¿Qué ocurre en la sociedad? Malestar y crisis. G. Serrano

                                                                     Obra de Buffie Johnson


¿Qué ocurre en la sociedad?

Malestar y crisis.


“No me puedo concentrar” es el título del artículo de González serrano que analiza los problemas actuales de nuestra sociedad”.


Nuestra imaginación ha sido el precio a pagar por la exposición continua a un sinfín de estímulos: la capacidad para imaginar otros modos de vivir ha sido raptada paulatinamente por los estándares productivistas de rapidez y eficacia.

Artículo


Carlos Javier González Serrano

@aspirar_al_uno


    Publicado en Ethic.

https://ethic.es/2024/12/tiempo-imaginacion-concentracion/


En una de las obras menos leídas y más ricas de Carl Gustav Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos (publicada en español por Seix Barral), donde se recoge una generosa porción de sus memorias, el psiquiatra y psicoanalista suizo escribió un profético pasaje. Dicho fragmento, redactado en 1957 –cuando Jung ya era octogenario–, se encuentra precedido por una constatación: nos sentimos cada vez más desarraigados a causa de «un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego» porque ya no podemos vivir en lo que hay, en el presente, sino que nos nutrimos enfermiza y vorazmente de promesas que se encuentran «en las tinieblas» de un futuro «en que se aguarda el auténtico amanecer».

De esta forma, podríamos añadir al diagnóstico junguiano, el mercado para traficar con nuestro(s) deseo(s) está servido: empresas, medios de comunicación y partidos políticos se encargan de mantener azuzada nuestra voluntad para que nunca descanse, para empujarnos a transitar nuestra vida a través de un capcioso estado de intranquilidad que nos arrastre incesantemente de un anhelo a otro. La excitación, el azoramiento y el nerviosismo, así como un sinnúmero de trastornos emocionales y de la conducta, describen la disposición afectivo-intelectual de gran parte de la población occidental actual mientras que, en paralelo, gurús de la felicidad, del crecimiento personal y de la autoayuda nos instigan a ser resilientes y a sobrellevar tesituras inhabitables. Como señaló el sociólogo Richard Sennet en las primeras páginas de La cultura del nuevo capitalismo (2006), se busca diseñar «un yo orientado al corto plazo, centrado en la capacidad potencial, con voluntad de abandonar la experiencia del pasado». Si solo existe el cortoplacismo y desaparece la tradición, no hay lugar para la reflexión pausada y atenta, que se desecha por resultar inservible o, peor, prescindible. Todo se juega en la urgencia de un atosigante ahora.


En paralelo, y como consecuencia de esta capacidad que nos obligan a desarrollar para aceptar y continuar (es decir, para transigir y callar), la disidencia o la oposición ante tal modo de funcionar las cosas se hacen imposibles porque se las cataloga de estúpidas o ridículas; el detractor de semejante extractivismo emocional, quien practica la resistencia intelectual contra el totalitarismo emocional del «si quieres, puedes», es juzgado como un paria que no ha sabido adaptar sus ideas y conductas a las necesidades actuales o emergentes, porque –aseguran aquellos directores espirituales del sistema– «si cambias tu forma de pensar el mundo, el mundo cambiará gracias a tus pensamientos».

Si solo existe el cortoplacismo y desaparece la tradición, no hay lugar para la reflexión pausada y atenta


Es inevitable recordar aquí al maestro Paulo Freire en su imprescindible Pedagogía del oprimido (1970), cuando explicaba que la libertad no es una donación, no es un objeto que nos puedan dar o regalar; la libertad es más bien una conquista. En palabras contundentes de Freire: la lucha contra la alienación es posible «porque la deshumanización, aunque sea un hecho concreto en la historia, no es, sin embargo, un destino dado, sino resultado de un orden injusto que genera la violencia de los opresores». Sabemos también, por María Zambrano en Persona y democracia (1958), que no hay nada que lastime más al ser humano que verse arrollado por la imagen de un designio inamovible, pues no estamos acabados de hacer «ni nos es evidente lo que tenemos que hacer para acabarnos; no está prefijado cómo hemos de terminarnos. Somos problemas vivientes». Pero ¿es que acaso nos han hecho temer la libertad? ¿Nos hemos sometido dulcemente a la fanática estimulación que nos sirven y que nos impide pensar –y por tanto cuestionar– los goznes de nuestro modo actual de vivir?

Las líneas de Jung que siguen a aquel diagnóstico sobre la imposibilidad de arraigarnos son esclarecedoras, preocupantes. Jung asegura que por todas partes asistimos a «mejoras progresivas» presentadas «mediante nuevos métodos o gadgets» (es el término que él mismo emplea en 1957), los cuales «resultan a primera vista verdaderamente convincentes, pero dudosos en cuanto a su duración y en todo caso se pagan muy caros. En ningún caso incrementan el bienestar, la satisfacción o la felicidad», ya que, en la mayor parte de los casos, «representan modos pasajeros de endulzar la existencia, como, por ejemplo, las medidas de acortamiento del tiempo que aceleran enojosamente el tempo y de este modo nos dejan menos tiempo que antes». Vamos más rápido y, sin embargo, tenemos menos tiempo. Concluye Jung con la mención a una cita latina: omnis festinatio ex parte diaboli est (toda prisa proviene del diablo), «solían decir los antiguos maestros».

