"Que Dios te confunda". F. Soriguer

La tribuna (Diario Sur)


Que Dios te confunda


En el mundo secular, el único que es dominio de la ciencia, siempre hay alguna incertidumbre


Federico Soriguer

MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS



https://www.diariosur.es/opinion/dios-confunda-20240810000426-nt.html




«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», dejo escrito Wingestein en su 'Tractatus'. Discurrir es una palabra polisémica que lo mismo habla del curso del agua en un río que del paso del tiempo o de la capacidad humana para hacer preguntas y obtener respuestas. Preguntar es dudar. Los animales también dudan, aunque la mayoría de sus decisiones suelen venirles de fábrica. Se adaptan al medio siguiendo las leyes de la evolución, comunes a todos los individuos de la misma especie. No tienen que pensar mucho para ello. 

Los humanos tenemos dudas, pero, a partir de un momento, nuestras respuestas de supervivencia y adaptación, dejaron de ser biológicas y pasaron a ser, sobre todo, culturales. En cierto modo somos un animal inacabado. Hay que reconocer que nuestra biología no ha estado a la altura de la complejidad de lo humano. Ni de sus expectativas. Para sobrevivir nos hemos visto obligados a adaptar el medio a nuestras necesidades (como vio con claridad Ortega hablando de la tecnología). Es ese el origen del actual antropoceno. Un camino sin retorno. Un ajustamiento que Zubiri, identificaba con la necesidad (moral, social, política) de justificación. Dar razones de por qué hacemos lo que hacemos, es justificarnos. Razonar, dar motivos, explicar. La justificación exige de explicaciones que los demás puedan entender. Un engorro. Una insufrible babel. Una ceremonia de la confusión. Hay, además, demasiadas cosas inexplicables y si no se pueden explicar no se pueden justificar. Justificarse es ampliar los límites del mundo.

El número de cosas inexplicables es mucho mayor que el de aquellas que los humanos creen entender. Siempre ha sido así y probablemente siempre seguirá siendo así. ¿Por qué nadie lamenta los años que no vivió antes de nacer, pero todos tememos a una muerte que conlleva la desaparición para toda la eternidad? ¿Por qué?, le pregunta el fiscal al adolescente que ha matado a sus padres con una catana. No lo sé. No lo sé. No lo sé. No, no lo sabe. Pero ante la reiteración del psicólogo, del juez, del asistente social, del educador, el adolescente termina inventando una historia. Lo hacemos para justificarnos, para explicar, para responder, sobre asuntos de los que carecemos de respuestas. Es lo que hizo Goya con sus pinturas negras. Es lo que hizo Zherezade con sus mil y una noche. O imaginamos a un Dios omnisciente en el que confiamos todas las respuestas.


El mundo es demasiado complicado para poderlo abarcar en su totalidad y tenemos que conformamos con imaginarlo. De todos los instrumentos lógicos, la ciencia es la que ha demostrado una mayor competencia para aportar una poca de luz a la oscuridad. Pero la ciencia discurre, no inventa historias. Y eso son sus límites. La ciencia, la lógica científica, tiene como objetivo el reducir una parte modesta de la ignorancia humana. Pero las grandes preguntas, como las arriba enunciadas, no son asunto de la ciencia. En última instancia la ciencia intenta reducir el grado de incertidumbre en el que los humanos vivimos. El grado de incertidumbre de una respuesta a una pregunta puede ir desde 0 a 100. En la práctica no existe la certeza absoluta (del 100%). Tampoco la ignorancia absoluta. Sabemos que moriremos, pero solo porque ha ocurrido siempre. Este es el típico procedimiento inductivo cuyos fallos lógicos los conocen muy bien los filósofos. Pudiera ocurrir que en algún momento apareciera una excepción. En estas excepciones tienen sus mejores argumentos la mayoría de las religiones. 

En el mundo secular, el único que es dominio de la ciencia, siempre hay alguna incertidumbre. La reducción del grado de incertidumbre genera un aumento de la información y también de la complejidad. ¿Paradójico? Solo en apariencia. Al desorden, a la incertidumbre es a lo que se llama, también, entropía. El concepto de entropía ha salido del campo de la física y saltado al de la información, al de la sociolingüística, la biología, la biomedicina, la ecología y a cualquier espacio en el que los humanos traten de reducir el grado de incertidumbre.

Un hallazgo que nos permite un lenguaje común entre numerosas disciplinas y que tiene como fundamento la ecuación que Ludwig Boltzmann desarrolló para calcular la entropía de un fenómeno físico o termodinámico y que es también el único epitafio en su tumba en Viena (S = k. log W), ecuación que es muy parecida, cambiando algunos parámetros, a la ecuación que Shanon desarrolló en 1946 para gestionar el ruido desde un emisor de información a un receptor o a las ecuaciones utilizadas para el cálculo de la diversidad en ecología por el español, Ramon Margalef, o por los sociólogos y economistas actuales para calcular la diversidad sociocultural, o las utilizadas por la medicina informacional para transformar las magnitudes de probabilidad bayesianas en magnitudes (bit) que permiten cuantificar la reducción del grado de incertidumbre de una intervención médica. Un lenguaje que nos acerca y nos aleja según quien lo conjugue. Lo dejó claro Cervantes en uno de los más conocidos diálogos en el que Don Quijote ante la maledicencia de Sancho y su forma de hablar imprecisa y confusa, tras llamarle «prevaricador del buen lenguaje», le lanza esa maldición: «Que Dios te confunda», que ha llegado hasta nuestros días y que justifica el título de esta tribuna, que, ahora que la releo, tal vez, por los mismos motivos que a Sancho, merezca la maldición de Don Quijote.

Comentarios

  1. Me ha gustado Federico, como gran parte de tus artículos. Es un tema interesante y expuesto elegantemente.

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