"El burro que sabía leer"; "El último adiós al mundo de ayer". W. Gallardo

Adjunto dos artículos muy interesantes de Walter Gallardo, de temas de actualidad.

El burro que sabía leer

Por Walter Gallardo

Publicado en La Gaceta. Tucumán. Argentina

https://www.lagaceta.com.ar/nota/1047602/opinion/burro-sabia-leer.html?utm_source=Whatsapp&utm_medium=Social&utm_campaign=botonmovil


La frase pasó casi desapercibida en medio de un discurso de Kamala Harris. La candidata a presidente por el Partido Demócrata subrayó con énfasis: “Nosotros queremos prohibir las armas de asalto y ellos (los republicanos), los libros”. El lugar donde lo dijo, Texas, y ante quienes, una audiencia compuesta por docentes, eran dos referencias oportunas: precisamente en ese estado y a iniciativa de organizaciones ultraderechistas, trufadas de fanáticos de distinta índole y procedencia, se han prohibido más de la mitad de los casi 1.200 títulos que están en la lista negra de las bibliotecas escolares de Estados Unidos. Los alumnos no pueden acceder a ellos y los bibliotecarios tienen vetado ofrecerlos y, más aún, prestarlos. Caso contrario, pueden ser sancionados con multas que parten de los dos mil dólares y, en algunos casos, ir a parar a la cárcel.

Así como los bibliotecarios, los maestros deben ser exageradamente cuidadosos, casi unos mojigatos, al mostrar imágenes de desnudos con fines didácticos, ya sea en clase de anatomía o de arte. Antes están obligados a conseguir de los padres la aprobación del contenido. Un acto de control y censura previa propio de sistemas totalitarios. Bien lo sabe en Florida, el segundo estado con mayor cantidad de libros proscritos, la directora de una escuela de Tallahassee, Hope Carrasquilla: fue obligada a renunciar tras la denuncia del padre de un alumno que consideró “pornográfico” enseñar la fotografía impresa en un texto del David de Miguel Ángel, una obra central del Renacimiento, como todos saben. La “imperdonable osadía” de la docente había ido incluso más lejos, explicarían quienes justificaron su defenestración: también se le había ocurrido mostrar La creación de Adán, parte del fresco pintado en la Capilla Sixtina por el mismo artista y El nacimiento de Venus, de Botticelli.

Alguien, con una paciencia y quizás excesiva disposición a comprender las razones de estas medidas, podría pensar que las prohibiciones pesan sobre libros que contienen instrucciones de cómo fabricar una bomba en casa o cómo matar al vecino sin dejar rastros. Pero no, eso ya se difunde profusamente y sin control por Internet como material apto para todo público o usuario. De hecho, se supo que el joven que intentó matar a Trump había averiguado en la red a qué distancia estaba Oswald al momento de dispararle al presidente Kennedy, así como se busca en un tutorial las instrucciones para hacer un buen risotto. Y trató de imitarlo. En cualquier caso, no son contradicciones nuevas en un país en el que un ciudadano puede comprar un arma a los 18, pero no beber una cerveza hasta los 21.

Al revisar la lista, los títulos enviados a los infiernos son, por distintas razones, desconcertantes. Van desde obras de premios Nobel como John Steinbeck o Toni Morrison, pasando por “Matar un ruiseñor”, de Harper Lee, un clásico de la literatura estadounidense, ganador del premio Pulitzer; o “El señor de las moscas”, de William Golding, una novela declarada de lectura imprescindible en las escuelas británicas; también “Un mundo feliz”, esa joya escrita por Aldous Huxley, en la que imagina una sociedad dichosa a partir de la eliminación de la diversidad cultural, la religión, el arte y el amor; o “1984”, ese libro de George Orwell cuya trama se ha tomado tantas veces como paradigma de la opresión; hasta inofensivas biografías de la cantante cubana Celia Cruz, las tenistas Venus y Serena Williams, de la ex primera dama Michelle Obama o del atleta negro Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro en los juegos olímpicos de Berlín, en 1936, para fastidio de Hitler y su cacareada superioridad racial de los arios. Pero entre todos los censurados, quizás ningún escritor haya sufrido la prohibición de tantas obras como el prolífico Stephen King: nada más y nada menos que 16, entre ellas la famosa “Carrie”. Al ser consultado, lejos de enfadarse y con una media sonrisa, dijo: “Algo debo estar haciendo bien”.

Y como si una cosa fuera con la otra, sin romper la coherencia, en Oklahoma es ahora obligatorio enseñar la Biblia a los estudiantes. Las autoridades de ese estado la consideran la base de la civilización occidental. En Luisiana, en tanto, una ley impone que los Diez Mandamientos sean claramente expuestos en escuelas, institutos y universidades. Y para que nadie se despiste, se especifica que deben estar impresos en un documento o poster de 28 por 36 centímetros, con letra claramente legible y ocupar un lugar central de las aulas.

