo, que hay en el Parlamento, o escuchar una de las arengas que los líderes de los partidos dan a sus feligreses los fines de semana, empleando las armas incendiarias, aunque limitadas, de una oratoria consagrada a enardecer y persuadir a los ya persuadidos, la mayor parte de los cuales muestran un entusiasmo que tal vez no sería tan intenso si sus colocaciones y sus ingresos no dependieran tanto de la benevolencia selectiva del líder. Hablando a gritos y con crescendos de sarcasmo fácil y denostación del adversario, cada vez más el enemigo, lo que hace la gente es embriagarse de su propio sectarismo, y de los aplausos cautivos de sus subalternos, sin que en esas tiradas verbales se distinga una sola idea, sin que en el ruido de la artillería retórica, de una chabacanería deplorable, de una vulgaridad abismal, haya espacio para el menor intercambio de iniciativas capaces de aliviar los problemas que nos agobian y las amenazas que vienen aceleradamente hacia nosotros, todas las cuales exigirían un alto grado de conversación verdadera y concordia.


Decía Azaña que si las personas hablaran solo de las cosas que saben y cuando tienen algo sustantivo que decir, por España se extendería un gran silencio muy beneficioso para trabajar. Hablando, en vez de entenderse, lo que hace muchas veces la gente es envenenarse, o injuriar a personas que no son culpables de nada, o difundir embustes que luego ya no se pueden corregir. Un delincuente y estafador al que un juez o fiscal ha dejado en libertad provisional, no se sabe si por simple generosidad de alma o para facilitarle que destruya pruebas de sus delitos, acusa públicamente a una persona honorable, Ángel Víctor Torres, el ministro de Política Territorial, de encontrarse con prostitutas en pisos alquilados, y quien tiene que presentar documentos que acrediten la verdad de sus palabras no es el locuaz acusador, sino el calumniado. Ver a este hombre exhibiendo prolijos certificados de aerolíneas para demostrar que estaba en un avión el mismo día y a la misma hora en que se le acusaba de haberse encontrado en lo que antes se llamaba un picadero da una gran tristeza civil, sobre todo cuando se compara su expresión de dignidad herida con la cara de guasa y desvergüenza de quien solo ha tenido que decir mentiras para ganarse la atención de periodistas y políticos con tan pocos escrúpulos como él y de autoridades judiciales llenas de fe en su veracidad.


“El que sabe calla; el que habla no sabe”, dice un epigrama del Tao Te Ching. El que sabe calla no porque quiera ocultar a los demás el secreto de su conocimiento, sino porque para llegar a saber algo con cierto rigor y profundidad hace falta mucho tiempo de reflexión y estudioso silencio. A nuestro alrededor vemos, escuchamos, leemos, a personas que no saben nada y a las que, sin embargo, no les entra la len

Hablando, en vez de entenderse, mucha gente lo que hace es difundir embustes, injuriar a inocentes o envenenarse

gua en paladar, pero como hablan alto y con aplomo parece que saben mucho, sobre todo cuando tienen el privilegio masculino de esas voces de bajo que parecen indicios de gran sabiduría. Hablando no se entiende la gente porque muchas veces el que habla está escuchándose a sí mismo, y el que tendría que escuchar aguarda con impaciencia el momento en que el interlocutor haga una pausa de tomar aire para quitarle la palabra. 


Quizás ese es el motivo del éxito de las notas de voz, que tienen la ventaja de que no hay peligro de interrupción para el que habla, ni esa molesta presencia verdadera del otro, que siempre es un incordio en estos tiempos de egocentrismo tecnológico.

