Neorrancios/Neoprogres: Controversia ideológica "generacional". F. Soriguer

Desde mi punto de vista, dentro de las ideas de progreso en la sociedad se están fraguando cambios que sin duda van a terminar en un enfrentamiento ideológico y en cierto sentido también "generacional. Las ideas de algunos sectores progresistas actuales críticos con la izquierda más clásica se pueden encontrar en un artículo publicado recientemente en El País y que está escrito por Begoña Gómez Urzaiz que coordina un libro que sale a la venta en enero y que se titula Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia.

Cuando lo leí sentí una gran irritación por sus aseveraciones y pensé en responder a esa publicación pero un amigo, Federico Soriguer, ya lo había hecho y quedé muy satisfecho con su artículo por lo que decídí publicar ambos para generar polémica y debate sobre estas "nuevas tendencias" del pensamiento.

A continuación transcribo el artículo de Federico Soriguer y después el artículo de Begoña Gómez publicado en El País para quién no lo haya leído y pueda situarse en la controversia en cuestión. 

Instrucciones para reconocer a un neoprogre

 

Federico Soriguer. Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias. 




 

Begoña Gómez Urzaiz ha escrito recientemente un artículo en El País (“Instrucciones para reconocer un neorrancio”), de cuyo título es deudor este que ahora tienen en sus manos.


 El artículo rebosa desdén hacia una izquierda a la que califica con el neologismo de neo (rancios). Pero sobre todo rebosa tanta seguridad que apabulla.  Su manera de expresarse es frecuente en parte de una generación, quizás la primera de la historia de España, para la que el presente no ha sido un problema. No es sorprendente, quizás, pues despreocupados de las cosas de este mundo, encuentran tiempo para pontificar desde una ética de máximos que se pueden permitir. 


 Hay que reconocer que el término rancio, utilizado por la autora y dirigido a la izquierda socialdemócrata tiene su aquel, además de bastante mala uva. Por rancios se reconoce a las personas anticuadas, con ideas pasadas de moda, pero también a los aburridos se les llama rancios y aplicado a los alimentos identifica a aquellos ligeramente corrompidos por el paso del tiempo. No está nada mal como insulto. Es un insulto civilizado lo que es de agradecer. El prefijo neo (rancio) no añade nada nuevo, solo aumenta el desdén que supone el llamarlos, además, nostálgicos. Así que ahora, gracias a su lucidez, sabemos que en nuestro país hay unos ciudadanos de izquierdas que son rancios, aburridos, corruptos y nostálgicos.  ¿Y quiénes son estos rancios para Begoña Gómez Urzaiz?  


Pues son aquellos que creen que la transición mereció la pena, precisamente porque todos, por primera vez en la historia de nuestro país, renunciaron a la ética de máximos (a la ética de la convicción) asumiendo que la convivencia bien vale una misa de pragmatismo. Son aquellos que creen  que se puede estar contra los nacionalismos supremacistas y etnolingüísticas sin ser un nacionalista español ni de extrema derecha. Que el identitarismo como sujeto histórico es un concepto prepolítico. Que el sexo precede al género, pero que aquel no se concibe sin este. Que la negación de la naturaleza humana no es lo mismo que la imprescindible consideración del cuerpo como sujeto de interpretación cultural. Que la lactancia materna (hablando de la escritora Iris Simon a la que equipara con la extrema derecha), es hoy una opción, pero no una opción anticuada. Como no lo es ni la maternidad ni la paternidad, que nuestra autora  incluye en una ideología nefasta, el natalismo, aunque desde luego sobremos humanos en el mundo. Que el nativismo, (otro tótem neoprogre) es una forma de racismo invertido más propio de un paternalismo o maternalismo de nuevo cuño, disfrazado de cordero. Que la cultura de la cancelación recuerda más a Savaranola que a Amelia Varcarcel. Que el feminismo no lo ha inventado nuestra autora, y del que España tiene sobradas representantes de la generación neorrancia de izquierdas a las que debería mostrar un cierto agradecimiento.  Que el cambio climático es un asunto tan serio que harían bien en no apropiárselo en exclusiva.  Que el” spleen, esa mezcla de melancolía e irritación que impregna su artículo y el aburrimiento post moderno son un lujo de una neo (clase) (¡más neos ¡) que plagiando el ingenioso calificativo de nuestra autora hemos llamado en el título neoprogre. Una neo (clase) que mira con desdén a todos aquellos que no se ajustan a sus ensoñaciones, entre las que sobresale un anticapitalismo ingenuo, cuya supervivencia achacan a esa izquierda nostálgica y neo (rancia). 


