Dos artículos recomendados (Woke/Escritura hoy)

A continuación os recomiendo la lectura de dos artículos que creo que nos permiten analizar una parte de la realidad de la sociedad de hoy.


I)

¿Qué es ser “woke”?

 

Artículo de Martín Caparrós publicado en el semanario de El País

 



Al que madruga Dios lo ayuda, dice el viejo refrán moralista. Pero el verbo despertar se durmió: si se hubiera despertado unos siglos antes encabezaría el mejor poema de la lengua castellana. En cambio se dejó reemplazar por el verbo que más se usaba entonces: “Recuerde el alma dormida…”, empiezan las Coplas (a la muerte de su padre) de Jorge Manrique porque, en el siglo XV, despertar se decía recordar o recordarse: ser de nuevo uno mismo. Ahora se dice despertar y, en cada vez más sitios, se dice en inglés. O, mejor dicho, en norteamericano.

 

La palabra woke —léase uouc— nos ha caído como un rayo en un desierto ya repleto. Hace tres o cuatro años ningún hispanohablante en su sano juicio sabía lo que significaba; ahora empieza a aparecer en demasiadas charlas. Y su origen EE UU es indudable. Allí la palabra —participio pasado del verbo wake, despertar: el despertado, el que se despertó— empezó a ser usada por militantes negros hacia 1930, cuando debían mantenerse muy despiertos para defenderse del racismo bruto que sufrían en la patria de la democracia y la libertad. Cuentan que la definió por escrito por primera vez en 1962 y en The New York Times un novelista afro, William Kelley: dijo que significaba estar al loro, al tanto de las cosas. Esa idea de que estábamos dormidos y al despertarnos entendimos traía ecos de la caverna de Platón, los sueños interpretados a la Freud y las distopías armadas a la Matrix —por citar solo tres.

 

Pero la palabra explotó hace menos de 10 años, cuando el movimiento Black Lives Matter incendió Estados Unidos. Entonces, el hashtag #StayWoke —Manrique se revuelve en su tumba perdida— empezó a usarse para reunir a los que sostenían o pretendían sostener ideas “progresistas” en distintos asuntos: género, cambio de género, violencia de género, ambigüedad de género, libertad de género, raza, ecologismo, vegetarianismo, animalismo. El diccionario Merriam-Webster lo definía últimamente como quien “está al tanto y activamente atento a hechos y cuestiones importantes (especialmente cuestiones de justicia racial y social)”.

 

Y la palabra prosperó justo en ese momento en que los activistas de esos asuntos cobraron la fuerza necesaria como para “cancelar” a los que contrariaban sus ideas: radiarlos de sus sociedades. El #MeToo fue woke y, pese a sus excesos, ayudó a millones a vivir mejor, pero también fue woke la idea de que una poeta holandesa blanca no podía traducir a una poeta norteamericana negra o que un actor irlandés no podía encarnar a un escritor judío —porque se “apropiarían” de identidades ajenas. Es una forma de estar en el mundo, prejuiciosa, defensiva: los profesores que avisan cuando van a decir algo que puede ofender a alguien, los alumnos que se dan por ofendidos, los chistes que se callan por si acaso, la cantidad de cosas que ya no se dicen ni se hacen, la corrección política corrigiendo de antemano. O sea: unos puritanos envalentonados por sus pasados de víctimas que se arrogan el derecho de juzgar a todos los demás según sus propias ideas de la moral —y, por la razón que fuese, por la culpa que fuera, muchos de los demás les entregaron ese derecho.


Con lo cual la palabra woke, que al principio era la forma en que un sector se llamaba a sí mismo, se convirtió en una etiqueta desdeñosa, un arma arrojadiza: ahora es mucho más probable que la lancen esos sectores de la derecha encantados de poder decir que la izquierda se volvió moralista, pacata, autoritaria y levemente loca. La usan, la disfrutan: es su mejor manera de argumentar que los totalitarios son los otros, de descalificar a los que ahora hacen lo que siempre hicieron ellos, lo que siempre les criticamos que hicieran: decirnos cómo hay que vivir.