Después de una temporada en la que por motivos profesionales me vi obligado a hablar con demasiada frecuencia, acabé tan fatigado que decidí someterme a una cura de silencio. Un peligro de hablar en público es que uno se acostumbra a ser escuchado sin interrupción y con un respeto en el que hay una parte inevitable de distancia jerárquica entre quien habla y el público, distancia a la vez física y mental que no llegan a reducir las preguntas de un coloquio. No hay comunicación verdadera que no sea igualitaria. Y la atención de un auditorio favorable puede fácilmente halagar la vanidad y relajar la propia exigencia, la conciencia crítica de uno mismo. Hay demagogos y populistas de la literatura igual que los hay de la política, y, como hablar suele ser menos trabajoso que escribir, se corre el peligro de que los golpes ingeniosos y los chistes en voz alta premiados con risas excesivas acaben corrompiendo el estilo, y hasta la inteligencia.


Dice un poema de W. H. Auden: “Las personas privadas en lugares públicos / son más amables y más sabias / que las personas públicas en lugares privados”. Sin la fatiga y la máscara de un escenario, la conversación verdadera y gustosa en el ámbito de la intimidad de las personas más cercanas cobra un valor terapéutico. De pronto hablando sí que nos entendemos, y la escucha atenta se corresponde con la confidencia y también con la confesión, con el relato confiado y veraz de lo que se ha vivido. El zumbido de un charlista sabelotodo en la radio o de un intoxicador profesional de la política suena como una inaceptable intromisión. Si no tenemos nada que decir o si hay cosas que es preferible callar para no hacer un daño inútil, lo mejor es quedarse en silencio, como quien despeja el escritorio o la mesa del taller en preparación de una tarea.

 Está bien escuchar música, a condición de que sea elegida y no forzosa, pero muchas veces puede ser preferible el silencio, que nunca está vacío ni es un espacio en blanco. Se han hecho muchas burlas sobre aquella pieza de John Cage, 4’ 33’’, en la que el intérprete se sienta al piano y permanece inmóvil durante ese tiempo exacto, pero en ella hay una llamada de atención: en el silencio del pianista y del público se descubren todos los rumores posibles de los que de otro modo nadie habría sido consciente, como cuando en los días de la pandemia salíamos a la calle sin tráfico y nos llegaba el canto solitario de un gorrión en un árbol de la acera y el sonido de nuestros pasos, y el de nuestra respiración oscura tras la mascarilla.


A veces uno necesita el silencio como necesita un asmático un aire fresco y limpio que le inunde los pulmones. Una mañana de este febrero soleado he viajado varias horas hacia el norte para sumergirme durante dos días enteros en un retiro de silencio, en una casa monástica pero no penitencial en una ladera que dominaba un valle atravesado por el fragor de un torrente, cerca del antiguo molino que aprovechaba la fuerza de esas aguas, y de una colina por la que un sendero alfombrado de musgo muy espeso ascendía hasta una ermita, en medio de un bosque de hayas y robles todavía con la desnudez del invierno, aunque en las praderas de hierba jugosa ya había estallado una policromía de pequeñas flores silvestres.

Del amanecer a la noche, durante esos dos días, he vivido entre un grupo numeroso de personas que permanecían tan en silencio como yo, compartiendo tareas y comidas, sin decir nada, sin necesidad de decir nada, pero unidos en una comunidad en la que cada uno tenía una presencia tan singular como los árboles del bosque. No teníamos que esforzarnos en improvisar conversaciones con el comensal de al lado. No nos hacía falta conocer opiniones o afinidades para sentir una fraternidad sin palabras. El último día, en la comida, terminó el voto de silencio. Ahora nos animaba la alegría de esa vida en común que de golpe se llenaba de palabras, y de carcajadas y brindis, pero en esas palabras que decíamos estaba la conciencia cuidadosa de su valor y su peligro.


