Dos miradas peculiares de la realidad

 



Corona e inconsciente colectivo

 

Olivia Muñoz-Rojas Oscarsson. Agosto 2020. El País

 

Doctora en Sociología por la London School of Economics, máster en Humanidades y Pensamiento Social por la New York University y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense, estudió asimismo en las universidades de Uppsala y Lund en Suecia.

 

En momentos como el actual, de quiebra de nuestra realidad consensuada, de nuestras expectativas y convenciones sociales, por la pandemia, operan con mayor fuerza los mecanismos del inconsciente colectivo. Junto al inconsciente personal que estudió su maestro Freud, el psicólogo suizo Carl Jung (1875-1961) identificaba un inconsciente colectivo o psique objetiva, hecha de instintos y símbolos universales. Una suerte de herencia mental compartida que explicaría la continuidad en el tiempo y a través de culturas de ciertas imágenes y hábitos humanos primigenios. Así, varios autores se han preguntado por qué ha prendido el movimiento contra la violencia racial en medio de la pandemia de la covid-19.

 

La teóloga Catherine Keller sugería que las últimas palabras de George Floyd antes de fallecer, “No puedo respirar”, son una poderosa metáfora de una época y una experiencia, la de la asfixia, que, súbitamente, todos podemos presentir. La agonía de Floyd evocaría no solamente la lacra de la violencia racial, sino el miedo a morir asfixiados si enfermamos de la covid y a una progresiva asfixia del planeta por el cambio climático. Nos recuerda Keller que para los antiguos griegos el pneuma, la respiración, fue el principio de todo. Podríamos pensar que nuestro inconsciente colectivo reaccionó enérgicamente a las palabras de Floyd, porque como especie nos sentimos amenazados en lo más esencial: nuestras posibilidades de seguir respirando.

 

En un sentido análogo, cabría quizá una lectura subterránea o inconsciente de la coincidencia de la crisis del coronavirus y la crítica situación que vive la Corona española. Una misma palabra, corona, evoca dos acontecimientos distintos, pero, desde una perspectiva junguiana, su simultaneidad podría obedecer a asociaciones de imágenes y sentido más profundas. Dicho de otro modo, es posible que no sea casual esta coincidencia en el tiempo. Si nos remitimos a su etimología, la palabra latina corona procede del indoeuropeo sker, alterar o doblar un objeto. Como ornamento que se coloca sobre la cabeza de un líder o representante de la autoridad, existe en prácticamente todas las culturas. Pervive una extensa tipología de coronas mitológicas, reales y religiosas y, frecuentemente, hallamos una relación metonímica entre el ornamento y su portador: la corona es el rey o la reina. Vegetales, en la cultura grecorromana; de plumas, en las prehispánicas; de oro, emulando el sol, en el antiguo Egipto… o como un halo de luz, en la representación de numerosas deidades en todo el mundo. Es precisamente por su parecido con la corona solar, visto a través de un microscopio, por lo que el coronavirus recibe este nombre.

 

“Con las palabras rescatas el inframundo”, escribió Jung en su Libro rojo, manuscrito entre 1914 y 1930 y publicado solamente en 2009. La omnipresencia de la palabra corona ligada a la pandemia ha podido despertar en nosotros una sensibilidad especial respecto de la trascendencia de este símbolo universal. Portador de una ambigüedad originaria, como todo símbolo, evoca algunos de los atributos considerados más nobles —honor, entrega, protección— y, a la vez, sus contrarios —ignominia, despotismo, arbitrariedad—. Todos afloran en nuestro inconsciente colectivo. Empujan en distintas direcciones, forzándonos a consensuar una nueva realidad.

 

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La envidia

@Nosolodeyod

 



Recuerdo bien a ese alumno que tuve hace una década; me contó que había sido un directivo de agenda colapsada, pero que la vida lo paralizó con un ictus como infausto regalo a los cuarenta. Al año siguiente de la tragedia, tartamudo y verbalmente desarmado, estaba dándose una nueva oportunidad en un aula de la Facultad de Filología, estudiando entre compañeros de mesa que no sobrepasaban la gozosa juventud de los veinte años. Al terminar la época de los exámenes y viendo llorar a una compañera por una nota, me dijo: “Cuando los veo llorar por un examen, siento envidia de sus lágrimas”.

El pecado de la envidia está muy mal visto y hay consenso teológico y social en que perjudica a quien lo padece. No obstante, es más absoluto en su definición teórica que en su plasmación real. La Edad Media alternaba envidia con invidia, una palabra que se acercaba bastante al aspecto del étimo (in-videre: mirar con malos ojos); los hablantes fueron paulatinamente poniendo la palabra a jugar con todo tipo de matices, refinaron las formas de mala mirada que acarrea la envidia. Idearon la forma de nombrar a la envidia sin bilis, esa que llamamos “envidia sana” y que nuestros antepasados, más píos, denominaban “envidia santa” buscando como nosotros un modo de blanquear la oscuridad del sentimiento.

 

 La envidia entró en expresiones hechas como comerse o estar verde de envidia y generó numerosos refranes; de hecho, hoy, cuando ya hemos olvidado qué era la tiña, sabemos que esta enfermedad existió precisamente porque la hemos ligado a la envidia. Incluso se ha adoptado la palabra alemana Schadenfreude

para designar con sentido técnico el malicioso placer que podemos sentir ante el mal ajeno.

Sí, pocos pecados han sido lingüísticamente tan productivos como este. Sin embargo, tanta variedad léxica no me ofrece una etiqueta que colgar a la envidia que siento ahora, que podría llamar “retroenvidia”, porque se proyecta sobre mí misma en mi tiempo pasado más inmediato y lo codicia, como el nublado al celeste del que proviene. Yo miro al mes de febrero de 2020 con los ojos entornados de retroenvidia por su normalidad sin pandemia: no puedo pensar en ese tiempo tan cercano sin que sea iluminado por el oscuro rayo de este pecado. Y esa es una penitencia añadida a mi nueva normalidad. @Nosolodeyod

 

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