No es casual que nos encontremos en esta encrucijada presagiada por Jung. Numerosos adolescentes, jóvenes y adultos confiesan tener cada vez más y mayores dificultades para concentrarse, por ejemplo, en el ejercicio continuado de la lectura. Gloria Mark, psicóloga y profesora de Informática en la Universidad de California, autora del libro Attention Span (2023), es incisiva al respecto: de media, y con suerte, logramos permanecer concentrados en una misma tarea entre cuarenta y cincuenta segundos. Sin embargo, como casi todos los autores de este jaez, Mark defiende que el propósito que debemos proponernos es el de recuperar un «equilibrio» (restore balance) para poder compaginar «felicidad» y «productividad». Este es, a juicio de quien escribe estas líneas, la tan flagrante como gravosa trampa de nuestro tiempo: asociar los conceptos de felicidad (sea lo que sea esta) y utilidad o rendimiento.

Ocupamos hoy un escenario en el que la pausa, la reflexión y el arraigo se hacen muy difíciles, y ello no se debe a una carencia personal, subjetiva (como nos hacen pensar en demasiadas ocasiones para que sintamos el yugo de la culpa), sino a un entramado cultural y tecnoeconómico que proyecta recomponer antropológicamente nuestro modo de existir. Por tanto, nuestra emancipación no vendrá dada por «recuperar el equilibrio» (puesto que lo que se pretende equilibrar son los artilugios servidos por los amos del lenguaje –resiliencia, felicidad, multitarea, éxito económico, productividad–), sino por imaginar otros modos de ser, de existir, de estar, de actuar.

Nuestra imaginación ha sido transformada en una creatividad domesticada que solo se usa para ser más útiles y eficientes


Se habla mucho de la atención, pero es conveniente recalcar aquí que nuestra imaginación ha sido el precio a pagar por la exposición continua a un sinfín de estímulos: la capacidad para imaginar otros modos de vivir ha sido raptada paulatinamente por los estándares productivistas de rapidez y eficacia. Cada vez nos es más complicado imaginar escenarios alternativos porque sentimos miedo, desamparo o recelo si no existimos bajo la protección de criterios de rendimiento. Así pues, nuestra imaginación ha sido transformada en una creatividad domesticada que solo se usa para ser más útiles y eficientes, o lo que es lo mismo, para aumentar el peso de nuestras cadenas.

Cuando decimos «no me puedo concentrar» debemos ser perseverantes. Tenemos que defender a ultranza nuestro tiempo para no servir (en el sentido de no ser empleados o explotados al servicio de fuerzas externas), para trazar una reconfiguración estratégica de nuestro tiempo, como defiende el investigador Guy Standing en su reciente libro La política del tiempo (Paidós, 2023), en el que nos recuerda: «El progreso personal de los ciudadanos atenienses se medía en función de cuánto tiempo podían dedicar a la skholé y, en particular, a la acción pública en el ágora». El tiempo del recreo (mera ausencia de obligación) y del consumo son distintos del tiempo del ocio (skholé); ese no poder disponer del propio tiempo, sostiene Standing, «iría en detrimento de la democracia deliberativa y dejaría la impartición de justicia exclusivamente en manos de los ricos». Tampoco conviene olvidar que la palabra «escuela» proviene precisamente de σχολή, con la que Aristóteles se refería en su Ética a Nicómaco al tiempo libre que podemos dedicar al conocimiento y al desarrollo de la virtud. Muy al contrario, hoy se quiere convertir los espacios educativos en centros que exportan trabajadores, con lo que se expropia al estudiantado de lo fundamental: su tiempo para reflexionar y conocer.

Suele condenarse injusta y precipitadamente la imaginación como una disposición que nos aleja y desvincula de la realidad. Aunque quizá no haya más realidad, al menos más propia y habitable, que la que podemos imaginar: ¿por qué nos contamos cuentos y compartimos historias, desde la infancia, si no es para poder imaginar otros escenarios y para fundar narrativas divergentes?

Solo una imaginación libre es capaz de crear nuevas posibilidades de realidad, y es la única forma humana de existir en el camino de la emancipación intelectual y emocional. Nuestra libertad se dirime hoy en poder imaginar(nos) más allá de nuestros yugos. La imaginación es política porque discute las certezas que nos transmiten los tentaculares poderes constituidos y, ante todo, porque la imaginación vertebra la oportunidad para que emerjan certezas distintas. Sin tener a nuestra disposición la imaginación, nos condenamos a repetir el relato de otros. A ser imaginados por otros.



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