¿Qué le seguirá a las prohibiciones de libros? ¿Encender una gran hoguera con ellos? No sería algo original, ¿verdad? Cada país o pueblo que lo propició no hizo sino desnudar su decadencia ante el mundo. Sorprende y perturba, sin embargo, ver el “éxito” alcanzado por este movimiento a medida que se fue radicalizando ideológicamente dentro de las estructuras de partidos conservadores o ultraderechistas; y todavía más cuando uniendo un elemento con otro se encuentran unas “coincidencias” inquietantes para una sociedad supuestamente libre, diversa y democrática: el 40% de las obras censuradas tienen a personajes negros en papeles destacados, mientras otro 20% incluye en el título referencias al racismo o la raza. Aunque nada más perseguido que los libros con protagonistas homosexuales o escenas de sexo. El 100% de los textos denunciados por sus temáticas han sido recomendados por un profesor o un bibliotecario, es decir por alguien conocedor del tema, antes de pasar a peor vida.

Ideas radicales

Según la famosa asociación de escritores PEN America, entre los grupos que impulsan campañas para prohibir libros se destacan, entre un total de 50, Moms for Liberty (Madres por la Libertad), Parents Defending Education (Padres en Defensa de la Educación) o No Left Turn in Education (No al Giro a la Izquierda en la Educación) Su financiación no es un misterio: las aportaciones provienen de donantes ampliamente conocidos por ser ricos y, sobre todo, por sus ideas radicales. Son los mismos que llegan a ofrecer cobertura legal a quienes en su aguerrida militancia tuvieran que defenderse en los tribunales. La lucha, como sucede cuando un bando sólo es noble y el otro, millonario, está siendo ganada hasta ahora por el segundo en esta batalla cultural en la que pierde la razón y el talento.

Es difícil encontrar una explicación a estos actos de barbarie y, menos aún, un sentido. Tal vez sólo debamos buscarlos en la materia que se cuestiona y manipula: los libros. Bastaría con elegir uno. Por ejemplo, “Animal Farm”, conocido en español como “Rebelión en la Granja”. En esa obra de George Orwell los animales desalojan al granjero de su propiedad y se hacen con su control. El gobierno recaerá en los cerdos, algo nada casual en su comparación con nuestra especie. Prometedores al principio, la imitación de los defectos humanos los llevará a su declive final. Pero quizás algo destacado en la trama sea que el resto de los animales es mantenido en la ignorancia, ajeno al conocimiento y obediente a las reglas de la dictadura porcina. Habrá una excepción: el burro Benjamín, inteligente, aunque también malhumorado y pesimista. Algo destaca en él respecto a los demás: es uno de los pocos que sabe leer. Confundidos por la errática política de los cerdos, los animales de la granja acudirán a él para preguntarle cuál era el único mandamiento en pie para la convivencia después de haber sido modificados y luego eliminados seis de un total de siete. Su respuesta será clara y cínica, digna de recordar en estos tiempos: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.

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El último adiós al mundo de ayer


Por Walter Gallardo

(Publicado en La Gaceta)



ZWEIG Y ROTH. Ese verano tenían la presunción de que una gran catástrofe se aproximaba. “No somos sino fantasmas y recuerdos”, diría Zweig.


Joseph Roth y Stefan Zweig pasaron un veraneo juntos, en 1936, para despedirse de una era. Los emparentaba el acertado presentimiento de que el mundo de la razón y la inteligencia estaba siendo destruido por la impertinencia del ignorante y la saña del salvaje.

   

En aquel verano de 1936 apenas quedaba espacio para respirar libremente en Europa, sobre todo si se era judío y, además, escritor. Tal vez por ello, Joseph Roth y Stefan Zweig eligieron un balneario en el mar del Norte, mirando hacia fuera del continente, para pasar una temporada juntos. Fue en Ostende, Bélgica.

Sus obras ya estaban prohibidas en Alemania. Tres años antes se había producido una quema masiva de libros como advertencia severa de lo que valían las ideas críticas o independientes, o sólo las ideas. En tanto, los Juegos Olímpicos de Berlín, ese mismo año, daban un nuevo brillo y protagonismo al régimen que había encendido aquella hoguera. El odio, sustentado en un inverosímil apoyo popular, se extendía sin control.

Se sumarían a estas vacaciones y tertulias otros escritores e intelectuales que compartían la presunción de que una gran catástrofe se aproximaba y que la muerte o el exilio eran las arbitrarias opciones. Vivieron esos días como una despedida, y de hecho finalmente lo fue. Hubo celebración, discusiones acaloradas, fraternidad y una profunda nostalgia como anticipo del inminente adiós. Los dos tomarían caminos distintos, aunque igual de dolorosos y autodestructivos.

