¿Guerra en ciernes?

En estos días de gran tensión con amenaza de guerra, el periodista  Guillermo Altares nos expone en el artículo que transcribo a continuación (publicado en El País) una mirada sobre los conflictos bélicos más recordados en nuestra historia.

Aunque comparto a grandes rasgos lo que en el expone observo que falta una mirada más socio-económica que personal del motivo de las grandes guerras.

La mayoría de los grandes conflictos se han debido a disputa por el poder económico, territorial o geopolítico en general para satisfacer intereses económicos y de esos intereses los que beneficiaban a los poderosos de cada bloque enfrentado.  Para ello se usan pretextos emocionales con tintes patrioteros o nacionalistas y se lleva a la muerte y al sufrimiento a millones de ciudadanos que no están comprometidos con esos intereses económicos. Para ello se miente, se exagera, se victimiza y se hace ver al adversario como un gran y único monstruo causante de la guerra.

 

Europa ha sido campo de combate y de destrucción producto de las confrontaciones bélicas de los últimos años y muchas veces los que la propulsaron o estimularon estaban muy lejos de estas tierras.

Sabemos de la intrínseca maldad de Hitler pero ¿qué poderes lo apoyaron intentando beneficiarse de su locura?. Repasemos las mentiras para la guerra de Irak cuyas consecuencias aún se siguen viviendo.  Las malévolas artimañas para dividir Europa del autoritario Putin no hay quién las pueda negar pero ¿se puede conseguir mediante la diplomacia y la negociación no llegar al conflicto bélico en ciernes? ¿O hay también otros interesados en el bloque opuesto a Rusia que no tienen interés de negociar de verdad, ni considerar también los puntos de vista del contrario para impedir este conflicto?

Se está tensando la situación al límite en una reacomodación de intereses geopolíticos mundiales donde el papel de Rusia-China-Estados Unidos comprometen la paz y el progreso de Europa.

Corrientes de derecha en los medios de comunicación para desprestigiar a los que claman contra la guerra los acusan de aliados de Putin y algunos sectores de la izquierda se manifiestan contra la posibilidad de una guerra pero no denuncian al mayor responsable de esta situación, que es Putin. Hay que favorecer todo tipo de diplomacia y entendimiento ya que llegar a la confrontación bélica es lo peor que le podría ocurrir a la Europa democrática.

J.P





 

 

http://lectura.kioskoymas.com/article/281556589213188

 

¿Cómo empiezan las guerras?

 

De Troya a Irak, la mecha se enciende con distintos pretextos

 

  • GUILLERMO ALTARES

Periodista del área cultural y que ha cubierto información de los conflictos bélicos de las últimas décadas

 

La historia da lecciones sobre los pretextos utilizados para iniciar guerras de consecuencias incontrolables. Troya, el hundimiento del Maine, el atentado de Sarajevo o las supuestas armas de destrucción masiva de Irak ayudan a entender los riesgos de hoy.

En La princesa prometida , la ya clásica película de Rob Reiner, el personaje de Vizzini, un despiadado espía siciliano, asegura: “Empezar una guerra es un trabajo muy prestigioso con una larga y gloriosa tradición”. Pero en este caso no se trata de un conflicto entre los imaginarios reinos de Florín y Guilder dentro de un cuento, sino del peligro real de un ataque contra un país soberano como Ucrania por parte de una potencia militar y energética como Rusia. 

La historia alberga varias lecciones, entre ellas, que a lo largo de los siglos se han manejado todo tipo de pretextos para montar un casus belli y que las consecuencias de un conflicto son siempre imposibles de controlar y de imaginar. Y que, una vez puestos en marcha algunos mecanismos, resulta muy difícil dar marcha atrás. Y también que las guerras pueden tener causas, pero no son accidentes naturales como los terremotos: las desencadenan un puñado de seres humanos, aunque la tragedia reside en que las sufren, en cambio, millones de otros seres humanos.

 

La historiadora canadiense y profesora en Oxford Margaret MacMillan dedica un capítulo de su último libro, La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos (Turner), a las razones esgrimidas a lo largo de la historia para justificar guerras e invasiones, empezando por Troya —“un hombre roba la mujer de otro”— hasta el hundimiento del

Maine en la Bahía de La Habana en 1898, que justificó el ataque estadounidense contra España. Aunque, en este caso, fue sobre todo una invención de la prensa sensacionalista: se trata de una de las muchas tormentas de desinformación con las que empiezan las guerras y en las que la Rusia de Vladímir Putin es especialmente hábil. 

 

Sin embargo, MacMillan sostiene que ningún estallido se produce en el vacío. “Las causas de una guerra pueden parecer absurdas o incoherentes”, escribe, “pero detrás de ellas suele haber disputas y tensiones mucho más profundas. A veces basta una chispa para que una pila enorme de madera arda en llamas”.

 

Un momento clave en cualquier conflicto reside en su punto de inflexión: ¿cuándo es demasiado tarde para pararlo? En un artículo sobre la crisis de Ucrania, la revista británica The Economist recordaba esta semana una frase del gran historiador A.J.P. Taylor: “La Primera Guerra Mundial se hizo inevitable una vez que se emitieron las órdenes de movilización en Berlín”. “La complejidad de los horarios de los ferrocarriles de principios del siglo XX, de los que dependían entonces los movimientos de las tropas, hacía prácticamente imposible cualquier alteración”, prosigue la revista.