Unos neo (progres) que critican a la tradición y a la racionalidad propias de la modernidad occidental y han encontrado en filósofos como Foucault, Derrida, Deleuze, Vattimo, o Butler entre otros, un nuevo sujeto histórico (¡ellos mismos¡) por el que merece la pena luchar. Una corriente filosófica que les ha proporcionado el consuelo espiritual del “no compromiso” con el que navegan confortablemente por el interior de ese mismo capitalismo cuyas contradicciones habrían sido superadas por el consumo, en este caso el consumo del propio cuerpo, del que, propietarios al fin,  han convertido en su gran, y para muchos único, objetivo político.


 Un discurso político reduccionista impregnado de una moralina no muy distinta a la de las viejas homilías de los misioneros dominicos y de los viejos marxistas.  Tengo que reconocer que leer a esta nueva hornada de intelectuales es muy estimulante.  Te mantienen despierto. El artículo me ha gustado por ser un verdadero devocionario concebido para alcanzar el cielo de los progres mientras con desprecio y sin indulgencias, dejan el infierno para que los rancios lo administren, pues no es de buen gusto ensuciarse las manos con la realidad.  Como lectura, desde luego, no puede ser más entretenido. Sin embargo, hasta ahora no parece que nadie haga mucho caso a estos neos (progres). Me refiero a nadie con poder, pues el capitalismo más extractivo ha encontrado en ellos sus mejores aliados. Sus trofeos son las migajas que el sistema les regala sobre su obsesión identitaria y la propiedad de su cuerpo.  Tienen mucho parecido con aquellos viejos anarquistas, que poseídos de la buena nueva, vivían de espaldas a la realidad, aunque a aquellos les preocupaba el bien común, desdeñaban el confort, iban en alpargatas y muchos murieron o dieron con sus huesos en la cárcel. 


Por el contrario, estos neos (progres), que llaman rancios, anticuados y nostálgicos a quienes desde la izquierda son simplemente pragmáticos, presumen de una lucidez cósmica que no les impide vestir con zapatos de mil euros o escribir en las revistas de moda donde el consumismo incuba sus huevos. Las contradicciones, como la culpa, son cosa de las viejas ideologías. Frente a la nostalgia neo (rancia), las propuestas del adanismo neo (progre) ya sean   trans (modernas), trans (democráticas), trans (genéricas), trans (identitarias), trans (humanas), no son sino atrevidas iniciativas que hasta ahora lo único que han conseguido es despertar a la bestia que toda comunidad lleva dentro, esperando que los enteradillos de cada generación la provoquen. 

 Pero cuando esto ocurra, si ocurre, será ya demasiado tarde y una vez más la historia habrá pasado por encima de una generación. Entonces tal vez, solo tal vez, aprendan el verdadero significado de esa nostalgia que, con tanto desprecio, adjudican a estos neos (rancios) que permanecen aquí abajo lidiando con el mundo real, mientras que ellos, los nuevos progres, aletean en el cielo de los justos implorando a sus dioses y diosas particulares el perdón (de los rancios) “porque no saben lo que hacen”. Lo que es muy de agradecer pues es bien sabido que no hay nada más gratificante para un viejo militante de izquierdas, que las monjas de clausura recen por sus almas. 