                                                          ***


El mundo en guerra


POR: MANUEL ARIAS MALDONADO



                                                    Ilustración: Óscar Gutiérrez


LAS ESPERANZAS PACIFICADORAS DE LA FILOSOFÍA DE LA ILUSTRACIÓN SE HAN VISTO TRUNCADAS UNA Y OTRA VEZ. TRAS EL SANGRIENTO SIGLO XX, RESULTA ESPECIALMENTE DESOLADOR CONTEMPLAR LA CONTINUIDAD DE LOS CONFLICTOS ARMADOS. DESPUÉS DE HABER ENTERRADO A MILLONES DE MUERTOS, CABRÍA ESPERAR DE NUESTRA ESPECIE UN MAYOR ACOPIO DE SABIDURÍA. SIN EMBARGO, SEGUIMOS ASISTIENDO A LA TRISTE RECURRENCIA DE LA GUERRA.


Nunca ha habido una humanidad que desconociese la guerra; lo que quiere decir que nunca ha habido un momento de la historia mundial libre de conflictos armados: en algún lugar del globo siempre hay grupos que se matan entre sí. Incluso si damos por buena la tesis de Steven Pinker, según la cual puede discernirse una reducción continuada del empleo de la violencia en el curso de las interacciones humanas, el hecho bruto es que la guerra no ha desaparecido de nuestro horizonte. Ni siquiera en el continente europeo: la incursión rusa en territorio ucraniano y el conflicto armado subsiguiente ha hecho sonar de nuevo el silbido de las balas en nuestro patio trasero. Y nos preguntamos, alarmados, cómo es eso todavía posible.


Sin embargo, no hay que remontarse a la primera mitad del siglo XX —con dos devastadoras guerras mundiales que comienzan en territorio europeo— para encontrar un precedente; la violenta descomposición de Yugoslavia conoció episodios atroces y las potencias occidentales tuvieron que enviar bombarderos para poner fin al conflicto. Tanto las guerras balcánicas como el genocidio de Ruanda sirvieron así de advertencia a los contemporáneos sobre los límites de la paz poscomunista; poco después, los terroristas islámicos derribaron las Torres Gemelas. Si la Historia había terminado, como anunció Fukuyama propiciando una interpretación desviada de su razonable argumento sobre la superioridad de la democracia, tenía una extraña manera de hacerlo.


AL IGUAL QUE EL SER HUMANO QUE LAS DECLARA O PADECE, LA GUERRA TIENE MIL CARAS


Adviértase en todo caso que la novedad relativa que trae consigo la guerra de Ucrania es el retorno inesperado de la agresión de un Estado soberano (aunque no democrático) sobre otro (más bien democrático). De acuerdo con la tipología propuesta por el filósofo Thomas Hobbes hace ya cuatro siglos, el dictador Putin habría emprendido una guerra de doctrina (nacionalista) que es asimismo una guerra de adquisición (de territorio y recursos). No obstante, se trata de un tipo de conflicto al que los europeos nacidos después de 1950 nos habíamos desacostumbrado. Y un tipo, también, que encaja con la definición tradicional de la guerra —siguiendo el clásico estudio de Hedley Bull— como violencia organizada entre unidades políticas. Esta modalidad ha perdido protagonismo desde la segunda posguerra mundial y siempre ha sido rara entre regímenes democráticos.


Sin embargo, seríamos víctimas de una perniciosa ilusión óptica si creyésemos que la guerra clásica es la única posible; el mismo Clausewitz señalaba que cada tiempo posee sus variantes. Y la nuestra no está dominada por la acción estatal; si nos ciñésemos a esa definición, tendríamos dificultades para encontrar guerras propiamente dichas. Por el contrario, ¿acaso el Estado Islámico no libró una guerra santa contra el resto del mundo? ¿No se hacen la guerra Hamás e Israel? ¿No se encuentra Sudán en estado de guerra? ¿Y hacen o no hacen la guerra las bandas terroristas que, aun con menor intensidad que en los años 60 y 70, siguen actuando con fines diversos en distintos lugares del mundo? Al igual que el ser humano que las declara o padece, la guerra tiene mil caras.


