Tres breves columnas para pensar. M. Vicent/ V. Lapuente/E. Brum

Una breve columna del escritor Manuel Vicent sobre nuestro tiempo y nuestros jóvenes. Tras su lectura, surgirá la pregunta: ¿qué hacer?


Qué más da

Un fantasma recorre el mundo: es el fantasma de la resignación. Este es un momento de la historia en que frente a cualquier escándalo político, desastre económico o injusticia flagrante muchos jóvenes se sorprenden diciendo qué más da, todos son iguales, yo a lo mío, esto es lo que hay, con la que está cayendo más vale callar y abrir el paraguas. 

A caballo de un populismo grosero, de la ingente basura mediática y de la peste que propagan las redes sociales asciende la extrema derecha de forma imparable, pero la gente se encoge de hombros muy resignada como si se tratara de un fenómeno siniestro e inevitable que nos depara el tiempo. Cada día se acrecienta más la convicción de que hagas lo que hagas no servirá de nada, de modo que lo mejor será refugiarse dentro de uno mismo y convertir los pequeños placeres más a mano en un baluarte inexpugnable.

 Bebamos, bebamos mientras el viejo mundo se viene abajo. Ignoro si esta actitud constituye una alta conquista del espíritu o se trata de una infame derrota que te convierte en la mermelada ideal para que el poder se haga contigo una tostada. Recuerdo que después de una charla en un pueblo de la España profunda en la que, hace ya mucho tiempo, con un optimismo progresista hablé de los derechos a la justicia, a la igualdad, a la salud, al placer, a la felicidad y a todos los dones que nos ofrece naturaleza, a la hora de establecer un diálogo con el público una anciana vestida de negro sentada en primera fila me preguntó: “¿Qué edad tiene usted?”. “50 años”, le dije. La anciana con cierta sorna replicó: “Pues, a partir de ahora, hijo mío, mucha resignación”. 


Como si se tratara de una artrosis del espíritu la resignación ha sido siempre cosa de viejos. Pero el fantasma que recorre el mundo es un fenómeno nuevo: el de los jóvenes resignados ante la mierda que les cae encima desde el palo más alto del gallinero.


¿Por qué eres de izquierdas o de derechas?

 Cada uno tiene sus razones: voto al mismo partido que mis padres (o al partido rival, por llevarles la contraria), vengo de un barrio obrero, fui a un colegio de monjas, escuchaba tertulias políticas a una tierna edad, entre otras. Pero todos tenemos claro que ha sido un proceso racional: hemos elegido conscientemente la ideología que mejor se ajusta a cómo vemos el mundo.


Sin embargo, diversos estudios científicos sugieren que nuestra ideología está determinada también por aspectos inconscientes. La estructura neuronal de las personas de izquierdas y derechas es distinta. Los progresistas tienen más materia gris en el córtex del cíngulo anterior y los conservadores en la amígdala derecha. Frente a estímulos idénticos, la gente de derechas frunce el ceño y parpadea más. Y, aunque los análisis genéticos son difíciles, parece que también progresistas y conservadores nos diferenciamos en un gen receptor de la dopamina.


Según algunos expertos, como John Hibbing, lo que caracteriza a las personas de derechas es que son más sensibles a los cambios (de comida, población, costumbres, lo que sea); sobre todo, los percibidos como negativos o inciertos. Por el contrario, allá donde los conservadores ven una amenaza, los progresistas adivinan una oportunidad.


Y esto hace que nuestras vidas sean ligeramente distintas. Los conservadores prefieren el arte realista y los progresistas el abstracto; los hogares de derechas tienen más productos de limpieza y calendarios; y los de izquierdas, más maletas y libros. Y también conduce a diferentes actitudes políticas. Las personas de derechas, más susceptibles a los estímulos negativos, prefieren políticas que reduzcan las amenazas (como gasto en defensa o trato duro a los criminales) y que fomenten la conformidad social (cantar el himno en la escuela), la responsabilidad individual (oposición a ayudas públicas generosas) o la tradición (religiosa y familiar).


Pero que la ideología esté parcialmente (ojo, no totalmente) programada en nuestro subconsciente no quiere decir que izquierdistas y derechistas estemos condenados a enfrentarnos, sino todo lo contrario. Saber que la sociedad es un mosaico de personalidades políticas debería ayudarnos a comprender que ninguna ideología es esencialmente superior. Y que, por tanto, pactar con el otro es dialogar con la naturaleza humana.



La pérdida del instinto de supervivencia

Negacionismo es una palabra que se ha instalado en el léxico mundial, popularizada por negacionistas profesionales que han sido elegidos presidentes. El problema es que el negacionista es siempre el otro. El problema aún mayor es que la mayoría de la población mundial es negacionista, incluso aquellos que están seguros de no serlo. No basta con aceptar la obviedad de la emergencia climática, eso es fácil. Si el negacionismo de neofascistas como Donald Trump y Jair Bolsonaro es calculado, solo puede realizarse gracias al negacionismo sincero, el de base, que aqueja a la mayoría de la población e incluso a científicos, periodistas y pensadores. Debemos considerar el negacionismo como algo mucho más profundo, que puede llevarnos a la extinción como especie, al anular nuestro propio instinto de supervivencia.


En este momento, la Tierra ya se ha calentado 1,1 grados. La COP26 demostró que, con estos gobernantes, difícilmente podremos detener el calentamiento global en 1,5 grados o incluso en 2. Cada medio grado más empeora las condiciones de nuestra vida en el planeta. Las generaciones actuales se enfrentan al mayor desafío de la trayectoria humana: una minoría dominante está cambiando el clima y la morfología del planeta, amenazando al conjunto de los humanos con la extinción. ¿Qué puede ser peor que eso?

Nada. Y, sin embargo, la mayoría vive como si hubiera un mañana.


 Si el negacionismo no estuviera tan arraigado, ninguna persona estaría pensando en otra cosa desde que se levanta hasta que se va a dormir (quienes aún consiguen dormir), excepto en impedir que gobiernos, multimillonarios y sus empresas transnacionales sigan destruyendo nuestra casa-planeta. Y, sin embargo, la mayoría hace de la emergencia climática un tema paralelo. Por eso la desesperación de los adolescentes, que se ven obligados a convertirse en activistas del clima para contrarrestar el negacionismo de los adultos. Gritan que la casa está en llamas y reciben de vuelta las miradas indiferentes de padres y maestros que hablan de cosas amenas mientras las llamas ya lamen el sillón donde están sentados. 


Mi hipótesis es que el negacionismo —el sincero, no el calculado— es una adaptación a la emergencia climática. La gente siente la corrosión del planeta en sus huesos, las crisis de ansiedad alcanzan el nivel de contagio, el insomnio se propaga. Sin saber afrontar lo que les aterra desde dentro, viven como si la catástrofe en curso no existiera. Este recurso garantizaría la supervivencia inmediata, protegiendo mediante la negación a un cuerpo incapaz de abarcar la magnitud de la amenaza. Los instintos de supervivencia que deberían generar acción se anulan para evitar el colapso inmediato de este cuerpo y, a la inversa, asegurar la supervivencia subjetiva. A la vez, al suprimir los instintos que llevarían a la acción, compromete la supervivencia efectiva no solo del individuo, sino de la colectividad. Descubrir cómo romper este mecanismo que nos lleva a la autoaniquilación por inacción es nuestra mayor urgencia.

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