"Para llamarnos civilización" y otros artículos

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Para llamarnos civilización

 

  • AZAHARA PALOMEQUE (es escritora y doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton). Su último libro es Vivir peor que nuestros padres (Anagrama).




 

Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Europa sufrió una conmoción que cambiaría para siempre cómo concebimos la vida, la tolerancia social hacia la barbarie y, poco tiempo después, nuestras nociones de sujeto político. Recordaba Susan Sontag cómo en el conflicto que dio comienzo en 1914 la mayoría de las bajas pertenecieron a los ejércitos, mientras que para 1945 esa tendencia se había invertido: los varios millones de muertos fueron, sobre todo, población civil, con mayor protagonismo fatal del pueblo judío, aunque no exclusivamente. En mitad de ambas conflagraciones, nuestra Guerra Civil —entonces denominada “guerra de España”— marcó un punto de inflexión a partir de la matanza indiscriminada de gente inocente, llevada a cabo mediante un armamento poderosísimo y una aviación tan sofisticada como la Legión Cóndor, enviada por el III Reich a Franco.

 

De repente, se había pasado de delimitar objetivos militares muy claros a acribillar masivamente a personas cuya relación con la contienda se limitaba a la mera existencia. Para cuando hubo terminado la última conflagración mundial, revelado el horror tanto de los campos de concentración nazis como de la bomba atómica, Europa, untada en ruinas y sangre, ya no podía autoproclamarse cuna de ninguna civilización. La magnitud de las atrocidades era simplemente inenarrable, hasta el punto de conducir a los filósofos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer a cuestionar la mismísima Ilustración, de manera similar a como también lo harían María Zambrano y Hannah Arendt en sus respectivos exilios.

 

Sobrecogía la carne lo ocurrido: ¿qué ser teóricamente dotado de raciocinio había sido capaz de engendrar tremenda monstruosidad, llevando al género humano a los límites de la degeneración más absoluta? No importaba que, en las décadas inmediatamente anteriores, el continente civilizado hubiese perpetrado, movido por un frenesí imperialista, matanzas tan despiadadas como las del Congo, o las guerras de Marruecos, magistralmente narradas por Arturo Barea. Entonces, en suelo europeo, se habían cruzado todas las líneas rojas y se volvía preciso otro orden mundial que protegiese la integridad física y emocional de los habitantes del planeta Tierra, al menos desde el papel. Fue así como se promulgó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sobre los cadáveres aún calientes de Auschwitz, y se ampliaron significativamente los Convenios de Ginebra relativos al trato de los prisioneros de guerra, los heridos y enfermos, junto a la población civil. Había nacido, antes de la década de 1950, el Derecho Internacional Humanitario, aplicable a cada esquina del globo; se izaba la promesa civilizacional de no repetir otra masacre de tal calibre ni con el colectivo judío, cuyo Holocausto encegueció las almas occidentales y desató la depuración de responsabilidades en los Juicios de Núremberg, ni con nadie.

 

Poco tiempo después, buena parte del llamado Tercer Mundo se levantaría, primeramente, en palabras contra las salvajadas del colonialismo en la Conferencia de Bandung (1955), y más tarde directamente en armas a favor de una liberación del yugo de la metrópolis que resultaría, entre otros procesos, en la descolonización de África. Inspirados por los ideales de los derechos humanos, las razas tradicionalmente sometidas parecían clamar que ellas también eran judíos siendo aniquilados. Cuando se desplegaron los años sesenta, todos los “nativos” globales alcanzaron el estatus de seres humanos, según dejó explicado el teórico Fredric Jameson: las minorías, externas e internas, las mujeres, los marginalizados de cualquier estirpe, el “otro no blanco”, importaban; se les atribuía una dignidad de la que habían carecido durante siglos.