 

 

 

 

TRIBUNA

Instrucciones para reconocer a un neorrancio

 

La nostalgia, el término de moda, solo pueden permitírsela algunos y es la herramienta más eficaz para acabar con toda insurrección. Hay a quienes les genera, además de desazón, una inmensa pereza

 

BEGOÑA GÓMEZ URZAIZ

 

El País. 7 de Diciembre de 2021

 

 


                                                                         NICOLÁS AZNÁREZ

 

—¿Debería volver a implantarse el servicio militar en España?

—Qué es peor para una mujer, ¿divorciarse o que le toquen el culo?

—Qué prefieres, ¿irte de Erasmus a copular y comer Doritos o tener familia y propiedad inmobiliaria antes de los 30?

 

Ninguna de las tres preguntas tiene mucho sentido, porque plantean dicotomías falsas y un tanto absurdas. La de la mili presenta un debate que no está ni por asomo en la agenda política española. Ni siquiera Vox se atreve a pedir muy alto que vuelva el servicio militar obligatorio. Y, sin embargo, las tres cuestiones se han formulado en foros públicos en los últimos meses y responden al mismo fenómeno, que podríamos llamar “pensamiento neorrancio” y que es hábil a la hora de dar nuevos estilismos a ideas muy antiguas.

 

La primera pregunta dio para un programa entero de Gen Playz. El formato, que se emite en el área digital de RTVE y acaba de recibir un premio Ondas, está pensado para viralizar fragmentos especialmente polémicos en redes. Eso sucedió con uno en el que el politólogo y opinador Hasel Paris Álvarez defendía que habría que instaurar un servicio militar obligatorio para reintroducir la “disciplina” en una “sociedad deshilachada” y “crear un espíritu de hermandad entre españoles de distintas regiones”.

 

La segunda pregunta se la planteó el periodista Pedro Herrero en el podcast que conduce a la diputada de Más Madrid Clara R. San Miguel y en realidad no era una pregunta sino la manera que encontró el presentador, coautor de un libro reciente titulado Extremo centro: el manifiesto (Deusto), de matar dos pájaros con un solo tiro de misoginia paternalista: por un lado, quitaba hierro a los abusos sexuales (que calificó de “milongas de Harvey Weinstein”) y, por otro, promovía la que es su principal agenda, la defensa de la familia tradicional. Herrero se autodenomina “faminazi” y hace apología del adosado, el todoterreno y la barbacoa. Con carne.

 

Por último, la tercera es una de las disyuntivas que incluye el primer capítulo de Feria (Círculo de Tiza), el libro superventas que ha aupado a su autora, la periodista Ana Iris Simón, al estatus de opinadora polarizante. Simón es quizá la voz que mejor ha congregado a todo un movimiento que se denomina de izquierdas, desconfía de lo que llaman “deriva identitaria” y en general de cualquier idea surgida en las últimas dos décadas, y prefiere la melancolía por los tiempos mejores. La tesis del libro y del artículo que lo suscitó es que la autora siente envidia por la vida de sus padres, que lograron comprarse un adosado y formar una familia antes de cumplir los 30 años en los años noventa. Eso ahora, denuncia, resulta imposible si no se viene de dinero.

 

Feria es, como señalan muchos, una novela, aunque una tan atravesada de ideología que Santiago Abascal la paseó por el Congreso de los Diputados. Pero su autora ha desgranado de manera mucho más explícita su pensamiento en las columnas que escribe en este diario y lo hizo también de manera sucinta y viral en su famosa intervención en La Moncloa, en la que logró sintetizar en pocos minutos una propuesta política muy particular, con elementos autárquicos, natalistas, antiglobalistas, euroescépticos y ecoescépticos. Todo quedó resumido en esa frase final que se llevó tantos aplausos en las redes y en las columnas de los medios tradicionales, a quienes este discurso les pareció en gran parte refrescante, quizá porque lo pronunciaba una mujer joven: “Está muy bien y es necesario ayudar a empresas y emprendedores en sus tareas ecológicas. Y está bien ponerle wifi al campo, pero no hay Agenda 2030 ni Plan 2050 si en 2021 no hay techos para placas solares porque no tenemos casas, ni niños que se conecten al wifi porque no tenemos niños”.