Por entonces, Roth era el cronista de la vida cotidiana con un gran número de lectores. Sus textos, chispeantes, ingeniosos e incisivos, eran breves narraciones entre literarias y periodísticas. Sabía ver lo que otros sólo habían mirado y luego ponerlo en palabras como si contara una anécdota en un café. Sin embargo, este era el oficio de supervivencia que le permitía solventar sus proyectos más ambiciosos: las maravillosas historias de ficción de sus relatos y novelas. La marcha Radetzky, Fuga sin fin o El profeta mudo pueden atestiguarlo.

Natural de Brody, en los confines del imperio austrohúngaro, las nuevas fronteras establecidas después La Gran Guerra lo habían despojado de país. De hecho, la búsqueda o la pérdida de una identidad se convertirían en los temas centrales de su obra y su forma de vida. Casi nunca tuvo un domicilio fijo, prefería la precaria provisionalidad de los hoteles. Les declaraba abiertamente su amor, quizás porque le permitían despedirse sin sentimentalismos ni remordimientos. Incluso acabaría dedicándoles un libro: Hotel Savoy. En ellos o en los bares escribía con la urgencia de unos bolsillos siempre vacíos, aunque imponiéndose una disciplina casi incompatible con su vida desordenada. En medio de su lucha por los agobios económicos (su amigo Zweig lo socorría con frecuencia) y una inmanejable vida familiar (su esposa sufría de esquizofrenia), Roth ahondaría su pasión incontrolable por el alcohol. Moriría en París, en 1939, con apenas 44 años, poco después de acabar esa rara joya titulada La leyenda del Santo Bebedor, huérfano de patria, resentido con su suerte personal, crítico con una Europa entregada al totalitarismo y en la soledad que saben deparar las grandes capitales. Su pesimismo era tan hondo, hecho de un agresivo autodesprecio, que escribiría en una carta a Zweig: “ser amigo mío es funesto”.

Para Zweig, aquel verano comenzaría un exilio sin retorno, una suerte de peregrinaje existencial: Inglaterra, luego Estados Unidos, una estancia muy celebrada en Argentina y por último Brasil. En cada lugar sería recibido con aprecio y admiración, aunque nada podría amortiguar la angustia por la distancia con su Austria natal y la pérdida de su territorio a manos de unos bárbaros sin clemencia ni escrúpulos políticos. En Petrópolis, el 22 de febrero de 1942, en pleno auge de un nazismo que parecía imparable, él y su segunda mujer, Lotte Altman, decidieron poner fin a sus vidas. La escena real se parecía a la claudicación de Jeremías, aquel profeta que predicaba en vano. Era, no por casualidad, el nombre que había escogido para una de sus pocas obras de teatro. En ella dejó una advertencia, casi un grito ante una sociedad sorda, sobre la tempestad que amenazaba a occidente. Aunque las razones de su abrupta despedida fueron desconcertantes o inexplicables para muchos, en realidad estaban minuciosamente descritas en una obra cuyo título inigualable anticipaba el derrumbe del universo al que él había pertenecido y ahora el nazismo demolía con saña: El mundo de ayer.

Aquella amistad entrañable entre Roth y Zweig se basaba en el atractivo de las diferencias: nada había en común entre ellos, ni siquiera sus formas de asumir el papel de escritores; tampoco en la naturaleza y el estilo de sus obras. Las pruebas al detalle están en la intensa correspondencia que intercambiaron durante años. Roth, pese a su inmenso talento, vivía de los milagros cotidianos, como un trapecista sin red, dispuesto a decir lo que pensaba, pese a todos los peligros. Y no sólo era osado en sus columnas periodísticas sino también en sus historias de ficción. En cambio, Zweig jamás había experimentado la pobreza. Su padre Moritz fue un acaudalado fabricante textil y su madre Ida provenía de una familia de banqueros italianos. Ordenado y detallista, se concedía todo el tiempo necesario para acabar su trabajo. A esa disciplina y calma le debemos obras monumentales como las biografías de los Tres Maestros: Balzac, Dickens y Dostoievski. O el libro Momentos estelares de la humanidad, buscado cada día en las librerías de todo el planeta.

Los emparentaba, en cambio, la decepción y el amargo, pero acertado presentimiento de que el mundo de la razón y la inteligencia estaba siendo destruido por la impertinencia del ignorante y la saña del salvaje. “La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, decía Roth. En tanto, Zweig reconocía con resignación ante el periodista Joseph Brainin que el fin había llegado: “No somos sino fantasmas y recuerdos”.

No triunfó militarmente el totalitarismo, pero nada fue igual desde entonces. Su rastro ideológico ha perdurado y de vez en cuando resucita en personajes grotescos que presumen de un mensaje nuevo. Aunque sólo se impongan por épocas, no dejan de ser peligrosos espectros vivientes que burlan la frágil memoria del ser humano para anular a la sociedad y convertirla en lo que Zweig llamaba “una sombra”, es decir, la silueta alargada de la pesadumbre que proyecta cada cuerpo al caminar de espaldas a la luz en los momentos más tenebrosos.

© LA GACETA

Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.

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