 

Pocos analistas piensan que, pese a la indudable y rotunda movilización rusa, se haya superado en Ucrania ese momento sin marcha atrás, pero siempre resulta más fácil leer el pasado que el presente. Netflix acaba de estrenar la película Múnich, basada en un libro de Robert Harris, que trata de salvar la cara a Neville Chamberlain, el primer ministro británico que firmó en la ciudad bávara en 1938 el pacto por el que entregaba a Hitler los Sudetes y que permitió al dictador nazi preparar la guerra total en Europa.

 El filme describe a Chamberlain como un político obsesionado por la Primera Guerra Mundial, que quiere evitar a toda costa otra generación masacrada. “Hasta que un conflicto no ha empezado se puede evitar”, sostiene el personaje. Sin embargo, los espectadores saben lo que Chamberlain desconocía: la Segunda Guerra Mundial ya era imparable, porque Hitler había tomado la decisión de atacar y solo buscaba ganar tiempo.

 

La Administración de George W. Bush estuvo inventando durante años una intrincada red de mentiras para justificar una invasión de Irak. Cada vez un número mayor de evidencias muestra que la construcción del caso contra Sadam Husein empezó pocos días después de los atentados del 11 de septiembre contra Washington y Nueva York. ¿Cuándo fue inevitable la guerra? ¿Sirvieron para algo todas las sesiones del Consejo de Seguridad antes de que los misiles comenzasen a caer sobre Bagdad el 20 de marzo de 2003? Seguramente, no. Y, desde luego, cuando millones de ciudadanos se manifestaron en todo el mundo contra la guerra, el 15 de febrero de 2003 —un momento de rebelión cívica que Ian McEwan retrató en su novela Sábado—, la Casa Blanca ya había tomado la orden de invadir, que se había cristalizado en una enorme movilización militar en torno al golfo Pérsico.

 



Irak es un caso paradigmático de una guerra en la que todo parece controlado —empezando por las mentiras con las que arranca—, pero que se convierte en un desastre de imprevisibles consecuencias. El pasado, de nuevo, ofrece numerosos ejemplos. En el año 415 antes de nuestra era, Atenas decidió fletar una expedición contra la poderosa ciudad griega de Siracusa. El pretexto era que dos ciudades aliadas de Atenas, y rivales de Siracusa, habían pedido ayuda a la ciudad-Estado griega. En realidad, se trataba de una lucha por la expansión helena en el Mediterráneo y de un episodio más de la guerra del Peloponeso contra Esparta. Las fuerzas atenienses fueron derrotadas en el puerto de Siracusa dos años más tarde, una debacle militar que acabó por destruir la democracia ateniense.

“La incursión ateniense también trajo consigo un resultado terrible”, escribe Donald Kagan en La guerra del Peloponeso (Edhasa). “Pérdidas devastadoras en hombres y embarcaciones, rebeliones generalizadas a través del Imperio y la entrada en escena del poderoso Imperio persa. Estos motivos contribuyeron significativamente a expandir la opinión generalizada de que Atenas estaba acabada”. En 411, por primera vez en un siglo, se instauró una dictadura en la ciudad que había inventado la democracia moderna.

 

De todos los desastres de la historia que trajeron imprevisibles y devastadoras consecuencias el más intrigante sigue siendo la Primera Guerra Mundial. Los historiadores llevan más de un siglo tratando de buscar el verdadero motivo por el que empezó el conflicto: desde que se produjo el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo, el 28 de junio 1914, hasta que estallaron las hostilidades transcurrieron cinco semanas durante las que las potencias europeas fueron incapaces de parar un mecanismo estúpido, que les llevaba a la debacle de forma bastante involuntaria. El historiador Christopher Clark acuñó el concepto de “sonámbulos” en el libro que lleva ese título (Galaxia Gutenberg) para describir la forma en que los responsables del estallido caminaron de forma decidida hacia el abismo sin ser conscientes de que iban a provocar 20 millones de muertos, 21 millones de heridos, la destrucción de tres imperios y, al final del camino, la Segunda Guerra Mundial.

 

“¿Cómo pudo hacerse Europa eso a sí misma y al mundo?”, se pregunta Margaret MacMillan en su libro sobre el principio del conflicto, 1914. De la paz a la guerra (Turner). “Hay muchas explicaciones posibles, tantas que resulta difícil decantarse por una”, escribe. Al final, deja claro que “muy pocas cosas en la historia son inevitables”, que las masacres de Lovaina, de Verdún, del Somme no tuvieron por qué existir. Pero también sostiene que “las fuerzas, las ideas, los prejuicios, las instituciones y los conflictos son ciertamente factores importantes, pero no tienen en cuenta a los individuos —que al final no fueron tantos— en cuyas manos estaba decir ‘sí, adelante, desatemos una guerra’, o bien ‘no, detengámonos”. Las guerras las declaran —y las impiden— seres humanos. Pero, sobre todo, las sufren.

 

 

 

 

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