 

La propuesta neorrancia tiene cierta transversalidad política. Abarca tanto a una izquierda antidentitaria o izquierda rojiparda, que cree que el énfasis en las cuestiones raciales y de género tiene un efecto desmovilizador y perjudica a la clase trabajadora. Para ellos, un obrero es siempre un señor blanco, y nunca, por ejemplo, una mujer racializada. Pero también conquista a la derecha tradicional —no en vano alguien como Juan Manuel de Prada fue uno de los defensores más tempranos de Simón— y guiña el ojo a ese extremo centro del que hablábamos. La etiqueta la acuñó hace un lustro el periodista Íñigo Lomana y algunos de los que se adscriben a esa corriente se han apropiado del nombre con alegría irónica. Se llama así a quienes maquillan ideas muy connotadas (connotadamente de derechas), haciéndolas pasar por sensatez y sentido común equidistante.

 

No es difícil entender este éxito de lo neorrancio. Por un lado, el mensaje neorrancio viene empaquetado en un envoltorio muy popular y fácil de comprar, que habla del pueblo (el de cada uno), la familia (la de siempre) y la memoria (individual, no histórica ni colectiva). Además, si lo neorrancio tiene cierto alcance es porque linda por distintos lados con otros discursos muy en boga. De hecho, casi todo el mundo puede encontrar en su repertorio de ideas una pequeña porción de neorranciedad.

 

Cuando desde lo neorrancio se reivindica a veces el natalismo (¡faltan bebés españoles!) o una maternidad muy esencialista, que debería ser temprana, e idealiza, por ejemplo, la lactancia materna, está guiñándole el ojo a las corrientes de crianza alternativa que también van por ahí. Cuando un neorrancio despotrica de lo políticamente correcto (en una reunión reconocerán a un neorrancio por lo poco que tarda en reírse de los talleres de masculinidades y del lenguaje inclusivo, auténticas obsesiones) se gana rápidamente el favor de todos los que creen de verdad que nos acecha la censura y la ortodoxia puritana, sin tener en cuenta que por aquí todavía no se ha cancelado a nadie. Al idealizar la España vaciada hay por supuesto un contingente importante de personas que encuentran atractivo el discurso anticapitalino. Y ejerciendo como argamasa de todo el conjunto, está el nacionalismo español, que tiene la peculiaridad de ser invisible e indetectable para quien lo padece.

 

Quienes hablan neorrancio, porque lo neorrancio es también un lenguaje con el que se escriben tuits y columnas, se inhiben de los debates que tensionan esta década, como la emergencia climática. Descartan, cuando no ridiculizan las demandas del feminismo, o de aquel feminismo que consideran poco sensato, porque a ellos las feministas les gustan poco vocingleras. Si abordan la reivindicación transexual es para mal, porque menudo invento de la modernidad neoliberal querer vivir con el género sentido.

 

En cambio, sí dicen preocuparse por la pobreza generacional, la precariedad laboral y el acceso a la vivienda. Lo malo es que las recetas que aportan para solucionar esos problemas tienen poco sentido ya. No parece muy conductivo para el bien común soñar con una hipoteca temprana cuando la burbuja ha pinchado no una sino varias veces, y se ha demostrado que la idea de endeudarse de por vida para ser pequeño propietario de unos cuantos metros cuadrados que se puedan legar a la siguiente generación no contribuye a paliar la desigualdad estructural, sino todo lo contrario. Tampoco tiene mucho sentido replegarse en la entronización del terruño y de la familia de sangre, que han sido colchón protector para mucha gente, pero también escenario de infiernos domésticos para cualquiera que se haya salido de la norma. La nostalgia, el término de moda, solo pueden permitírsela algunos y es la herramienta más eficaz para acabar con toda insurrección. Hay a quienes nos genera, además de desazón, una inmensa pereza.

 

Begoña Gómez Urzaiz es periodista y ha coordinado el libro Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia (VV.AA., Península), que se publicará en enero.

 

 

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