 

Ha llovido desde entonces y ese paradigma, surgido de las cenizas de las cámaras de gas, se ha fortalecido en el imaginario colectivo: la implementación de políticas de memoria histórica en distintos países, la creación de tribunales internacionales y el rechazo a lógicas totalitarias de gobierno han dotado de una legitimidad a los derechos humanos difícilmente discutible, a pesar de que sus violaciones han seguido produciéndose y, desgraciadamente, contamos con demasiados ejemplos, desde el Chile de Pinochet hasta Srebrenica. No obstante, la guerra se ha ido progresivamente despojando de sus connotaciones heroicas; socialmente, se le ha atribuido a la víctima una autoridad moral impensable antes del fascismo; y, en general, se puede afirmar que pocos son quienes aceptan el exterminio de civiles, independientemente de su etnia o preferencia religiosa.

 

 Que las calles de numerosas ciudades alrededor de mundo se hayan visto atestadas de manifestantes demandando un alto el fuego en Gaza obedece a estos 75 años de educación sentimental de la ciudadanía en los valores que exuda el Derecho Internacional Humanitario, aunque no se posean conocimientos jurídicos específicos: por fortuna, su corpus ha virado en sentido común. A pesar de dicho fenómeno, que aglutina una serie de principios compartidos, el paradigma del que hablo ha sido brutalmente vilipendiado por Estados Unidos, y su hegemonía militar —no tanto cultural— impide una reacción contundente por parte de otros gobiernos que, estoy segura, repudian visceralmente cada bomba que asesina o mutila a un niño palestino.

 

En este sentido, cabe subrayar la ruptura radical que supuso con la moralidad vigente el conjunto de acciones en torno a la llamada “Guerra contra el terror” tras los atentados de la Torres Gemelas en 2001. Abogadas tan prestigiosas como Alka Pradhan, o filósofas como Judith Butler, han denunciado la implementación de otro marco legal por parte de la potencia norteamericana que dio lugar a las consabidas incursiones bélicas en Irak o Afganistán, o a la creación del centro de detención, y posteriormente de torturas, en Guantánamo. Respecto a este último enclave, la periodista Karen Greenberg —una de las que más sabe del tema— detalló en su libro The Least Worst Place la búsqueda sistemática del “equivalente legal al espacio exterior” —de acuerdo con la cita de un oficial de la Administración de George W. Bush— con la finalidad de evitar cualquier responsabilidad penal por las atrocidades allí cometidas. 

Lo que encontraron, o fabricaron, fue la prisión que ya conocemos, donde las garantías legales de la Constitución estadounidense no tienen validez al encontrarse la cárcel en suelo cubano, Cuba no cuenta con jurisdicción porque el territorio le fue, de facto, arrebatado, y tampoco parecen haber permeado las distintas resoluciones de la ONU. Una vez servido el limbo, rota cualquier vinculación con esos acuerdos tácitos que derivaron de la Segunda Guerra Mundial, de forma radicalmente impune, Israel —se nos transmite desde los medios— se halla apadrinado para cometer la misma estrategia: en vez de urdir un plan concreto cuyo objetivo sea el grupo terrorista Hamás, se procede a la carnicería más descabellada, ya sea en la calle o dentro de un hospital.

 

Como antaño, no hay corazón que soporte tal voladura de la razón, pero, a diferencia de épocas pasadas, ahora nos ampara una trayectoria de repulsa de la barbarie, adopción de códigos jurídicos y éticos, de sensibilidad informada con la que gritar a pulmón tendido basta. Pese a su incumplimiento ocasional, somos herederos de los derechos humanos, y el Gobierno de España, bajo la presidencia de Pedro Sánchez, quien actualmente lidera asimismo la Unión Europea, debe plantarse ante el mundo para evitar más derramamiento de sangre. Está en juego nuestra historia, y la memoria de los millones de muertos sobre cuyos huesos se erigieron unas garantías inalienables, si queremos seguir llamándonos, a pesar de todo, civilización.