 

Y todo por unos grupos que no quieren aceptar que ser libre es ser libre e intentar que todos lo sean. Unos grupos que, tan entretenidos con los asuntos de la identidad y los desquites, nunca tuvieron demasiado tiempo o lugar para repensar las estructuras económicas, sociales, laborales, políticas que definen nuestras vidas. Unos grupos a los que podría aplicarse, todavía, el repetido y maravilloso cuentículo del maestro Monterroso: “Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.


 http://lectura.kioskoymas.com/article/281582359498932



II)

 La escritura en la era digital

 

Entrevista a Roger Chartier


                                                                             Roger Chartier

 

“Existen hoy muchas formas de comunicar, pero lo que se consume en todo momento en las pantallas es la escritura”

 

Por Juan M. Zafra. Publicada en Revista Telos. Fundación Telefónica

 

Roger Chartier es profesor emérito en el Collège de France y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS); uno de los más distinguidos historiadores de la cultura del libro y de la lectura. Es doctor honoris causa por la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus obras se cuentan Las revoluciones de la cultura escrita, Cultura escrita y textos en red (junto a Carlos Scolari) y El orden de los libros. “El universo digital abre nuevos horizontes a la escritura, que parecía caduca”, afirma.

 

  

Chartier es uno de los intelectuales más relevantes de nuestro tiempo. Lo es porque la materia con la que trabaja es aquella con la que se ha construido la civilización: la palabra, el texto, los libros; son la cultura, la sociología, la filología, la filosofía, la bibliografía, la antropología… lo que le interesa. Es autor, entre muchos, de libros como Las revoluciones de la cultura escrita(2000), El orden de los libros (2017), La historia o la lectura del tiempo (2007) y Cultura escrita y textos en red (2019), una conversación con Carlos Scolari.

 

Roger Chartier (Lyon, Francia, 1945) es profesor emérito en el Collège de France y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS). “Historiador de la cultura, Roger Chartier es mucho más, es un humanista. Humanista pues, en último término, no estudia solo los libros y los textos sino los hombres, las sociedades, las comunidades que los producen o utilizan”, escribió Enrique Villalba en la laudatio con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Carlos III.

Chartier advierte: “La palabra oral no es lo mismo que lo escrito; cuando hablamos hay frases que no escribimos. La expresión oral introduce acuerdos, desacuerdos, frases suspendidas… Cuando escribimos hay constancia”. En nuestras conversaciones hay complicidad y siento que necesitaríamos romper las barreras de la escritura impresa, del tiempo y del espacio en papel para recoger toda la sabiduría que derrocha. “Bon…”. 

 

Entrevista

 

¿Qué es escribir hoy?

 

Me voy a referir a Petrucci porque él abordaba la escritura desde tres perspectivas distintas: la historia de la escritura, según la cual la escritura es una evolución de signos gráficos, de caracteres sobre pergamino, papel o pantallas; una segunda historia, que es la de lo escrito, que se refiere a los testimonios que se encuentran en una sociedad, desde los más cotidianos a los más literarios, y que es la historia de los procesos que ponen en marcha esos escritos. Finalmente, hay una historia de la acción de escribir, una dimensión social y cultural, que se refiere a los lugares y a los momentos en los que viven los que escriben. La primera nos refiere a la paleografía; la segunda, a la sociología; y la tercera nos ofrece una perspectiva social y cultural. También debemos referirnos a Antonio Rodríguez de las Heras, quien diferenciaba la escritura y la cultura, particularmente en la sociedad digital. En su opinión teníamos que revisar palabras como libro o texto, que hoy son formas de expresar una cierta ansiedad, un cierto trauma, ante la imposibilidad de controlar el momento que vivimos como consecuencia de la evolución de la tecnología. Las pantallas que usamos son otra cosa, no son páginas, sino más bien un muro. La idea más extendida es que con el mundo digital se pierde la escritura, el texto. Es una concepción absolutamente errónea. En el mundo digital se necesita leer, intercambiar, escribir; es un mundo saturado por la escritura. Es una escritura que necesita otros soportes, otros códigos y tiene otros efectos. Me parece fundamental reconocer esta proliferación de la escritura en el siglo XXI, en el mundo digital; hasta el punto de que se puede interpretar que existen hoy muchas formas de comunicar, pero lo que se consume en todo momento en las pantallas es la escritura.

 

Escribimos más que nunca, pero de forma desagregada, fragmentada. Quizás irreconocible desde la perspectiva histórica. ¿Revolucionaria?

