Artículos periodísticos recomendables(Muñoz Molina y J. Carlin)

 I)

De los ceniceros a la taroterapia

  • Antonio Muñoz Molina. El País

 


Este mundo inexplicable funciona gracias a las aplicaciones tecnológicas del conocimiento científico más avanzado, pero cada vez más personas exhiben con orgullo su recelo o su abierto desprecio a la ciencia

 La razón es más frágil de lo que parece. La inteligencia no se extiende por igual en todas direcciones

La nueva vida municipal española abarca tareas inusitadas, algunas de ellas de máxima urgencia, como devolver al tráfico calles recién dedicadas al uso prioritario de los caminantes o reventar con excavadoras carriles bici que atentaban contra la sagrada libertad de circular en coche. No hay límites para el activismo de concejales recién llegados a sus cargos. Uno de ellos, precisamente de Sanidad, ha salido a las calles de Valladolid a repartir 7.500 ceniceros, en una campaña patrocinada por una llamada Mesa del Tabaco, en cuya página web se explican los múltiples beneficios sociales y económicos de ese producto, que aporta 9.000 millones al año en impuestos, y del que, según dicen, viven 53.000 personas en España. 

 Lástima que por el tabaco mueran tantas personas como las que viven de él y que el coste del tabaquismo y sus secuelas para el sistema sanitario sea el triple de los ingresos fiscales que produce. El concejal de Sanidad de Valladolid sonríe publicitariamente con sus ceniceros, flanqueado por unas azafatas, y es probable que además del humo del tabaco inhale y celebre con orgullo el de la gasolina, igual de beneficioso para la salud, según la prontitud con que los ayuntamientos gobernados por la derecha y la extrema derecha están eliminando las ya escasas limitaciones al tráfico privado en las ciudades. Las muertes por efecto de la contaminación del aire son todavía más numerosas en el mundo que las derivadas del tabaco, pero esas cifras, certificadas por organismos internacionales del máximo rigor, no afectan a los adalides de la derecha municipal española, que se ha afiliado al oscurantismo anticientífico de los extremistas republicanos en Estados Unidos, según contaba hace unos días Javier Salas en estas páginas.

 “La ciencia oficial no lo explica todo”, aseguraban con misterio los expertos en ocultismo de nuestra ignorante juventud, los ufólogos y parapsicólogos y astrólogos que nos adivinaban el carácter según la conjunción de los astros en nuestro nacimiento y nos leían el porvenir en la palma de la mano. La ciencia oficial no explicaba que algunos aviones desaparecieran sin rastro en el triángulo de las Bermudas y que en ciertos bajorrelieves mayas, igual que en numerosos pasajes de la Biblia, se encontraran pruebas indudables de las visitas de naves extraterrestres. Algo fundamental permanecía oculto: cadáveres congelados de alienígenas en un laboratorio de Arizona; fotografías y documentos clasificados como de máximo secreto en los archivos del Pentágono. 

 

Javier Salas atribuye a la derecha la primacía del oscurantismo, pero hubo épocas no lejanas en las que la negación de la ciencia y del pensamiento racional eran fomentadas también por una confusa actitud alternativa, un rechazo contracultural de todo lo que pareciera establecido y ortodoxo. Hemos asistido, embarazosamente, a conatos de viajes astrales bajo los efectos del hachís y los letargos sinfónicos de Pink Floyd, y hemos tenido amigos que a la beata admiración de todo lo que pareciera artesanía originaria o misticismo tribal sumaban el estudio y la práctica del tarot.

 Precisamente, el tarot es otra de las disciplinas que han merecido la protección de la derecha municipal española. Un organismo del Ayuntamiento de Alicante llamado Escuela de Talento Femenino estuvo ofreciendo hasta hace unos días un “taller de tarot para el éxito empresarial”, impartido por Almudena Polo, fundadora de Al(mu)Quimia Terapias Holísticas, y también, según sus propias palabras, “taroterapeuta y coach estratégico”. Me acuerdo de los escaparates con luces rosadas o rojizas y cortinajes prometedores de las adivinas echadoras de cartas en el Greenwich Village de Nueva York. Mujer de su tiempo, Almudena, o Al(mu)Quimia, atiende por WhatsApp o videollamada, pero esa distancia tecnológica no disminuye la eficacia de sus taroterapias: “Ahora podrás disfrutar de una experiencia más personalizada y cercana de nuestras lecturas”. Tristemente, un concejal de la oposición, empujado sin duda por el resentimiento de los perdedores, levantó la liebre sobre el taller para el éxito empresarial a través del tarot, y el Ayuntamiento de Alicante se ha visto obligado a cancelarlo.