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 La noche

 LEILA GUERRIERO 

El domingo, con más del 55% de los votos, el presidente electo de la Argentina resultó Javier Milei, un hombre que recibe mensajes de su perro muerto. La primera dama es —por ahora— su novia, Fátima Flórez, una actriz cómica cuyo plato fuerte es la imitación de la némesis oscura de su novio, Cristina Fernández de Kirchner. La vicepresidenta es Victoria Villarruel, que defiende de manera perseverante a los genocidas de la dictadura que estuvo en el poder entre 1976 y 1983. Millones de argentinos acompañan a esos seres en la idea de que todo puede ser destruido. Que no hay ciudadanos sino compradores y vendedores de cosas, incluso de sus propios cuerpos. Que los débiles y los desposeídos son vagos y no quieren trabajar. Que la justicia social es aberrante. Que el Estado debe desaparecer. Que cada quien tiene que asegurarse su bienestar y no preocuparse por el de los demás. Que no debe haber ni salud ni educación públicas. Un expanelista de televisión formó un partido en dos años y se transformó en presidente de un país que en 2023 —paradójicamente— cumple cuatro décadas de democracia conseguida a base de sangre, y lo consigue con una idea fundante: hay que acabar con los políticos (aunque él sea uno: el principal). Es el mismo país donde, en 2022, la película Argentina, 1985, sobre el juicio a las juntas militares que se hizo durante el Gobierno de Raúl Alfonsín, llevó a los cines a más de un millón de espectadores, sobre todo jóvenes, que aplaudían de pie. ¿Es el mismo país, son los mismos jóvenes? Cuando su amigo Max Brod le preguntó si creía en la esperanza, Franz Kafka le respondió: “Sí, por supuesto, creo en la esperanza. Pero no para nosotros. Para nosotros no hay esperanzas”. Nos espera un largo viaje hacia el fin de la noche. Pero el domingo, después de conocerse los resultados, Milei dijo, en su discurso: “En 35 años volveremos a ser una potencia mundial”. Treinta y cinco años. ¿Habrá fin?

 

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Ibarrola

FERNANDO ARAMBURU 

De tiempo en tiempo nos llega la noticia del fallecimiento de un hombre admirable. Ya sé que el ejercicio de admirar se apoya en fundamentos subjetivos. Admirable para mí (para quienes quisieron hacerle daño supongo que no) fue Agustín Ibarrola, de cuya muerte supimos con tristeza el viernes pasado. He aquí un hombre que a edad temprana se lo jugó todo a una carta: la de la creación. Desde que a los 11 años abandonó la escuela hasta los 93 que duró su vida, Ibarrola se consagró a crear en diversas etapas evolutivas, con materiales múltiples, un sinnúmero de pinturas, esculturas, dibujos, collages, fotografías y mucho más. A uno se le figura que la creación constante debió de proporcionar al artista un sólido argumento vital. No concibo mayor obsequio de la vida que la posibilidad de dedicarse de lleno a una vocación.

Pero Ibarrola, como se sabe, fue mucho más que un ciudadano empeñado en hacer obras de arte. Conoció de cerca el mundo del trabajo; de hecho, coincidió en la mina con el poeta Blas de Otero, con quien compartió militancia comunista. Según sus propias palabras, se enfrentó a dos dictaduras, la de un general que ganó una guerra civil y la que otros desencadenaron a tiros y bombazos en su tierra natal. A ambas se enfrentó Ibarrola desde su actividad artística, pero también desde la acción cívica. Sufrió tortura en tiempos de Franco y dos estancias carcelarias que dan un total de nueve años entre rejas. Décadas después, ETA tomó el relevo de la persecución, forzándolo a llevar escolta y atacando sus creaciones de arte campestre. Cada vez que intentan colarnos la tesis de la organización que luchó contra el franquismo me acuerdo de gente de izquierdas a quienes Franco encarceló y contra los que las pistolas de ETA dispararon más tarde, como López de Lacalle o José Ramón Recalde. ¿No es raro combatir un régimen atentando contra sus opositores?


                                                          Cubos de la memoria (Obra de Ibarrola)

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