 

Sí. En efecto, lo hacemos de una forma muy distinta en el mundo digital y tiene que ver con la relación entre quien escribe y quien lee. Se escribe para leer y se lee para escribir. Es el fenómeno de las redes sociales, como paradigma. Hay una relación que antes no existía porque antes los objetos destinados a la lectura —los libros— y los destinados a acoger la escritura —los cuadernos, por ejemplo— eran diferentes. Un lector podía escribir en el libro —esa fue una buena noticia para los historiadores de la escritura porque podíamos acceder a las anotaciones de los lectores—, pero leer y escribir eran dos acontecimientos separados. Incluso hasta el siglo XIX se aprendía a leer y, más tarde, a algunos, se les enseñaba a escribir. Hoy, en el mundo digital, las dos prácticas se realizan sobre el mismo soporte.

 

Con el desarrollo de nuevos soportes digitales, casi parecen inseparables las acciones de leer y de escribir. Al menos para algunas generaciones. ¿Podemos referirnos, en este aspecto sí, a nativos digitales?

 

Estamos ante una profunda revolución relacionada con la integración de las prácticas de leer y escribir en una sola acción. Esta nueva relación escritura-lectura se ha hecho evidente en inglés con la palabra wreaders (write and read), que significa la alternancia entre leer y escribir y escribir y leer. Los nativos digitales ya son wreaders, lo que significa que son hábiles en el uso de las redes sociales, fundamentalmente; para quienes no pertenecen a esta nueva realidad hay una distinción fundamental en el soporte: por un lado, está el objeto leído —el libro— y por otro, los soportes en los que escribir como la carta, el cuaderno, el diario íntimo.

 

De alguna forma, el escritor ha perdido la autoridad de la que gozaba antes de que Internet y las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC) abrieran esa dualidad lectura-escritura.

 

La pregunta contiene la ambigüedad de la palabra escritor, que se definía en el campo de la producción literaria, filosófica, científica… No tenemos una palabra para definir los intercambios relacionados con la sociedad digital. Es gente que escribe, pero ¿los que escriben son escritores? ¿Tenemos que referenciarlos a los contenidos literarios, científicos o filosóficos todavía hoy? ¿Tenemos que basarnos en la frecuencia con la que lo practican? No sé cuál es la palabra que definiría el acto de escribir sin tener la consagración de escritor. Hay nuevas formas de escritura que no tienen que ver con la comunicación inmediata —que podríamos asociar a las prácticas digitales y a las redes sociales—, sino que pueden considerarse una evolución de la cultura en el entorno digital. La cultura digital se libera de las imposiciones de la cultura impresa con nuevos formatos multimedia, por ejemplo. El sonido, la imagen, la escritura, la música se combinan en el mundo digital de una forma que constituye una práctica cultural nueva, estética. Pero en la vida cotidiana lo que importa es la circulación de ideas, conocimientos, opiniones, informaciones verdaderas o falsas… El tejido cultural en la sociedad digital exige leer y escribir, pero la palabra escritor aún evoca a la producción intelectual, estética, científica. Y es ahí donde se evidencian las contradicciones del momento que vivimos.

 

En esta relación han aparecido, además, las máquinas, que son capaces también de escribir. Y no solo a un interlocutor, sino a varios al mismo tiempo.

 

No soy un especialista en esta cuestión, pero entiendo que si la tecnología produce textos es porque hay alguien detrás. Esta inteligencia artificial recibe órdenes de alguien inteligente para desencadenar el proceso; de otra forma, estamos en el territorio de la ciencia ficción, en que la máquina por sí misma decide producir textos sin intervención humana alguna. Hasta ahora, que yo sepa, hay siempre una inteligencia que no es artificial al inicio del proceso. De otra forma, estaremos antes una película de terror, una distopía. En mi visión, al menos.

 

¿Cuánto de distópico tiene en su opinión esa realidad en la que ya vivimos con máquinas que son capaces de orientar, tal vez dirigir, nuestra relación con el libro, e incluso con nuestros conciudadanos?