COMO LAS PROPIAS DEMOCRACIAS SABEN, NO POCAS VECES LA POLÍTICA ES LA CONTINUACIÓN DE LA GUERRA POR OTROS MEDIOS


Dicho esto, la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué continúa habiéndolas? Es un interrogante que cobra fuerza tras el salvaje siglo XX, que empieza con una Gran Guerra que se lleva por delante a 37 millones de personas y luego vive una Segunda Guerra Mundial que acaba con otros 60, incluyendo de paso el exterminio de los judíos europeos y la deflagración de dos bombas atómicas sobre suelo japonés. «Nunca pensé que la muerte derrumbara a tantos», dicen los versos de La tierra baldía que T. S. Eliot publicó en 1922 —sigo la traducción de Sanz Irles— en referencia a lo que entonces se vivió como la apoteosis del belicismo. Y aunque el novelista H. G. Wells profetizó que aquella guerra inesperada acabaría con todas las guerras, quien acertó fue el primer ministro británico David Lloyd George cuando señaló irónicamente —durante la Conferencia de Paz de París de 1919— que «esta guerra, al igual que la siguiente, es una guerra que acaba con la guerra». Solo veinte años después, Europa estaba en llamas y el Imperio japonés se disponía a atacar suelo estadounidense: la pedagogía del horror se había demostrado inútil. No era la primera vez; no sería la última.


Aquellas trincheras europeas fueron la genuina tumba de las esperanzas ilustradas; o, si se prefiere, representaron el brusco fin de las desmesuradas expectativas que el siglo XIX había depositado en la perfectibilidad de nuestra especie. Frente a la cautela que exhiben los escritos de Kant, Montesquieu o Hume, conscientes todos ellos del arduo camino que había de recorrer el animal humano, el hiperracionalismo decimonónico fue demasiado lejos o lo hizo demasiado rápidamente: los europeos tenían la sagrada misión de civilizar a los salvajes y algún día todos hablaríamos esperanto. ¡Religión de la humanidad! Para Hegel, la guerra misma podía ser un instrumento civilizatorio: las épocas de felicidad —escribió para escándalo de nuestro Rafael Sánchez Ferlosio— son páginas en blanco en el libro de la Historia. De ahí que viera en el Napoleón que entraba victorioso en Jena en 1806 nada menos que al representante del espíritu montado a caballo: un gobernante que repartía por igual mandobles y códigos civiles. En el mundo entero, los nacionalistas le tomaron la palabra y lucharon contra el imperio que los oprimía o la metrópoli que los colonizaba. Por desgracia para los redactores de breviarios morales, a veces sus líderes tenían razón; a veces no hay otra manera de librarse del tirano que ejercitando la resistencia armada contra él. Y como las propias democracias saben, no pocas veces la política —de la fundación de repúblicas al cambio de régimen— es la continuación de la guerra por otros medios.


CON ESO HABREMOS DE MANEJARNOS: SIN MIEDO NI ESPERANZA, EN EL CAMINO SIN FINAL HACIA LA IMPOSIBLE PAZ PERPETUA


Es dudoso que la guerra llegue jamás a abandonarnos; allí donde haya un conflicto o surja el interés por crearlo —ya lo muevan la animosidad tribal, la búsqueda de recursos o el integrismo doctrinal o religioso— aparece también la tentación de recurrir a la violencia organizada. Sabemos desde Kant que el belicismo es menos probable entre países democráticos; Montesquieu nos enseñó que el anudamiento de los intereses económicos ayuda a prevenirlas. En cuanto a la doctrina de la guerra justa, la experiencia es tan clara —solo es justa si constituye la única manera de frenar a quien ejerce una violencia injusta— como difusa su aplicación práctica. ¡No es mucho! Después de haber enterrado a millones de muertos, cabría esperar de nuestra especie un mayor acopio de sabiduría. Pero con eso habremos de manejarnos: sin miedo ni esperanza, en el camino sin final hacia la imposible paz perpetua.



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