 Este es un mundo inexplicable que se ha levantado y funciona a cada momento y en cada aspecto de la vida gracias a las aplicaciones tecnológicas del conocimiento científico más avanzado, pero en el que cada vez más personas exhiben con orgullo su recelo o su abierto desprecio a la ciencia. No se fían del consejo de un médico o de la predicción de un meteorólogo, pero sí de las conjeturas de una adivina sobre el porvenir escrito en las estrellas, o en las líneas de la mano, o en las figuras de un mazo de naipes. Lamentamos con razón que el deterioro de la enseñanza de las humanidades y las ciencias entorpece el ejercicio de la racionalidad y el espíritu crítico, pero me temo que el problema más grave no es la ignorancia, sino la predisposición humana a no mirar las cosas tal como son si esa mirada contradice las creencias o incomoda la pura poltronería de quien no está dispuesto a saber ni a cambiar.

 La razón es más frágil de lo que parece. La inteligencia no se extiende por igual en todas direcciones. Vemos en nosotros mismos que podemos ser en unas cosas lúcidos y juiciosos y en otras romos o desastrosamente impulsivos. Don Quijote es un hombre sosegado y sensato hasta el momento en el que se le mencionan los disparates de la caballería andante. Queremos pensar que la superstición y el fanatismo religioso son propios de personas ignorantes, pero sabemos de científicos que pasan sin esfuerzo del rigor experimental al rezo del rosario, y de ingenieros formados en las mejores universidades alemanas que en septiembre de 2001 se inmolaron a sí mismos en el nombre de Dios pilotando dos aviones llenos de pasajeros contra las Torres Gemelas. 

 El conocimiento, a diferencia de la fe y de las lecturas de la tarotista Al(mu)Quimia, no puede ser “personalizado y cercano”: las constelaciones en el cielo nocturno no tratan de ti; la Historia, estudiada en serio, no le da a nadie alegrías patrióticas; cualquiera que prometa el paraíso, o el cumplimiento inminente de necesidades y deseos, está mintiendo y es peligroso; el talento no es gratuito ni instantáneo, ni depende de las ganas o de la voluntad, y ni siquiera está garantizado por el esfuerzo; no basta desear algo para poder alcanzarlo; no se puede tener todo, entre otras cosas porque, como indicó Isaiah Berlin, dos fines igualmente deseables y justos pueden a veces ser incompatibles entre sí.

 Javier Salas cita en su reportaje estudios según los cuales, dice, “la cosmovisión derechista choca con el propio sistema científico”, pero yo tengo la impresión de que el mal está bastante más repartido. No hay extremismo político ni ceguera ideológica ni pasión narcisista individual o colectiva que estén dispuestos a aceptar los límites que la realidad, las leyes naturales y el sentido común imponen a su delirio. Teóricos universitarios de gran sofisticación y presunto progresismo aseguran que no existen hechos ni datos objetivos, sino tan solo figuraciones variables, “constructos culturales”, por usar la jerga depravada en la que trafican. 

 Pero lo más peligroso del oscurantismo y de la sublevación contra la ciencia, del negacionismo climático, de la irresponsabilidad sobre el tabaco, no son unos botarates que regalan ceniceros por la calle o que promueven cursos de tarot para mujeres empresarias: el enemigo último y verdadero de la ciencia son los poderes económicos, perfectamente adiestrados en el saber científico y en el dominio de la tecnología, que compran conciencias, financian campañas, corrompen a dirigentes políticos y siembran la ignorancia para seguir multiplicando beneficios inmensos a costa de volver inhabitable este mundo.

 

                                                                ***

 II)

¿Para qué sirvió Nelson Mandela?


John Carlin. La Vanguardia



Les digo a mis amigos que si tienen la oportunidad, y el dinero, que visiten Ciudad del Cabo y alrededores preferiblemente antes de morir. Me reafirmo en la propuesta porque estoy aquí ahora, en la zona de vinos al norte de la ciudad, lo más cercano al paraíso en la tierra que conozco.

Es aconsejable, les diría a mis amigos, apartar la mirada del asfalto en la carretera que sale del aeropuerto. Si uno mira por la ventana a la derecha o a la izquierda, no tendrá más remedio que ver kilómetros y kilómetros de chabolas pegadas una a la otra, ciudades de lata, plástico y madera. La más grande de ellas se llama Khayelitsha, donde viven, o sobreviven, medio millón de personas. Hice varias historias allá cuando fui corresponsal en Sudáfrica en los años noventa. Khayelitsha es para mí la imagen de la pobreza en el mundo, lo más cercano al infierno en la tierra que conozco.


A media hora de Khayelitsha está la bella e histórica ciudad universitaria de Stellenbosch. Les escribo desde un hotel aquí. Me invitaron a participar en un evento que reúne a políticos, académicos y empresarios del continente africano, un par de premios Nobel de Literatura incluidos. Qué pinto yo entre tantas eminencias, no lo sé muy bien, pero los orga­nizadores no se cortaron a la hora de elegir mi habi­tación.