 

Esa es una cuestión distinta. Se refiere al papel que juegan los algoritmos y a la idea de que se pueden producir o reproducir hábitos y gustos a partir de la transformación de los individuos en bancos de datos. Es la lógica de los GAFAM3, la lógica que domina este mundo, que no es el mundo de la artificialidad productora, totalmente separada de la producción humana, sino que es un mundo en el que se pueden reproducir gustos y prácticas del comprador para ofrecerle justo lo que va a desear. Esta lógica algorítmica se contrapone al encuentro, a la sorpresa, al deseo original… que hasta ahora aplicaban las instituciones de la cultura impresa —la librería, el libro, la biblioteca…—. El algoritmo es lo contrario al deseo y su sustitución por lo ya deseado; es lo contrario a la lectura —en los libros y también en los diarios— como viaje, como aventura, como descubrimiento que invita a detenerse en un momento determinado ante la sorpresa. Si nos queremos resistir a la lógica que convierte a los individuos en bancos de datos, es imprescindible evitar las prácticas y los lugares que permiten una alternativa a esta idea de sorpresa ante lo inesperado.

 

Me encantaba mirar en los estantes más bajos de las librerías para descubrir textos ricos, desconocidos, para sorprenderme. Con la pantalla digital la experiencia es distinta, pero también descubro, aunque me hayan ayudado a ello.

 

En 2019, en una de sus últimas entrevistas, Rodríguez de las Heras insistía en la crisis de los lugares, en la crisis de la corporalidad, e insistía en que frente a este mundo digital innovador se debía mantener la cultura de los lugares; lo que significa mantener el libro, porque el libro es un lugar. En el castellano del Siglo del Oro “cuerpo” significaba a la vez “libro” y “humano”4, lo que nos lleva a la idea de una relación entre el libro, como cuerpo, y al ser humano no solo como alma, sino como cuerpo.

 

Si tenemos que ir buscando una palabra en español para definir a ese nuevo lector-escritor, parece que tendremos también que buscar otra para libro. Es el reto de la digitalización.

 

Lo que está en cuestión es la noción misma de libro. El libro, no como objeto material, sino como forma discursiva. El libro es una arquitectura en la que cada elemento juega un papel en su lugar. Cada fragmento de esta arquitectura cobra sentido porque forma parte de una totalidad, es el fragmento de algo. La novedad radical es que, en la realidad digital, los discursos son piezas que se pueden componer, asociar, distribuir de manera separada por parte del lector-escritor. De las Heras comparaba esas partes del discurso digital con las piezas de un Lego, que se pueden componer en varias formaciones. Al final de todo, lo que está en cuestión es la consideración, el valor, del libro —del que siempre se conocía una autoría, era una arquitectura construida por alguien identificado— y de la propia escritura. La miniaturización de los objetos es una realidad fundamental, no solo material sino también desde la perspectiva cultural. La reducción del tamaño de los objetos se ha trasladado al espacio y la posibilidad de que estos nuevos aparatos nos acompañen en todo momento y en todo lugar nos lanza varios desafíos. Por ejemplo, en el ámbito de la transmisión de conocimiento.

 

¿Cree que, en ese sentido, la digitalización y la miniaturización conducen a la precarización cultural y afectan a la auctoritas del escritor tradicional?

 

En la sociedad digital hay ruido, confusión, lectores-escritores y escritores-lectores… Se desarrollan nuevas formas de textualidad y de escritura que tienen como paradigma la velocidad, la desatención y, por tanto, han perdido también la capacidad crítica. No existe una autoevaluación en esta nueva relación lector-escritor y eso da pie a la generación de las teorías más absurdas y a las manipulaciones más evidentes, en particular en el polémico campo de la política.

No debemos olvidar que las tecnologías son lo que los humanos hacen de ellas y no lo hacen de forma inconsciente, sino en el marco de tensiones y de conflictos. Petrucci hablaba de “el poder sobre la escritura” y de “el poder de la escritura”. El primero se refiere a las empresas, a la propaganda; el poder de la escritura tiene que ver con el nuevo mundo digital, que abre nuevos límites a un universo —la escritura— que parecía caduco.

 

¿Qué valor concede al desarrollo de las tecnologías de voz? Al hecho de que cada día las máquinas nos entiendan mejor y podamos dictarles mensajes que entienden, procesan e incluso nos responden con sus propias voces.

