La ciencia, el ascua y la sardina. I. Alonso Tinoco

                           La ciencia, el ascua y la sardina

                                                            Ildefonso Alonso Tinoco


  Cada época histórica tiene sus valores dominantes y la nuestra, naturalmente, tiene también los suyos. Esto no es caprichoso ni casual; la historia es una evolución, tiene un sentido y es irreversible. Está claro que vivimos en pleno desarrollo de una época científico-técnica y nuestro mundo actual es efecto y causa de ello. Parece la gran hora de los logros científicos; todas las esperanzas se miden en probabilidades científicas. La ciencia tiene prestigio.

  Y, como siempre, los advenedizos culturales bullen pegajosamente en torno al valor dominante: todos queremos ser científicos. Aún peor: todo quiere ser científico. Los detergentes son “científicos”, las agencias matrimoniales aseguran “rigor científico”, la fotografía ya no quiere ser arte y empieza a ser “científica” y, por supuesto, las cremas y cachivaches de belleza son científicos (por eso se venden en farmacias). Y hoy he oído -ahora mismo- que la parapsicología es científica. Pero hay más: hace unos días pude leer en el pórtico de una iglesia de Madrid (increíble), “cursillos de teología científica para seglares”.

  Los ejemplos, los vemos a diario, pueden ser interminables y muchos de ellos francamente graciosos; aunque no conozco el caso estoy seguro -es cuestión de buscar- que habrá quien hable de milagros científicamente demostrados, de fútbol científico o de música científica.

  Pero no; ni mucho menos. Todo no es ciencia ni puede serlo y eso no significa desdoro ninguno. La ciencia tiene una serie de precisiones que la constituyen como tal; las ramas de estudio que las cumplen son científicas y no lo son las que no las tienen. Así de simple. Entre otras cosillas, una ciencia exige: que el objeto a estudiar sea un “observable” (accesible a nuestros sentidos o a sus “prolongaciones”: microscopios, oscilógrafos, etc.); luego, de momento, no puede hacerse ciencia sobre “espíritus”. Se podrá hacer ciencia con Dios cuando se le pueda pesar, medir o contar -lo cual parece un tanto difícil- y nunca antes. 

En segundo lugar, el objeto debe ser experimentable; debe ser “manejable” para poder operar con él variando a voluntad los factores que le influyan o se relacionen. Tanto la observación como la experimentación, deben ser intersubjetivas, es decir: apreciables de igual modo por mí o por otra persona en iguales condiciones (no valen las “visiones”, ni los “éxtasis”, ni las “revelaciones” particulares, etc.). A esto hay que añadir como imprescindible un método científico de trabajo, basado en una hipótesis (sobre supuestos coherentes), experimentación y contraste con la realidad y, finalmente, desarrollo de una teoría como colofón. La teoría opera con conclusiones “válidas” (no con “verdades”) y por su misma naturaleza es relativa y revisable.Sin todo esto, en principio, no puede hablarse de ciencia. Realmente, hay pocas ciencias.Evidentemente bajo una crema limpiadora o tras un detergente, pongamos por caso, puede existir un proceso químico o de investigación, pero no van por ahí los tiros.

  La ciencia se está empleando para prestigiar los productos comerciales y también los valores culturales decrépitos o en decadencia. Y esto, en el mejor de los casos, es crear confusión y en el peor, un engaño. Por una parte solo es científico lo que puede serlo y, por otra, la publicidad solo puede (debe) basarse en las características propias de los productos a promocionar. Este ambiente pseudo científico de la publicidad, pretende transvasar el prestigio que hoy tiene la ciencia a cada uno de sus productos (anuncios con bata blanca, microscopios, explicaciones técnicas, que por otra parte el gran público no suele entender ni puede asimilar, etc.). Desde luego esto le es muy útil a la publicidad para vender sus productos (aureola de seguridad, eficacia, seriedad...),pero no es correcto y, desde luego, a la larga, acabará por depreciar el instrumento, es decir: la ciencia. 

Si de alguna manera, el marco científico empuja al comprador a fiarse de la nevera, también los fracasos de la nevera inducirán, a la larga, desconfianza hacia ese marco científico. Esto es importante. A esto se le llama “utilizar” y el resultado es que los símbolos empleados van sucesivamente gastándose. Es un proceso totalmente generalizado y cuyas consecuencias con el paso del tiempo pueden ser muy negativas aunque poco espectaculares. Que el prototipo de hombre al uso sea “quemado” por la publicidad puede no tener gran importancia pero que la confianza o valoración de la ciencia vayan degenerando sí la tiene; no puede asociarse alegremente la bata banca a tal detergente, que lava mucho más blanco todavía. La medicina preventiva a nivel social, por ejemplo, depende en gran modo de la confianza y concepto que la población tenga de su medicina.

  Otro aspecto interesante es el “chaqueteo” de los valores. Realmente no hay por qué sorprenderse: es algo viejísimo y se puede contemplar numerosas veces a lo largo de la historia. Sin embargo, es siempre curioso constatarlo. A mí lo de “teología científica” me llegó realmente al alma. Enumerar las veces que la ciencia ha sido anatematizada sería larguísimo. Recordar a Galileo, Jordano Bruno, Miguel Servet...nunca está de más. Y ahora resulta que...hay teología científica. ¿Cómo resultaría si hablásemos de aspirinas teológicas? Y, sin embargo, es la misma deformación. La religión y la ciencia tienen verdaderamente muy poco que ver y ello no significa necesariamente agravio para ninguna de las dos. Al César lo que es del César. Cuando la ciencia se topa con la creencia, una de las dos sale seriamente perjudicada.

  









                                                                                                


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