 


                                                                                                                      Oriol Malet

                                                                                                                

El baño, todo para mí, es del tamaño de la típica chabola de Khayelitsha, en la que vivirán familias enteras. Hay un mando para controlar la temperatura del suelo de mármol, dos lavabos cada uno del tamaño de una bañera, una bañera del tamaño (bueno, casi) de una piscina, un espacio amplio para el váter detrás de una puerta de cristal ahumado y un espacio aún más grande para la ducha, donde nos podríamos regar fácilmente cuatro personas a la vez. En la típica chabola de Khayelitsha no hay ni agua corriente ni calefacción, por supuesto. Ahora, mientras escribo, hace frío fuera y está lloviendo. Yo estoy calentito y bien. En Khayelitsha, donde todo está construido sobre arena, muchas chabolas se estarán desmoronando, todas tendrán goteras y la gente se estará congelando.


¿Adónde voy con todo esto? No estoy muy seguro. Escribo lo que me sale. Bueno, sí. En primer lugar para que mis queridos lectores tomen conciencia, como no tengo más remedio que hacer yo aquí, de lo afortunados que son y lo desafortunado que es el enorme sector de la humanidad al que le tocó habitar lugares como Khayelitsha. Segundo, para plantear la pregunta ¿para qué sirvió Nelson Mandela?

La primera vez que vine a Ciudad del Cabo fue en 1988. Mandela seguía en la cárcel y el apartheid seguía imponiendo su “genocidio moral”, como lo llamaba el propio Mandela, sobre la mayoría negra de la población sudafricana. Tuve casi la misma experiencia que esta vez. A la salida del aeropuerto me asaltó a la vista un mar de chabolas y de ahí me fui a otro hotel de lujo. La diferencia hoy –29 años después del final del apartheid y el comienzo de la presidencia de Mandela– es que los hoteles son aún más lujosos y se ha triplicado el número de chabolas, cuyos habitantes son casi todos inmigrantes de partes aún más pobres del país.


En Ciudad del Cabo, 29 años después del final del apartheid, se ha triplicado el número de chabolas


Hoy el 34,5% de la población, y más del 60% de los jóvenes de menos de 30 años, no tienen trabajo. Cortes de luz, unas nueve horas al día de promedio, son parte normal de la vida en Sudáfrica desde hace años, lo que ha tenido un impacto devastador en la economía, una de las más desiguales del mundo. Muchos, gente negra incluida, hoy, 29 años después del fin del apartheid, viven en casas tan lujosas, a veces tan grandes como mi hotel.

Los índices de criminalidad son brutales. Cada año mueren asesinadas 25.000 personas, más que en Estados Unidos, que tiene cinco veces más población. La ineficacia del Gobierno y la corrupción se retroalimentan. Jacob Zuma, presidente de Sudáfrica del 2009 al 2018, robó junto a sus compinches miles de millones de euros de las arcas públicas.

Y lo peor, el sistema de educación. En tiempos del apartheid el Estado imponía una educación deliberadamente inferior a los niños negros, para que luego no pudieran competir con los blancos en el mercado laboral. Hoy los colegios de los negros son peores aún. Lo ha declarado nada menos que Mamphela Ramphele, exrectora de la Universidad de Ciudad del Cabo y viuda del mártir de la lucha de la liberación negra Steve Biko. Los datos la apoyan. En cuanto a leer, sumar y restar, los niños negros sudafricanos ocupan algunos de los puestos más bajos del mundo.


Pero la pregunta correcta no es “¿para qué sirvió Mandela”? sino “¿para qué ha servido el partido al que él dedicó su vida, el Congreso Nacional Africano (CNA)?”. Mandela cumplió su misión. Acabó con el apartheid y colocó los cimientos de una demo­cracia en la que el sistema judicial sigue siendo in­dependiente, se respetan los resultados electorales y –esto no es Rusia– la prensa es libre. Encima frenó una guerra civil.


El problema viene del hecho de que el Congreso Nacional Africano lleva casi tres décadas en el poder


El problema, y el motivo por el cual el legado democrático de Mandela corre serio peligro, viene del hecho de que el CNA lleva casi tres décadas en el poder. Sí, la vieja historia. El poder corrompe la cabeza, el corazón y el alma. Una señora llamada Helen Suzman fue durante los años setenta la única mujer y la única persona en el Parlamento sudafricano que se opuso al apartheid. Tenía una frase: “El abismal egoísmo de la Sudáfrica blanca”. Hoy se lamentaría del abismal egoísmo de los líderes sudafricanos negros.

Muchos de mis amigos sudafricanos, y casi todos ellos hicieron grandes sacrificios para combatir el apartheid, están profundamente desilusionados. Varios se han rendido y han elegido el exilio. Desespera el desperdicio. Desespera pensar en lo rico que es el país en recursos naturales y en capital humano.

Me recuerda la frase que utilizó Orwell para definir Inglaterra a mediados del siglo pasado: “Una familia en la que el control lo tenían los miembros equivocados”.

Lo mismo podemos decir de demasiados países hoy, democracias incluidas. Pero hay casos peores que otros. Volver a Sudáfrica, ahora que vivo en la próspera Europa, me recuerda a distinguir entre problemas de verdad y problemas opcionales, entre cosas que requieren soluciones urgentes y caprichos atemporales, productos del aburrimiento como el Brexit o la independencia catalana.

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