 

Estamos en un nuevo momento en la relación de la voz y el texto. Hay un retorno de la voz al mundo de los textos. En la Edad Media y hasta el siglo XIX se leía para que otros escucharan y se habilitaban espacios para que así fuera. Con el desarrollo de nuevas tecnologías, hemos recuperado la voz como forma para transmitir el texto. Cuando pensemos en la relación entre oralidad y textualidad, no debemos dejar pasar la diferencia que existe en términos de fijación del conocimiento: en el caso de la oralidad no hay separación entre la enunciación y lo enunciado —lo que está enunciado desaparece cuando la enunciación acaba—; la fijación escrita era una manera de dar objetividad, permanencia a los enunciados. Esta diferencia no significa que la comunicación oral no tenga relevancia, pero sí quiero subrayar que, a la hora de transferir conocimiento, en la educación o en la información, nada puede sustituir a la palabra escrita sobre un soporte, cualquiera que sea.

 

Eso me lleva a los cambios que se están produciendo en la educación a todos los niveles. Y hasta qué punto la transferencia de conocimiento está condicionada por la crisis de los lugares, el desarrollo tecnológico y el cambio cultural que se deriva de esa crisis asociada a la escritura.

 

La enseñanza online ha sido una posibilidad para mantener la actividad educativa durante la pandemia; antes habíamos conocido el desarrollo de los cursos online, que permiten reducir o eliminar los costes que supone la enseñanza presencial. La cuestión está en saber si esta forma se puede establecer universalmente. Tiene que ver con la crisis de los lugares, entendidos como espacios de encuentro entre los seres humanos en su totalidad. La corporalidad juega un papel que todavía no ha sido sustituido por ninguna tecnología digital. Creo que el reto está en mantener la cultura del lugar a la vez que se desarrollan las tecnologías digitales y una nueva forma de comunicación. Lo relevante, en mi opinión, es no creer en la idea de la equivalencia: cada una de estas formas de transmisión del conocimiento o de la belleza tiene su propia lógica. A partir de esa lógica propia se consiguen unos efectos. Si asumimos esta idea de la no equivalencia como punto de partida, entenderemos que es posible mantener la presencialidad en las aulas —donde se encuentran los libros como cuerpos y no solo como textos— o la librería. No hay equivalencia entre libro físico y pantalla; no la hay entre la lógica algorítmica y la lógica topográfica.

 

¿Por qué seguimos entonces instalados en la equivalencia? ¿Por qué no empezamos a describir esta nueva realidad con nuevos términos? ¿Qué nos lo impide?

 

La pantalla no es una página. No es posible una identificación. Por consiguiente, hay que tratar el texto de manera distinta. Asumirlo nos abrirá un universo de posibilidades para la creación, para nuevos formatos de escritura. La publicación digital se ha circunscrito hasta ahora dentro de los límites de la cultura impresa —copia privada, propiedad intelectual…—. Una cultura digital consciente de sus propios límites y de sus posibilidades nos puede ayudar también a considerar el libro como una arquitectura que puede mantenerse como uno de los vehículos para la transmisión de la creación intelectual. El momento presente exige tomar conciencia de las posibilidades que ofrece el universo digital, más amplias, más allá de los condicionantes que existían en la cultura impresa o manuscrita: propiedad intelectual, paginación… Es un reto a la imaginación. No se trata solo de superar los límites de la cultura impresa sino de atender a los retos, desafíos o peligros de la cultura digital, atender a los efectos de las redes sociales y otros formatos para la transferencia de conocimiento a nuestro alcance.

 

Notas

 

 1Homenaje al profesor Antonio Rodríguez de las Heras, en la UC3M. Disponible en: https://www.uc3m.es/instituto-cultura-tecnologia/homenaje-rodriguez-heras

 2Armando Petrucci (Italia, 1932-2018). Después de graduarse en Literatura por la Universidad de Roma La Sapienza en 1955, fue paleógrafo, medievalista, bibliotecario y archivista, además de profesor de paleografía en las universidades de Palermo y Roma y, finalmente, en la Escuela Normal Superior de Pisa. Fue director de las revistas Scrittura e Civiltà y de y Alfabetismo e cultura scritta. Es autor, entre otros muchos, de La escritura y de Alfabetismo, escritura, sociedad.

 3El acrónimo GAFAM se refiere a las cinco grandes empresas tecnológicas estadounidenses: Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft.

 4La RAE define “cuerpo” como: 1. m. Aquello que tiene extensión limitada, perceptible por los sentidos. 2. m. Conjunto de los sistemas orgánicos que constituyen un ser vivo. […] 6. m. volumen (libro encuadernado). La librería tiene dos mil cuerpos. Disponible en: https://dle.rae.es/cuerpo

 

 

 

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